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—Tenemos que salir de aquí —apuntó Tanis.

—¿Estás herido? —preguntó Laurana mientras intentaba una vez más desembarazarse de él—. Si es así, puedo ayudarte. De lo contrario sugiero que prescindamos de las siempre molestas despedidas. Sea lo que fuere lo que quieras...

—Laurana —la interrumpió Tanis con toda la ternura de que era capaz—, no voy a pedirte que comprendas nada. Yo mismo me debato en un mar de confusiones. Tampoco espero tu perdón, no existen disculpas para la forma en que he actuado. Podría decirte que te amo, que siempre te he amado, pero no sería cierto. El amor debe brotar en primer lugar de la propia estima, y yo no soportaría la visión de mi reflejo. Lo único que puedo asegurarte, Laurana, es que...

—¡Calla! —le ordenó la muchacha al mismo tiempo que le tapaba la boca con la mano—. He oído algo.

Permanecieron largos minutos a la escucha, abrazados en la negrura. Al principio, no percibían sino el sonido regular de sus alientos, ni siquiera se veían uno a otro pese a hallarse tan cerca. De súbito una antorcha iluminó el pasillo, cegándoles, y surgió una voz de las tinieblas.

—¿Qué es lo que aseguras a Laurana, Tanis? —dijo Kitiara en tono amable—. Adelante, te escuchamos.

Una espada refulgía en su mano, cubierta de sangre roja y verde. Tenía el rostro ceniciento a causa del incesante polvillo, un reguero de su savia le fluía por el mentón procedente de un corte abierto en el labio y, aunque el cansancio ensombrecía sus vivaces ojos, su sonrisa era tan encantadora como siempre. Tras envainar la manchada arma, secó sus manos en la ahora harapienta capa y se pasó la mano por el rizado cabello con aire ausente.

Tanis bajó los párpados, totalmente exhausto. El prematuro envejecimiento de sus facciones le confería un aspecto muy próximo al humano ya que el dolor, la pesadumbre y la culpabilidad habían de dejar una imborrable impronta en su eterna juventud de elfo. Sintió que el cuerpo de Laurana adquiría una tensa rigidez, que movía la mano hacia su espada.

—Devuélvele la libertad, Kitiara —susurró Tanis sin dejar de estrechar a la Princesa—. Cumple tu promesa y yo mantendré la mía. Permite que la lleve fuera del recinto y, una vez esté a salvo, regresaré.

—Creo que lo harías —repuso ella, estudiándole en un ademán entre burlón y admirativo—. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar, semielfo, que sería capaz de besarte y luego acabar contigo sin que mediara una exhalación entre uno y otro acto? No, supongo que no. Sin embargo, podría matarte ahora mismo tan sólo porque sé que es el peor castigo que podría infligirle a ella. —Acercó la llameante antorcha a Laurana, antes de añadir despreciativa—: ¡Fíjate en su semblante! Es la viva expresión de lo destructivo que resulta el amor.

Kitiara acarició de nuevo su enmarañado cabello en aquel gesto que la caracterizaba y, encogiéndose de hombros, escudriñó el pasillo.

—Pero no tengo tiempo para tales insignificancias –prosiguió—. El mundo se está transformando, se avecinan grandes acontecimientos y no pueden cogerme desprevenida. La Reina Oscura ha sido derrotada, y alguien debe tomar el relevo. Escúchame bien, Tanis. He empezado a establecer mi autoridad sobre los otros Señores de los Dragones —dio unas palmadas en la funda de su espada—, y estoy resuelta a construir un vasto imperio que podríamos gobernar juntos si...

Se interrumpió de forma abrupta para espiar el corredor por el que había venido. Aunque Tanis no logró ver ni oír lo que había atraído su atención, sintió que un frío estremecedor invadía el aire en el mismo momento en que Laurana se aferraba a él, atenazada por el miedo. El semielfo supo quién se acercaba antes incluso de vislumbrar el oscilante brillo de unos ojos anaranjados sobre una espectral armadura.

—Es Soth —anunció Kitiara—. Debes decidirte sin demora, Tanis.

—Hace tiempo que tomé mi resolución, Kitiara —respondió el semielfo a la vez que se colocaba delante de Laurana como un escudo protector—. El caballero espectral tendrá que matarme para alcanzarla. Sé bien que mi caída no impedirá que él, o quizá tú, acabéis con su vida, pero mi último aliento será una plegaria a Paladíne rogándole que guarde su alma. Los dioses están en deuda conmigo, tengo la absoluta certeza de que mi oración póstuma será atendida.

Tanis sintió que Laurana apoyaba la cabeza en su espalda. Prorrumpió la muchacha en sollozos y sus lágrimas fueron un bálsamo de paz para el semielfo; no denotaban miedo sino amor, compasión y tristeza por su inminente destino.

Kitiara titubeó. Soth se aproximaba por el desvencijado pasillo, brillantes sus ojos como dardos de luz en la penumbra. Tras una breve pausa, la Señora del Dragón posó su mano ensangrentada sobre el brazo de Tanis.

—¡Ve! —le apremió—. Vuelve sobre tus pasos y, en el fondo del corredor, hallarás una puerta en el muro. La descubrirás mediante el tacto. Conduce a los calabozos, desde donde podrás escapar.

Tanis la observó sin comprender.

—¡Vé! —insistió ella, y le dio un empellón para reforzar sus palabras.

Tanis lanzó una furtiva mirada al Caballero de la Rosa Negra.

—¡Es una trampa! —susurró Laurana.

—No —aseguró el semielfo, fijos sus ojos en Kit—. Esta vez no. Adiós, Kitiara.

—Adiós —se despidió la mujer hundiendo las uñas en el brazo de Tanis. Su voz estaba ribeteada de pasión, sus ojos centelleaban bajo la luz de la tea—. Recuerda que sólo me guía el amor. ¡Vamos, desaparece!

Apartó la antorcha y se sumió en la oscuridad, de un modo tan absoluto que pareció disolverse en la nada.

Tanis parpadeó, cegado por la repentina negrura, y extendió la mano en pos de la humana. La retiró antes de alcanzarla y, en cambio, tomó la de Laurana para, juntos, echar a correr sorteando los escombros y tratando de tantear la pared mientras la gélida aureola que dimanaba del espectro se introducía en su sangre como si pretendiera solidificarla. Al volver la vista atrás el semielfo comprobó que la siniestra figura avanzaba hacia ellos, sin cesar de espiarles con sus ígneas pupilas. Palpó la piedra en busca de la puerta hasta tropezarse con un picaporte metálico. Lo accionó, cedió la hoja y Tanis apretó la mano de Laurana a fin de cruzar la abertura al mismo tiempo. El repentino fulgor de las antorchas que ardían al otro lado, jalonando una escalera, se les antojó tan deslumbrador como antes lo fuera la penumbra.

Resonó la voz de Kitiara, que pronunciaba el nombre de Soth, y el semielfo se preguntó qué haría con ella el Caballero de la Muerte ahora que había perdido a su presa. El sueño se reprodujo en su imaginación. Una vez más vio desplomarse a Laurana, a Kitiara... Se inmovilizó inerme, incapaz de salvarlas.

Cuando se disipó la terrible escena que rememoraba advirtió que Laurana le aguardaba en la escalera, resplandeciente su áureo cabello bajo las llamas. Cerró la puerta de forma precipitada y fue al encuentro de su amada.

—Ésa era la mujer elfa —dijo Soth, cuyos ojos le permitían rastrearles mientras huían cual ratones asustados—. Y Tanis la acompañaba.

—Sí —corroboró Kitiara sin interés, extrayendo la espada de su vaina y procediendo a limpiar la sangre con el repulgo de su capa.

—¿Debo perseguirles? —inquirió el caballero.

—No, hay asuntos más importantes que requieren toda nuestra atención. —Miró a su interlocutor, dibujada en sus labios una extraña sonrisa—. La elfa tampoco iba a pertenecerte, ni siquiera después de muerta, ya que la protegen los dioses.

Los carbones encendidos de Soth escudriñaron a Kitiara, y su boca se retorció en una mueca burlona.

—El semielfo te tiene todavía sometida a su influjo.