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– Me gusta el vapor. Es como si fuera humo, pero de agua. Cuando era chica me encantaba hacer dibujitos en los azulejos empañados. ¿Tú, nunca…?

Daniel está perdido en su diario y, como de costumbre, no ha escuchado nada. Ya se ha habituado tanto a la voz de su mujer, que oye las palabras pero no las procesa y ella inmediatamente se arrepiente de hablar demasiado.

– Ah, mira qué máquina. Tiene llantas de aleación, bloqueo central, dirección hidráulica, aire, y,… ah, sí, spoiler trasero.

– ¿Qué?

– Y no está tan caro que digamos. Si vendemos el nuestro, ¿cuánto sacaríamos?

– ¡Con todas las deudas que tenemos! ¿Te parece que estamos para más gastos? Ayer llegó el seguro y el lunes vence la segunda cuota de la computadora. Y están las tarjetas, y los gastos comunes, y Otilia que limpia como la misma mona, pero me saca del apuro y…

– Ya me amargaste el día, y no alcancé a tomar ni dos mates. Me pego una ducha y salgo.

Le da un beso en la frente y pone esa expresión de tipo agobiado que sabe que a ella le hace crecer una culpa instantánea.

– ¿Me alcanzás una toalla? ¡Ah! Y ya que estás, los calzoncillos.

Elena le tiene el ajuar pronto sobre la cama. Desde el primer día lo hizo y, aunque él nunca le dio las gracias, ella sabe que en el balance general este pequeño gesto cuenta en su haber de buena esposa. El sale del baño y deja atrás un reguero de talco en el piso y dentro del bidé. Se viste sin cuestionar el atuendo, seguro de que todo ya ha sido pensado; se mira en el espejo.

– ¿Qué tal?

– Estás precioso.

– ¿Precioso? No estaré hecho un payaso, ¿no?

– Para nada. ¿Y a qué se debe tanta pinta?

– ¿Cómo a qué? Me estás tomando el pelo, supongo.

– No tengo ni la menor idea de…

– Pero, Elena, no puede ser que no te acuerdes. Te lo comenté la semana pasada, lo de la multinacional, la cuenta nueva…

– Ah, sí, me había olvidado.

– Eso es porque no me escuchás cuando te hablo. Estás perdida en vaya a saber Dios qué disparates, y uno gasta saliva al santísimo botón. Después se quejan de que los hombres se aburren. ¡Por favor!

– No sé de qué te asustás, justamente tú que ni te enteras de mis cosas, que cuando te hablo mirás la tele y me respondés con ruidos incomprensibles. La verdad es que no creo que seas la persona más indicada para hacer reproches, Daniel.

– Problemas de comunicación, ¡qué le vamos a hacer!

– ¡¿Qué le vamos a hacer?! Lo decís con la misma angustia que te produciría un electrodoméstico roto.

– ¿Por qué no hablamos un poco de ti? ¿Creés que no estoy cansado de tus caras largas y esa tristeza que no se te saca con nada? ¿Estás aburrida? Dejá el trabajo, que no es necesario y te dedicás a algo que te dé más placer. ¿Qué te gusta? ¿Pintar? ¿Gimnasia? No sé, no sé qué te viene bien, Elena; francamente, me despistás. Cuando te conocí eras una persona diferente.

– ¡Es que soy una persona diferente! No quiero acostumbrarme a vivir así, Daniel.

– De verdad, no te soporto cuando te pones en víctima. Elena, estoy pasando por un momento buenísimo, no sé cuánto va a durar ni si se dará otra vez, tengo que aprovecharlo al máximo. La reunión de hoy puede significar un cambio grande para nosotros. Ya sé, ya sé que lo material no es todo, pero no voy a tirar por la borda tantos años de sacrificio. Me he hecho un nombre, y todo ha salido de acá, ¿lo ves?, de estas espaldas, nadie me ha regalado nada. Elena, te necesito a mi lado. Tengo que poner toda mi energía en este proyecto, no puedo distraerme con asuntos sin pies ni cabeza. Tú has sido fuerte y has superado crisis mucho más graves que ésta. Y yo te tengo fe, Elena.

Ella lo mira en silencio, lo ha estado escuchando y no ha podido impedir que se le humedecieran los ojos, pero contiene las lágrimas.

– Estás muy buen mozo, los vas a fascinar.

– ¿Te parece? Mientras los fascine la propuesta…

– Va a salir bien, no tengo dudas.

– ¿Te dejo dinero?

– No, hay algo. Daniel, antes de que te vayas quisiera hablarte de Luisito, me tiene preocupada. Volvió a las cinco de la madrugada y me parece que había tomado. Se metió en el baño a vomitar, después salió pálido y se acostó con ropa y todo. Hay que hablar con él, Daniel, tengo miedo de que ande metido en algo raro.

Daniel se acomoda el nudo de la corbata y finge una sonrisa forzada frente al espejo para controlar que sus dientes estén en orden.

– ¿Y por qué no le hablás? Si es tu mimado.

– Como si no lo hubiera intentado. Cuando ve que voy a hablarle, sube la música o se encierra en su cuarto. No creas que es fácil, además no sigas diciendo que es mi niño mimado, a Ana le dan celos…

– Como quieras, pero es tu mimado. Yo no le daría tanta importancia, son cosas de la edad. Además, una borrachera no es la muerte, por Dios, no exageres, hay que dejarlo que crezca. No pretenderás tenerlo toda la vida prendido de tus bombachas.

– No exageres tú.

– Es la pura verdad. El chico necesita un poco de aire, nada más.

– No quiero que sufra.

– Eso no se puede evitar. Además, te reprochará el no haberlo dejado crecer como los demás. Estás demasiado tensa, Ele. Te prometo que el sábado, si no tengo que reunirme con estos plomos, claro, nos vamos por ahí a tomar algo, al cine, donde quieras, ¿estamos? Y no limpies tanto, por favor, la casa está bien así. Debe ser eso que te tiene estresada.

– Seguramente, claro.

– Beso y me voy.

– Que tengas suerte.

– Gracias, voy a necesitarla toda. Hoy vuelvo tarde casi seguro. Ya sabés cómo son estos gringos, quieren que los lleves a cenar… Te llamo, ¿sí?

– Dale.

Se va, la toalla mojada sobre la cama, y cierra la puerta con un "¡Me vooooy!" que atraviesa la casa. Lo que para él es un saludo cálido, a ella le pega en alguna parte como una patada de burro.

* * *

Elena se pone el vaquero gastado y una remera gris. Estos minutos son instantes preciosos, sobre todo porque en la casa se oye sólo el silencio. A Elena siempre le ha gustado este sonido que le permite escuchar su ruido interior. Hoy, particularmente, hay mucho alboroto adentro. Quisiera tanto poder contarle a él de los mundos secretos que la habitan; abismos tan profundos que sondea hasta que la angustia se lo permite; laberintos de ideas y emociones; todo eso es ella.

Esdrújulo, el perro que encontraron en el jardín del edificio cuando apenas era un montoncito de miseria sobre cuatro patas flacas, que alimentaron y cuidaron "y después lo damos" pero que, finalmente, resultó ser tan buen escuchador de penas que ganó su derecho a hueso y casa, ya está rascando la puerta. Elena le coloca la correa y, como todos los días, siente pena por los dos. En la calle el perro la guía; ella sólo tira de la correa para cruzar cuando, más adelante, ve a un posible candidato a la guarangada. Ya los tiene bien conocidos. Si el hombre está solo, ella estudia rápidamente su acritud y decide, casi sin aflojar el paso, si continuar o cruzar. Si hay dos, entonces cruza siempre porque, en su estadística sin números, sabe que rara vez un hombre pierde la oportunidad de hacerse el macho frente a un igual. Si son varios, sigue por la misma vereda en caso de que con ellos haya una mujer, antídoto probable contra cualquier grosería que la enfurece hasta los límites de un feminismo extremo. Esa injusticia, ese tener que andar por la calle esquivando gente, cruzando de acá para allá, caminando cuadras de más, calibrando el largo de la falda o la altura de los tacos, eso también le da ganas de haber nacido varón. Pero solamente sucede muy de vez en cuando; el resto del tiempo está cómoda en su cuerpo pequeño. Esdrújulo ha escogido un muro para despacharse a gusto y Elena, que siempre se ha sentido ridícula mientras espera que el perro termine con lo suyo, se fija en el horizonte tachonado de nubes de plomo.