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De todos los bienes de la herencia de su padre eso era lo único que la desconcertaba. Lisbeth Salander frunció el ceño: la propiedad de esas naves industriales resultaba comprensible si su padre hubiese querido dar a entender que su legítima empresa, KAB, se dedicaba a algún tipo de actividad y poseía ciertos bienes. También resultaba comprensible que hubiera utilizado a la madre de Lisbeth como testaferro o fachada y que luego se hubiera quedado él sólito con el contrato.

Pero ¿por qué diablos pagó casi cuatrocientas cuarenta mil coronas en el año 2003 para renovar una fábrica en ruinas que, según el albacea, en el año 2005 aún no se usaba para ninguna actividad?

Lisbeth Salander estaba desconcertada, pero no demasiado interesada. Cerró la carpeta y llamó a Annika Giannini.

– He leído el inventario. Sigo pensando lo mismo. Vende toda esa mierda y haz lo que quieras con el dinero. No quiero nada suyo.

– De acuerdo. Entonces me aseguraré de que la mitad de la suma se meta en el banco para tu hermana. Luego te daré algunas propuestas de entidades a las que podrías donarles el dinero.

– Vale -dijo Lisbeth para, acto seguido, colgar sin más palabras.

Se sentó en el vano de la ventana, encendió un cigarrillo y se puso a contemplar la bahía de Saltsjön.

Lisbeth pasó la semana siguiente ayudando a Dragan Armanskij en un asunto urgente. Se trataba de rastrear e identificar a un individuo que sospechaban que había sido contratado para raptar a un niño a raíz de la disputa surgida sobre su custodia tras el divorcio de sus padres, una mujer sueca y un ciudadano libanes. La aportación de Lisbeth Salander se limitaba a comprobar el correo electrónico de la persona que, supuestamente, había hecho el encargo. Este se interrumpió cuando las dos partes llegaron a un acuerdo legal y se reconciliaron.

El 18 de diciembre era el último domingo antes de Navidad. Lisbeth se despertó a las seis y media de la mañana y constató que tenía que comprarle un regalo a Holger Palmgren. Pensó un instante si debería comprárselo a alguien más; tal vez a Annika Giannini. Se levantó sin ninguna prisa, se duchó y desayunó a base de café y tostadas con queso y mermelada de naranja.

No había planeado hacer nada en particular ese día, así que se pasó un rato recogiendo papeles y periódicos de la mesa. Luego su mirada fue a parar a la carpeta que tenía el inventario del reparto de bienes. La abrió y leyó la página en la que estaba la escritura de propiedad de la nave industrial de Norrtälje. Al final suspiró. De acuerdo. Necesito saber qué diablos estaba tramando.

Se puso ropa de abrigo y unas botas. Eran las ocho y media de la mañana cuando salió con su Honda burdeos del garaje de Fiskargatan 9. Hacía un frío polar aunque había amanecido un día bonito y soleado con un cielo azul claro. Cogió Slussen y Klarabergsleden y, poco a poco, fue subiendo hasta llegar a la E 18 y poner rumbo a Norrtälje. No tenía prisa. Eran cerca de las diez de la mañana cuando paró en una gasolinera OK, situada a unos cuantos kilómetros fuera de Skederid, para preguntar por dónde se iba a la vieja fábrica de ladrillos. En el mismo momento en que aparcó se dio cuenta de que no sería necesario preguntarlo.

Se encontraba en una pequeña elevación de terreno desde la que se veía perfectamente un valle al otro lado de la carretera. A la izquierda del camino de Norrtälje advirtió un almacén de pintura y algo que parecía una empresa de materiales de construcción, así como un lugar para aparcar bulldozers. A la derecha, justo en el límite de la zona industrial, a más de cuatrocientos metros de la carretera principal, se elevaba un lúgubre edificio de ladrillo que tenía una chimenea caída. La fábrica daba la sensación de ser el último reducto de la zona industrial y quedaba algo aislada, al otro lado de un camino y de un estrecho riachuelo. Contempló pensativa el edificio y se preguntó qué sería lo que la había impulsado a dedicar ese día a acercarse hasta el municipio de Norrtälje.

Volvió la cabeza y miró de reojo la gasolinera OK, donde un camión que tenía una placa de TIR acababa de parar. Se percató entonces de que se encontraba en la ruta principal del puerto de ferris de Kappelskär, por donde pasaba gran parte del tráfico de mercancías que existía entre Suecia y los países bálticos.

Arrancó el coche, volvió a salir a la carretera y se desvió hasta la abandonada fábrica de ladrillos. Aparcó en medio del solar y se bajó del coche. Hacía frío y se puso una gorra negra y unos guantes de cuero también negros.

El edificio principal constaba de dos plantas. La planta baja tenía todas las ventanas tapadas con madera contrachapada. En la planta superior advirtió una gran cantidad de ventanas rotas. La fábrica era bastante más grande de lo que se había imaginado. Parecía estar tremendamente deteriorada. No pudo apreciar ni rastro de reformas. No vio un alma viviente, pero advirtió que alguien había tirado un condón usado en medio del aparcamiento y que una parte de la fachada había sido el blanco de los ataques de varios artistas del grafiti.

¿Por qué coño había sido Zalachenko propietario de este edificio?

Dio una vuelta alrededor de la fábrica y en la parte de atrás encontró un edificio que estaba en ruinas. Constató que todas las puertas del edificio principal se hallaban cerradas con cadenas y candados. Al final, frustrada, examinó una puerta que había en la fachada lateral. En todas las demás puertas, los candados estaban fijados con sólidos pernos de hierro y sistemas antipalanca. Pero el candado de la puerta de la fachada lateral parecía más débil y, de hecho, sólo estaba clavado con unos gruesos clavos. Bah, qué coño; al fin y al cabo esto es mío. Miró a su alrededor y, entre un montón de escombros, halló un delgado tubo de hierro que utilizó como palanca para romper la sujeción del candado.

Fue a parar al hueco de una escalera que daba a la estancia de esa planta baja. Las ventanas tapadas hacían que todo estuviera sumido en la más absoluta oscuridad, a excepción de unos finos rayos de luz que se filtraban por los bordes de la madera contrachapada. Se quedó quieta unos minutos hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudieron divisar un inmenso mar de basura, palés abandonados, maderas y maquinaria vieja en una nave que tendría unos cuarenta y cinco metros de largo y quizá unos veinte de ancho y que estaba soportada por unos macizos pilares. Los viejos hornos de la fábrica parecían haber sido desmontados y sacados de allí. Sus bases se habían convertido en piscinas llenas de agua; en el suelo también se apreciaban grandes charcos de agua y mucho moho. El aire estaba enrarecido y podrido en todo aquel escombrero. Lisbeth arrugó la nariz.

Dio media vuelta y subió las escaleras. La planta superior se hallaba seca y estaba compuesta por dos grandes salas contiguas, de algo más de veinte por veinte metros de largo y al menos ocho de alto. Inaccesibles, cerca del techo, había unas ventanas. No ofrecían ninguna vista, pero contribuían a difundir una bonita luz en la planta. Al igual que la de abajo, ésta se encontraba llena de trastos. Pasó por delante de docenas de cajas de almacenaje de un metro de alto que había amontonadas, unas encima de otras. Intentó mover una. Resultó imposible. Leyó las palabras «Machine parts 0-A77». Justo debajo se leía lo mismo, pero en ruso. Descubrió un montacargas abierto en medio de una de las paredes longitudinales de la primera sala.

Se trataba de una especie de almacén de viejas máquinas que no podrían reportar grandes beneficios mientras se quedaran allí oxidándose.

Pasó por la puerta a la sala interior y se dio cuenta de que se encontraba en el sitio donde se habían hecho las obras de reforma. Aquello también estaba atestado de trastos, cajas de almacenaje y viejos muebles de oficina dispuestos en una especie de laberíntico orden. Habían dejado libre una parte del suelo e instalado nuevas tablas de madera. Lisbeth se percató de que, sin lugar a dudas, las obras habían sido interrumpidas apresuradamente: útiles como una sierra eléctrica circular, otra de banco, una pistola de clavos, una palanqueta, una pica de hierro y varias cajas de herramientas permanecían allí todavía. Frunció el ceño: aunque el trabajo se hubiese interrumpido, la empresa debería haberse llevado sus cosas. Pero también esa pregunta tuvo su respuesta cuando, al levantar un destornillador, constató que el texto del mango estaba escrito en ruso. Zalachenko había importado las herramientas y quizá también la mano de obra.