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El vigilante nocturno se apresuró a hincar la rodilla frente a tal aparición, pero los ojos de Kitiara no se dignaron mirarle, ya que estaban observando a un draconiano que permanecía sentado junto a una mesa y que le dio a entender, mediante un destello casi imperceptible en sus negras pupilas reptilianas, que algo iba mal.

Tras su espantosa máscara, los ojos de la Señora del Dragón se encogieron hasta convertirse en meras rendijas de las que emanaba una alarmante frialdad. Durante unos segundos se mantuvo inmóvil en el dintel, ignorando el gélido viento que se filtraba en la posada y agitaba la capa en torno a su espalda.

—Subamos —dijo al fin, con brusquedad, al draconiano.

La criatura asintió en silencio y la siguió, produciendo crujidos con sus garras en los listones de madera.

—¿Hay algo que...? —empezó a ofrecer el vigilante, pero se interrumpió a causa del estremecimiento que le causó la puerta al cerrarse de forma violenta.

—¡No! —rugió Kitiara. Apoyando la mano en la empuñadura de su espada, pasó junto al tembloroso hombrecillo sin mirarle y subió la escalera hacia sus habitaciones. El vigilante se hundió, conmocionado, en su silla.

La Señora del Dragón introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta para inspeccionar la estancia desde el umbral.

Estaba vacía.

El draconiano aguardaba a su espalda, tranquilo y callado. Enfurecida, Kitiara tiró violentamente de las sujeciones de su máscara y la arrancó de su rostro, antes de lanzarla sobre el lecho y ordenar sin volver la cabeza.

—Entra y cierra la puerta.

El draconiano obedeció, tratando de actuar con suavidad para no exasperarla aún más.

Kitiara no se molestó en mirar a la criatura, estaba demasiado ocupada contemplando la cama vacía.

—De modo que se ha ido.

—Sí, Señora —respondió el draconiano con voz sibilante.

—¿Lo has seguido, tal como te encargué?

—Por supuesto. —El soldado acompañó su susurro con una inclinación de cabeza.

—¿Dónde está?

Kitiara acarició su cabello moreno y crespo. Aún no se había girado hacia su interlocutor, así que éste no tenía idea de las emociones que albergaba... si en realidad era capaz de sentir.

—En una posada, Señora. Se encuentra en las afueras de la ciudad y se llama «Los Muelles».

—¿Con otra mujer? —Su voz delataba una tensión interior.

—No lo creo —el draconiano trató de disimular la sonrisa que afloraba a sus labios—. Al parecer tiene unos amigos hospedados en ese lugar. Se nos había informado de la presencia de forasteros en ese albergue, pero como no respondían a la descripción del Hombre de la Joya Verde no investigamos su identidad. .

—¿Hay alguien vigilándolo?

—Sí, Señora. Se os comunicará de inmediato si él o algún otro abandona el edificio.

La Señora del Dragón guardó unos instantes de silencio, y al fin se volvió. Su expresión era fría y tranquila, aunque una gran palidez desfiguraba su rostro. El draconiano se dijo que eran muchos los factores que podían contribuir a esa pérdida de color en los pómulos: la penosa huida de la Torre del Sumo Sacerdote, donde se rumoreaba que había sufrido una terrible derrota, así como la inquietante aparición de la legendaria lanza Dragonlance y la de los Orbes de los Dragones. Además, había fracasado en su búsqueda el Hombre de la Joya Verde, que tanto interesaba a la Reina de la Oscuridad y que, al parecer, había sido visto en Flotsam. La Señora del Dragón, comentaban divertidos los draconianos, no estaba exenta de preocupaciones. ¿Por qué le inquietaba tanto un simple individuo? Tenía un sinfín de amantes, en su mayoría mucho más atractivos y más ansiosos de agradarle que aquel hosco semielfo. Bakaris, por ejemplo.

—Estoy satisfecha de ti —declaró, de pronto, Kitiara irrumpiendo en las cavilaciones del draconiano. A continuación se despojó de su armadura con su habitual impudicia y le hizo señal de alejarse, no sin añadir en una actitud muy propia de ella— Serás recompensado. Ahora, déjame sola.

El soldado hizo una ligera reverencia y abandonó la estancia con la cabeza gacha. aunque no ignorante de lo que sucedía. Antes de desaparecer vio que la Señora del Dragón lanzaba una furtiva mirada a un pergamino que yacía sobre la mesa, y que había observado al entrar. Contenía unas frases escritas en los delicados caracteres elfos. En cuanto, cerró la puerta se oyó un estrépito metálico en la alcoba, producido por una pieza de armadura al ser arrojada con fuerza contra el muro.

2

Perseguidos

El viento se extinguió con la aparición del nuevo día. El ruido monótono que provocaba el agua al gotear desde los aleros resonaba en la dolorida cabeza de Tanis, haciendo que casi anhelara el regreso del desabrido huracán.

—Supongo que tendremos mar rizada —dijo Caramon reflexivo. Después de haber escuchado con sumo interés las historias marineras que les contara William, el posadero de «El Cerdo y el Silbido» en Port Balifor, el guerrero se consideraba un experto en cuestiones náuticas. Ninguno de los otros le replicaba, pues desconocían los secretos del océano, y sólo Raistlin lanzó a Caramon una mirada socarrona cuando éste, que había navegado en pequeños botes y en muy contadas ocasiones, empezó a hablar corno un viejo lobo de mar.

—Quizá no deberíamos arriesgamos a zarpar —apuntó Tika.

—Debemos irnos hoy mismo —repuso Tanis con expresión sombría—. Aunque sea a nado, abandonaremos Flotsam.

Los compañeros intercambiaron fugaces miradas antes de centrar su atención en Tanis que, asomado a la ventana, no les vio enarcar las cejas ni encogerse de hombros pese a tener en todo momento conciencia de ser observado.

Estaban reunidos en la habitación de los hermanos. Faltaba aún una hora para que amaneciese, pero Tanis los despertó al oír que cesaba el salvaje aullido del viento.

El semielfo inhaló una bocanada de aire, antes de dar media vuelta para decir:

—Lo lamento. Sé que mis palabras os parecerán arbitrarias, pero existen peligros que no tengo tiempo de explicaros en este momento. Lo único que puedo aseguraros es que corremos un riesgo al que nunca en nuestras vidas hemos tenido que enfrentamos. Debemos abandonar la ciudad sin perder un instante —sintió que una nota histérica teñía su última frase, y optó por callar.

Se produjo un breve silencio, que interrumpió Caramon para decir con desazón:

—Por supuesto, Tanis, estamos de acuerdo.

—Nuestros hatillos están a punto —coreó Goldmoon—. Partiremos cuando tú quieras.

—En ese caso, vámonos —ordenó Tanis.

—Tengo que ir a recoger mis cosas —anunció Tika, un poco asustada.

—Hazlo, pero apresúrate —la urgió el semielfo.

—Te ayudaré —ofreció Caramon.

El fornido hombretón ataviado, como Tanis, con la armadura que habían robado a los oficiales del ejército de los Dragones, siguió a Tika hasta su habitación, quizá ansioso de disfrutar los últimos instantes de soledad con la muchacha. También Goldmoon y Riverwind corrieron en busca de sus pertenencias. Raistlin permaneció en la estancia, in—móvil como una estatua. Lo único que necesitaba, sus saquillos llenos de valiosos ingredientes mágicos, su Bastón de Mago y el Orbe, estaban embutidos en su indescriptible bolsa.

Tanis percibió la insistente mirada de Raistlin, y tuvo la sensación de que el mago podía traspasar la penumbra que anidaba en su alma con la enigmática luz de sus dorados ojos. Sin embargo, se obstinaba en callar. «¿Por qué?», se preguntaba enfurecido el semielfo. Casi hubiera agradecido que Raistlin lo interrogase, lo acusara, pues de ese modo le daría la oportunidad de descargarse del peso de su conciencia al confesar la verdad... aunque no ignoraba las consecuencias de tal acción.