—¿Y me quiere a mí?
—Recibí una llamada de Debra Kim. Dijo que Marge Cross iba a darle un laboratorio, acoger a sus ratones SIC y comprarle los derechos de patente de su tratamiento para el cólera, a muy buen precio, lo bastante para hacerla rica. Y todo sin que exista todavía ningún tratamiento. Debra quería saber qué debería decirte.
—¿Debra? —Las cosas se movían demasiado rápido para Kaye.
—Marge es una experta en psicología humana. Lo sé. Fui a la facultad de medicina con ella en los setenta. Lo compaginaba con un Master en administración de empresas. Mucha energía, fea como el pecado, sin líos de hombres, tiempo extra que tú y yo hubiésemos desperdiciado en citas… Dejó la camilla en 1987, y mírala ahora.
—¿Qué quiere de mí?
Kushner se encogió de hombros.
—Eres una pionera, una celebridad… demonios. Saul te ha convertido en una especie de mártir, especialmente entre las mujeres… Mujeres que van a buscar un tratamiento. Tienes buenas credenciales, publicaciones importantes, estás impregnada de credibilidad. Pensaba que podrían matar al mensajero, Kaye. Ahora creo que van a ofrecerte la medalla de oro.
—Dios mío. —Kaye entró en el salón de paredes vacías y se sentó en el sofá recién limpiado. La habitación olía a algún tipo de detergente, con una tenue fragancia a pino, como un hospital.
Kushner inspiró y frunció el ceño.
—Huele como si aquí viviesen robots.
—La agente inmobiliaria dijo que debía oler a limpio —dijo Kaye, ganando tiempo para recuperar sus facultades—. Y cuando limpiaron arriba… después de que Saul… dejó un fuerte olor. Amoníaco. Algo así.
—Jesús —susurró Kushner.
—¿Rechazaste una oferta de Marge Cross? —preguntó Kaye.
—Tengo bastante trabajo para ser feliz el resto de mi vida, cielo. No necesito una maquina de hacer dinero controlándome. ¿La has visto en televisión?
Kaye asintió.
—No te creas la imagen que proyecta.
Se oyó el ruido de un coche junto a la entrada. Kaye miró por la galería delantera y vio un Chrysler grande de color verde cazador. Un joven con traje gris bajó del coche y abrió la puerta trasera de la derecha. Debra Kim salió por ella, miró alrededor, protegiéndose la cara del viento frío que venía del agua. Empezaban a caer algunos copos de nieve.
El joven de gris abrió la puerta del lado izquierdo y apareció Marge Cross, con sus 180 cm de altura, cubierta por un abrigo de lana de color azul oscuro y el pelo, que empezaba a volverse gris, recogido en un moño. Le dijo algo al joven y él asintió, volvió junto al asiento del conductor y se apoyó en el coche mientras Cross y Debra Kim subían los escalones de la entrada.
—Estoy alucinada —dijo Kushner—. Trabaja a más velocidad que el pensamiento.
—¿No sabías que iba a venir?
—No tan pronto. ¿Debería escaparme por la puerta de atrás?
Kaye negó con la cabeza y por primera vez en muchos días no pudo evitar reír.
—No, me gustaría ver cómo os peleáis por mi alma.
—Te quiero, Kaye, pero no soy tan tonta como para discutir con Marge.
Kaye se acercó con rapidez a la puerta principal y la abrió sin darle tiempo a Cross a llamar al timbre. Cross le dirigió una sonrisa amplia y amistosa, con el rostro cuadrado y los pequeños ojos verdes rebosando calidez maternal.
Kim sonrió con nerviosismo.
—Hola, Kaye —dijo, sonrojándose.
—¿Kaye Lang? No nos han presentado —dijo Cross.
«Dios mío —pensó Kaye—. ¡Habla igual que Julia Child!»
Kaye preparó café instantáneo con aroma de vainilla sacado de una vieja lata y lo sirvió en el juego de porcelana china que dejaba en la casa. Cross se comportó en todo momento como si le estuviese sirviendo algo tan refinado y exquisito como correspondía a una mujer que valía veinte mil millones de dólares.
—He venido para hablarte directamente. Estaba deseando ver el laboratorio de Debra en AKS —dijo Cross—. Está desarrollando un trabajo muy interesante. Tenemos un puesto para ella. Debra mencionó tu situación…
Kushner le lanzó una mirada a Kaye, asintiendo levemente.
—Y francamente, hacía meses que deseaba conocerte. Tengo a cinco jóvenes que se encargan de leer lo que se publica y mantenerme informada, todos muy guapos e inteligentes. Uno de los más guapos e inteligentes me dijo, «lee esto». Tu artículo que predecía la expresión de antiguos provirus humanos. Impresionante. En estos momentos no podría ser más oportuno. Kim dice que estás valorando una oferta para trabajar con el CCE. Para Christopher Dicken.
—Para el Equipo Especial de la Herodes y Mark Augustine, en realidad —dijo Kaye.
—Conozco a Mark. Se le da bien delegar. Trabajarás para Christopher. Un chico muy inteligente. —Cross continuó, como si estuviese hablando de jardinería—. Intentamos poner en marcha una investigación de ámbito mundial y un equipo de investigación que trabaje en la Herodes.
«Encontraremos un tratamiento, tal vez incluso una cura. Ofreceremos tratamientos especiales en todos los hospitales de Americol. Pero venderemos los tests a cualquiera. Tenemos la infraestructura, Dios, tenemos los medios económicos… Nos asociaremos con el CCE, y tú podrás actuar como una de nuestras representantes en el Departamento de Salud y Asuntos Humanos y el INS. Será como el programa Apolo, el gobierno y la industria trabajando juntos a gran escala. Pero esta vez, allí donde aterricemos, nos quedamos. —Cross se volvió en el sofá para mirar a Kushner—. La oferta que te hice sigue en pie, Judith. Me encantaría que las dos trabajaseis con nosotros.
Kushner soltó una risita, algo frívola.
—Gracias pero no, Marge. Soy demasiado vieja para cambiar de hábitos.
Cross negó con la cabeza.
—Te resultará cómodo, te lo garantizo.
—No tengo muy claro lo de hacer dos trabajos a la vez —dijo Kaye—. Ni siquiera he empezado a trabajar para el Equipo Especial.
—Esta tarde tengo una reunión con Mark Augustine y Frank Shawbeck. Si quieres, puedes volar conmigo hasta Washington. Podemos reunirnos con ellos las dos juntas. Tú también estás invitada, Judith.
Kushner sacudió la cabeza, pero esta vez su sonrisa resultó forzada.
Kaye se quedó sentada en silencio durante unos segundos, mirándose las manos cruzadas, los nudillos y las uñas cambiando del blanco al rosa mientras apretaba y relajaba los dedos. Sabía lo que iba a decir, pero quería que Cross le diese más información.
—Nunca tendrás que preocuparte por conseguir financiación para ningún trabajo que te interese —dijo Cross—. Lo pondremos en el contrato. Confío en ti hasta ese punto.
«Sí, pero… ¿deseo ser una joya en tu corona, mi reina?», se preguntó Kaye.
—Me fío de mi instinto, Kaye. Ya he hecho que mi gente de recursos humanos te evalúe. Opinan que realizarás tu mejor trabajo en las próximas décadas. Trabaja con nosotros, Kaye. Nada de lo que hagas será pasado por alto o trivializado.
Kushner volvió a reírse y Cross les sonrió a ambas.
—Quiero salir de esta casa en cuanto pueda —dijo Kaye—. No pensaba irme a Atlanta hasta la semana que viene… Estoy buscando un apartamento allí.
—Le pediré a mi gente que se ocupe de eso. Te encontraremos algo agradable en Atlanta o en Baltimore, donde te sea más cómodo.
—Dios mío —comentó Kaye, con una sonrisa breve.
—Hay otra cosa que sé que es importante para ti. Saul y tú os esforzasteis mucho en la República de Georgia. Tengo contactos que pueden salvar esa colaboración. Me gustaría continuar con la investigación en la terapia con fagos. Puedo persuadir a Tbilisi para que retiren las presiones políticas. Resulta ridículo, en cualquier caso… Un montón de aficionados intentando administrar una investigación.