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CAPÍTULO 3 HIS, NOT MINE

A medida que van pasando los años y me voy haciendo mayor, creo cada vez con más convicción que hay algo cierto y nítido entre todas las sombras irreductibles que conforman la condición humana: que la vida sea una cruz insoportable, o una aventura curiosa y digna de ser recorrida, es una cuestión en la que influye notablemente lo bien o lo mal que uno haya podido dormir la noche anterior. Puede que el axioma no valga tanto para los menores de veinte años, y que entre los veinte y los cuarenta conozca numerosas excepciones. Pero de cuarenta para arriba, dudo que haya muchos que se salven. Cuando has dormido mal, eres un despojo y poco importa que en el día te aguarde un programa repleto de festejos (ítem más, cada uno de esos festejos será en ese supuesto una estación más de tu vía crucis). Por el contrario, cuando has dormido bien, ya pueden salirte al paso los problemas más enojosos, que buscarás y encontrarás la manera de quitarles importancia y, en algún que otro caso, incluso el modo de resolverlos.

Esa noche dormí estupendamente. Supongo que fue por el agotamiento nervioso de la víspera y la sucesión de acontecimientos precipitados: el viaje, la tensión de dos espinosos interrogatorios, la autopsia y la ulterior tormenta de ideas con Chamorro. Lo cierto es que me levanté de un humor extraordinario, que no se dejaba ensombrecer por la perspectiva que tenía por delante, una jornada consagrada en exclusiva a las menudencias burocráticas de la investigación criminal. Después del levantamiento del cadáver, la toma de los vestigios materiales del crimen y el primer contacto con las personas próximas a la fallecida, aquel día, nuestro segundo sobre el terreno, nos correspondía abordar un sinfín de aspectos accesorios: búsqueda de eventuales testigos de los movimientos de la víctima o de personas sospechosas; rastreo de presumibles itinerarios; inspección de ropa, enseres, documentación y cualquier otra fuente de posibles indicios indirectos. Simultáneamente, otros miembros del equipo procederían a comprobar las huellas con las bases de datos y a obtener perfiles de delincuentes condenados por delitos similares y que pudieran haber actuado en el lugar y la fecha de autos. En fin, lo usual en la primera fase de la investigación, cuando el abanico es todavía demasiado amplio y hay que barajarlo todo para tratar de discernir una dirección precisa. Es el trabajo más aburrido y rutinario, por no contar que gran parte de él resulta baldío, y no oculto que prefiero con mucho el que se realiza en un momento posterior, cuando uno ya tiene una hipótesis que le guíe y actúa con la sensación de estar avanzando y no dispersándose en mil tareas. Sin embargo, aquella mañana me sentía animoso, y en condiciones de salir a desbrozar la selva sin dejar de silbar entre machetazo y machetazo.

Chamorro también parecía haber dormido bien. Por lo menos me la encontré despejada y amable cuando bajé a desayunar.

– El café está de repetir -me informó-, calentito y aromático. Y mira qué aceite me han dado para las tostadas.

Era bueno, de Priego de Córdoba, en una botellita de gourmet. Chamorro, según una costumbre meridional adquirida en la tierra donde durante gran parte de sus primeros años había vivido con su familia, Cádiz, solía desayunar pan con aceite de oliva. Y como el roce tiene esas cosas, me había pegado la afición. La verdad es que era un detalle por parte de los dueños del hostal, para lo que valía dormir allí. Nunca habría ocurrido en un hotel medio-bajo de una cadena, la otra clase de alojamiento que conocíamos. Ya se sabe que la prodigalidad no es una característica típica de las sociedades mercantiles.

– Acabo de hablar con el capitán. Dice que no cogías el móvil.

– Me estaba duchando, para no hacerte el día más duro de lo imprescindible -me justifiqué-. Luego he visto la llamada perdida, pero no ha dejado recado y tiene el número protegido. Como comprenderás, no voy a llamar a todos los que me llaman que lo tienen así…

– Bueno, eso se lo explicas a él, yo en tu intimidad no me meto. El asunto es que esta noche han estado currando como locos, que han empezado a cruzar huellas y que nada. Las hay de Neus, de Meritxell, del escritor, aunque más desdibujadas que las otras, y de la mujer que les hace la limpieza. Luego hay al menos de otras dos personas, pero no identificadas ni registradas en las bases de datos.

La escuché mientras enviaba a mi estómago el primer sorbo de café. Estaba tan caliente y rico, que apenas me importó el cariz más bien desalentador de la información que me estaba dando.

– Una pregunta estúpida -dije, aún sumido en aquella ensoñación que me producía el aroma del café-. ¿Tú crees que existe alguna posibilidad de que Meritxell haya convertido a su jefa en un acerico?

Vi cómo el ceño de Chamorro se arrugaba, reprobador.

– Posible es casi todo, en la vida -concedió, sin embargo-. Y supongo que eso que dices es tan posible como que la propia Meritxell meta las dos manos en el cubo de la basura de un cocedero de mariscos.

– Lo mismo pensaba yo -asentí, mientras reflexionaba sobre la malicia que con los años hubiera podido contagiarle, y sobre lo que ella me habría contagiado a mí, aparte de las tostadas con aceite.

– No sé si tu fe en el nunca se sabe llega a tanto, pero de momento yo no perdería ni un segundo imaginándola culpable.

– No, sólo era un divertimento al calor del café, y de esas estimulantes noticias que me acabas de transmitir.

– Tengo alguna más -advirtió, como quien amenazara.

– Pues dale, que hoy encajo bien.

– Se han trabajado a fondo el coche de Neus, como les dijimos. Ya sabes, hipótesis provisional, Neus se trajo a alguien a pasar un buen rato. Si es por lo que han sacado del coche, ya podemos irnos buscando otra. Ni una sola huella dactilar que no fuera de la propietaria.

– Tal vez él viniera en otro coche. O pudo ponerse guantes.

– ¿Tú te irías a la cama con alguien que lleva guantes en mayo?

– Bueno, depende. Si está buena y está a tiro…

Mi compañera me hizo comprender con su mirada que ella no.

– Es broma -dije-. Ya sólo voy a la cama con mi Dumbo de peluche.

– Y serás capaz de hacerlo y todo -apostó-. En fin, para rematarte el cuadro, también han conseguido cabellos en abundancia. Los del coche, todos teñidos con el rubio exclusivo que usaba Neus. En la cama y la habitación algunos otros más cortos y aparentemente morenos.

Interrumpí el mordisco que le estaba dando a mi tostada.

– Caramba, Chamorro, eso es algo, y no poco. De un golpe acabamos de descartar a unas cuantas minorías de españoles: pelirrojos, castaños y rubios. Y a una pila de forasteros, eslavos, nórdicos y demás.

– Sí, sólo deben quedarnos unos quince millones de sospechosos. Catorce millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve si te restamos a ti, que nunca te habrías ligado a Neus.

– Gracias. Pero a lo mejor me aproveché de que estaba drogada.

– A lo mejor.

– Está bien. Llamaré al capitán, para que no siga creyendo que se me han pegado las sábanas. ¿Qué hora tienes?

– Las ocho y media.

– Magnífico, aún todo el día por delante -constaté, mientras le tiraba las llaves del coche-. Vamos, hoy conduces tú, por lista.

El capitán Navarro no había dormido tan bien como yo. Al menos su voz sonaba bastante pastosa, y había perdido parte de la chispa que solía tener su conversación. Después de decirle que Chamorro ya me había puesto al corriente de sus avances, le propuse encontrarnos en la casa para hacer intercambio de ideas y profundizar un poco más. Me respondió con algo que casi llegó a sonarme como un exabrupto:

– En la casa estoy, Vila, esperando a vuecencia.

– Danos cinco minutos, mi capitán -respondí.