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Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Anders Jonasson sacó no menos de treinta y dos pequeñas astillas de hueso de alrededor del orificio de entrada. La más pequeña de ellas apenas resultaba perceptible para el ojo humano.

Mientras Mikael Blomkvist, frustrado, se afanaba en sacar su móvil del bolsillo de la pechera de la americana -algo que resultó imposible con las manos esposadas-, llegaron a Gosseberga más coches con policías y técnicos forenses. Bajo las órdenes del comisario Paulsson, se les encomendó que recogieran pruebas forenses en el leñero y que realizaran un meticuloso registro de la casa principal donde se habían confiscado ya varias armas. Resignado, Mikael contempló las actividades desde su puesto de observación en el asiento trasero del coche de Paulsson.

Hasta que no pasó más de una hora, Paulsson no pareció ser consciente de que los policías Torstensson y Andersson aún no habían regresado de la misión de buscar a Ronald Niedermann. De repente, la preocupación asomó a su rostro. El comisario se llevó a Mikael a la cocina y le pidió que le describiera nuevamente el lugar.

Mikael cerró los ojos.

Seguía sentado en la cocina cuando regresó el furgón con los policías que habían ido en auxilio de Torstensson y Andersson. Habían encontrado muerto, con el cuello roto, al agente Gunnar Andersson. Su colega Fredrik Torstensson aún vivía, pero había sido gravemente malherido. Los hallaron a ambos en la cuneta, junto al poste de la señal de advertencia de alces. Tanto sus armas reglamentarias como el coche patrulla habían desaparecido.

De hallarse en una situación bastante controlable, el comisario Thomas Paulsson había pasado de pronto a tener que hacer frente al asesinato de un policía y a un desesperado que iba armado y que se había dado a la fuga.

– Idiota -repitió Mikael Blomkvist.

– No sirve de nada insultar a la policía.

– En ese punto coincidimos. Pero se te va a caer el pelo por negligencia en el ejercicio de tus funciones. Antes de que yo termine contigo, las portadas de todos los periódicos del país te aclamarán como el policía más estúpido de Suecia.

Al parecer, la amenaza de ser expuesto al escarnio público era lo único que tenía algún efecto en Thomas Paulsson. Se le veía preocupado.

– ¿Y qué propones?

– Exijo que llames al inspector Jan Bublanski de Estocolmo. Ahora mismo.

La inspectora de la policía criminal Sonja Modig se despertó sobresaltada cuando su teléfono móvil, que se estaba cargando, empezó a sonar al otro lado del dormitorio. Le echó un vistazo al reloj de la mesilla y constató para su desesperación que eran poco más de las cuatro de la mañana. Luego contempló a su marido, que seguía roncando tranquilamente; ni un ataque de artillería podría despertarlo. Se levantó de la cama y se acercó tambaleándose hasta el móvil; tras conseguir dar con la tecla exacta contestó.

«Jan Bublanski -pensó-. ¿Quién si no?»

– Se ha armado una de mil demonios por la zona de Trollhättan -dijo su jefe sin más preámbulos-. El X2000 para Gotemburgo sale a las cinco y diez.

– ¿Qué ha pasado?

– Blomkvist ha encontrado a Salander, Niedermann y Zalachenko. Y ha sido arrestado por insultar a un agente de policía, por oponer resistencia al arresto y por tenencia ilícita de armas. Salander ha sido trasladada a Sahlgrenska con una bala en la cabeza. Zalachenko también se encuentra allí, con un hacha en la cabeza. Niedermann anda suelto. Ha matado a un policía durante la noche.

Sonja Modig parpadeó dos veces y acusó el cansancio. No deseaba otra cosa que volver a la cama y coger un mes de vacaciones.

– El X2000 de las cinco y diez. De acuerdo. ¿Qué hago?

– Cógete un taxi hasta la estación. Te acompañará Jerker Holmberg. Debéis poneros en contacto con el comisario de la policía de Trolhättan, un tal Thomas Paulsson, que, al parecer, es el responsable de gran parte del jaleo que se ha montado esta noche y que, según Blomkvist, es, cito literalmente, «un tonto de remate de enormes dimensiones».

– ¿Has hablado con Blomkvist?

– Por lo visto está detenido y esposado. Conseguí convencer a Paulsson para que me lo pusiera un momento al teléfono. Ahora mismo me dirijo a Kungsholmen y voy a intentar aclarar qué es lo que está pasando. Mantendremos el contacto a través del móvil.

Sonja Modig volvió a mirar el reloj una vez más. Luego llamó al taxi y se metió bajo la ducha durante un minuto. Se lavó los dientes, se pasó un peine por el pelo, se puso unos pantalones negros, una camiseta negra y una americana gris. Metió el arma reglamentaria en su bandolera y eligió abrigarse con un chaquetón rojo de piel. Luego, zarandeando a su marido, lo despertó, le comunicó adónde iba y le dijo que esa mañana se ocupara él de los niños. Salió del portal en el mismo instante en que el taxi se detenía.

No hacía falta que buscara a su colega, el inspector Jerker Holmberg; daba por descontado que estaría en el vagón restaurante y pudo constatar que así era. Él ya le había cogido un café y un sándwich. Desayunaron en silencio en tan sólo cinco minutos. Al final, Holmberg apartó la taza de café.

– Deberíamos cambiar de profesión.

A las cuatro de la mañana, un tal Marcus Erlander, inspector de la brigada de delitos violentos de Gotemburgo, llegó por fin a Gosseberga y asumió el mando de la investigación de Thomas Paulsson, que estaba hasta arriba de trabajo. Erlander era un hombre canoso y rechoncho de unos cincuenta años. Una de sus primeras medidas fue liberar a Mikael Blomkvist de las esposas y servirle bollos y café de un termo. Se sentaron en el salón para charlar.

– Acabo de hablar con Estocolmo, con Bublanski -le comunicó Erlander-. Nos conocemos desde hace muchos años. Tanto él como yo lamentamos el trato que te ha dispensado Paulsson.

– Ha conseguido que esta noche maten a un policía -dijo Mikael.

Erlander asintió con la cabeza.

– Yo conocía personalmente al agente Gunnar Andersson: estuvo trabajando en Gotemburgo antes de trasladarse a Trolhättan. Es padre de una niña de tres años.

– Lo siento. Intenté advertírselo…

Erlander asintió con la cabeza.

– Eso tengo entendido. Hablaste muy clarito y por eso te esposaron. Fuiste tú el que acabó con Wennerström. Bublanski dice que eres un puto y descarado periodista y un loco detective aficionado, pero que tal vez sepas de lo que hablas. ¿Me puedes poner al día de una forma comprensible?

– Bueno, todo esto empezó en Enskede con el asesinato de mis amigos Dag Svensson y Mia Bergman, y del de una persona que no era amigo mío: el abogado Nils Bjurman, el administrador de Lisbeth Salander.

Erlander asintió.

– Como ya sabes, la policía lleva persiguiendo a Lisbeth Salander desde Pascua por ser sospechosa de un triple asesinato. Para empezar, debes tener claro que es inocente de esos crímenes. Si a ella le corresponde algún papel en toda esta historia no es más que el de víctima.

– No he tenido nada que ver con el asunto Salander, pero después de todo lo que se ha escrito en los medios de comunicación me cuesta creer que sea inocente del todo.

– No obstante, así es. Ella es inocente. Y punto. El verdadero asesino es Ronald Niedermann, el mismo que ha matado a tu colega Gunnar Andersson esta noche. Trabaja para Karl Axel Bodin.

– El Bodin que está en Sahlgrenska con un hacha en la cabeza.

– Técnicamente hablando, ya no tiene el hacha en la cabeza. Doy por descontado que es Lisbeth la que le ha dado el hachazo. Su verdadero nombre es Alexander Zalachenko. Es el padre de Lisbeth y un ex asesino profesional del servicio ruso de inteligencia militar. Desertó en los años setenta y luego trabajó para la Säpo hasta la caída de la Unión Soviética. Desde entonces va por libre como gánster.

Erlander examinó pensativo al tipo que ahora se hallaba frente a él sentado en el banco. Mikael Blomkvist brillaba de sudor y parecía estar no sólo congelado sino también muerto de cansancio. Hasta ese momento había presentado argumentos coherentes y lógicos, pero el comisario Thomas Paulsson -de cuyas palabras Erlander no se fiaba mucho- le había advertido de que Blomkvist fantaseaba acerca de agentes rusos y sicarios alemanes, algo que no pertenecía precisamente a los asuntos más rutinarios de la policía sueca. Al parecer, Blomkvist había llegado a ese punto de la historia que Paulsson rechazó. Pero había un policía muerto y otro gravemente herido en la cuneta de la carretera de Nossebro, y Erlander estaba dispuesto a escucharlo. Aunque no pudo impedir que se apreciara un asomo de desconfianza en su voz.