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«¡El es la Clave!». Tanis recordó, de pronto, las palabras de Kitiara. «Si lo capturamos, Krynn sucumbirá al poder de la Reina de la Oscuridad. No habrá en el país entero una fuerza capaz de derrotamos.»

Temblando y con el estómago revuelto, Tanis observó a aquel hombre con sobrecogimiento. ¡Berem parecía tan ajeno, tan por encima de todo! Era como si los problemas del mundo no lo afectasen en lo más mínimo. ¿Acaso estaba Maquesta en lo cierto al afirmar que era un retrasado? El semielfo lo dudaba. Recordaba a Berem tal como lo había visto durante aquellos breves segundos en medio de los horrores de Pax Tharkas. Evocó en su mente la expresión de su rostro cuando permitió que Eben, el traidor, le indicara el camino en un desesperado intento de fuga no se dibujaron en él las líneas del temor, la indiferencia o la abulia, Sino.. ¿cómo expresarlo? ¡Resignación, eso era lo que pareció manifestar! Se diría que conocía el destino que le aguardaba pero, a pesar de todo, había decidido seguir adelante. Cuando Berem y Eben llegaron a las puertas, cientos de toneladas de rocas se desprendieron del mecanismo que las bloqueaba, enterrándolos bajo peñascos que ni un dragón habría podido levantar. Dieron por sentado que ambos habían perecido.

Sin embargo, sólo Eben desapareció sin dejar rastro. Unas semanas más tarde, durante la celebración de los esponsales de Goldmoon y Riverwind, Tanis y Sturm volvieron a ver a Berem... ¡vivo! Antes de que pudieran acercarse a él, el enigmático personaje se escabulló entre el gentío y nunca más tuvieron noticias de su paradero. Nunca más hasta que Tanis lo encontrara hacía tres... no, cuatro días remendando una de las velas de la nave.

Berem mantenía el curso del Perechon con el rostro inundado de paz, mientras Tanis se acodaba en la barandilla para deshogar su náusea.

Maquesta no dijo nada a la tripulación acerca de la situación de Berem. Se limitó a explicar la brusca partida de su nave afirmando que había llegado a sus oídos que el Señor del Dragón estaba demasiado interesado en ella y juzgaba oportuno lanzarse a mar abierto. Nadie formuló preguntas incómodas, pues por un lado no profesaban un gran cariño a aquellos siniestros individuos y por otro habían permanecido en Flotsam el tiempo suficiente para perder todo su dinero.

Tampoco Tanis reveló a sus compañeros el motivo de su prisa. Todos conocían la historia del Hombre de la Joya Verde y, aunque eran demasiado educados —excepto Caramon— para manifestarlo, estaban convencidos de que Sturm y Tanis se habían excedido en sus brindis durante la boda. Así pues, no indagaron por qué motivo arriesgaban sus vidas en el embravecido océano, su fe en el cabecilla del grupo era absoluta.

Presa de incesantes mareos y de las violentas punzadas que le infligía su culpabilidad, Tanis merodeaba a trompicones por la cubierta sin dejar de contemplar el mar. Los poderes curativos de Goldmoon le habían ayudado a recobrar una pequeña parte de su integridad, aunque, al parecer, ni siquiera una sacerdotisa era capaz de aliviar el torbellino de su estómago. En cuanto al infierno en el que se debatía su alma, estaba por encima del auxilio de nadie.

Se sentó al fin frente al océano, escudriñándolo en todo momento con el temor de otear el velamen de otro barco en el horizonte. Los otros, quizá porque no eran víctimas de tan intenso agotamiento, se mostraban indiferentes al desordenado vaivén que agitaba a la nave mientras cortaba el abundante oleaje. Lo único que les afectaba era la rociada de alguna que otra ola al romper contra el casco.

Incluso Raistlin, para asombro de su hermano, parecía tranquilo. El mago permanecía apartado de los otros, acurrucado bajo una vela que había aparejado uno de los marineros a fin de impedir que los pasajeros se empaparan más de lo inevitable. No estaba mareado, y apenas tosía. Se hallaba absorto en sus pensamientos, con un brillo en sus dorados ojos más intenso que el del sol matutino que luchaba por abrirse paso entre las amenazadoras nubes tormentosas.

Maquesta se encogió de hombros cuando Tanis mencionó su miedo a que hubieran emprendido su persecución. El Perechon era más veloz que las macizas naves de los Señores de los Dragones, y, además, habían logrado cruzar el puerto sin ser vistos más que por otros buques piratas como el suyo. En su hermandad nadie hacía preguntas.

El mar se fue calmando, alisado por la persistente brisa. Durante todo el día los densos nubarrones se fueron acumulando, para ser al fin evaporados por el refrescante viento. La noche se inició clara y estrellada, y Maquesta pudo izar más velas. La nave siguió deslizándose por la llana superficie hasta que, a la mañana siguiente, los compañeros se despertaron ante una de las más espantosas visiones de todo Krynn.

Estaban en el extremo del Mar Sangriento de Istar.

El sol se mostraba como una enorme y dorada bola en el horizonte cuando el Perechon se internó en una superficie tan purpúrea como la capa que lucía el mago, como la sangre que se vertía por sus labios siempre que tosía.

—Quien le impuso su nombre estuvo muy acertado —comentó Tanis a Riverwind mientras, desde la cubierta, contemplaban las aguas rojizas y lóbregas. Su radio de observación era corto, una perpetua atmósfera de tormenta permanecía suspendida bajo la bóveda celeste y envolvía el mar en una cortina de tonalidades plomizas.

—Nunca quise creerlo —dijo el bárbaro solemnemente, meneando la cabeza—. Oí a William hablar de él, y no hice apenas caso de sus relatos sobre dragones marinos que engullían a los barcos y mujeres con colas de pez en lugar de piernas. Pero esto... —El hombre de las Llanuras enmudeció para lanzar furtivas e inquietas miradas a las aguas de color sangre.

—¿Supones que es cierto que nos hallamos frente a la sangre derramada por quienes murieron en Istar cuando la, montaña ígnea destruyó el templo del Príncipe de los Sacerdotes —preguntó Goldmoon en un susurro, acercándose a su esposo.

—¡Eso es una necedad! —intervino Maquesta, que había atravesado la cubierta para reunirse con ellos. Sus ojos no descansaban, en un intento de asegurarse de que sacaba en todo instante el mejor partido posible a su nave y sus tripulantes.

—¿Habéis escuchado las historias de William, ese hombre de cara porcina? —continuó sin poder contener la risa—. Le gusta asustar a los habitantes de tierra adentro. El agua debe su color al terreno del fondo, que se mueve con las constantes mareas. Recordad que no navegamos sobre arena como en el resto del océano. En un tiempo pasado ocupaba este paraje la capital de un próspero reino, y la región adyacente. Cuando cayó la montaña de fuego, abrió una brecha en el suelo y éste fue invadido por el océano, que creó un nuevo mar. Ahora las riquezas de Istar yacen bajo las olas.

Maquesta se asomó a la barandilla con ojos soñadores, como si pudiera penetrar las revueltas aguas para Ver los fabulosos tesoros de la ciudad perdida. Lanzó un anhelante suspiro y Goldmoon observó su morena tez con aversión, llenos sus ojos de la tristeza y del terror que le inspiraban la destrucción y pérdida de tantas vidas.

—No puedo creer que las mareas agiten constantemente la tierra —declaró Riverwind frunciendo el ceño—. Ni tampoco las olas y las corrientes pueden ser las causantes pues éstas no habrían impedido que el terreno acabase por asentarse.

—Cierto, bárbaro —admitió Maquesta alzando una mirada de admiración hacia el alto y atractivo habitante de las Llanuras— No os he explicado el fenómeno porque tengo entendido que ninguno de vosotros es navegante. Pero vuestro pueblo, si no me equivoco, está formado por granjeros y por consiguiente conocéis la textura de la tierra. Si hundes la mano en el agua, palparás sus, aún, recios granos. En realidad lo que provoca todo este movimiento es, según afirman, un remolino situado en el centro del Mar Sangriento, dotado de una fuerza insólita y capaz de arrastrar cualquier masa en sus violentas ondas. ¿Quién sabe? Quizá se trate de otra de las imaginativas historias de William. Debo confesar que nunca lo he visto, ni tampoco las personas que han viajado conmigo; y os aseguro que he surcado estos mares desde que era una niña, pues aprendí el oficio de mi padre. De todos modos, nadie ha cometido la imprudencia de internarse en la tempestad que veis suspendida sobre el corazón de este mar.