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"Hoy llueve", piensa.

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Ya sabés que siempre me ha sido más fácil explicarme por escrito. Lo lamento.

Ya sabés que siempre me ha sido más fácil expresarme por escrito. Lo lamento, no me he comunicado mucho en estos últimos tiempos. Asumo mi parte de responsabilidad cuando me pregunto cómo pudo abrirse esta brecha que no nos deja encontrarnos. Voy a evocar buenos momentos vividos contigo, para que esta carta no sea escrita desde el rencor. No sería justo.

Lo primero, agradecerte por haberme elegido. Lo segundo, detestarte por haberlo hecho. Entre estas aguas va mi cariño, tan ambiguo como esos excesivos cuidados de madre que te doy, seguidos por alguna pequeña maldad, como esconderte la radio cuando va a empezar el partido, por ejemplo. ¡Qué inmadura! A veces, me siento una niña a tu lado. Cuando nos conocimos, estaba deshecha en mil partículas, que fuiste uniendo con paciencia y un amor tan total que me pareció una estupidez dejarte ir. Entonces se produjo el milagro. Tu amor me dio seguridad. Por eso me quedé en ti; por miedo a la intemperie.

Yo venía del infierno de Juan y me sentía como un gran rompecabezas con una pieza perdida para siempre. Te conté brevemente mi historia y tú me seguiste con los ojos más que con los oídos. Me diste la mano cuando la corriente me arrastraba lejos y tiraste con fuerza, aun peleando contra mí. Me hiciste de nuevo, Daniel, y por eso voy a estar eternamente en deuda contigo. Siempre supe que lo mío no se parecía al amor. Lo siento. Me limité a quererte como a un amigo y a devolverte en servicio lo que tú dabas en amor; tal era mi manera de decirte gracias. Pero ahora veo que fue sólo una limosna ingrata.

Durante mucho tiempo viví según tus necesidades, anulando mis gustos para satisfacerte, para no complicar con tonterías. De pronto, me di cuenta de que estas pequeñas cosas hacen la vida, y me asusté, verdaderamente me asusté porque, de tanto fundirme en tu molde, había olvidado quién era. Luego, fuiste soltando de a poco la piola que te mantenía unido a nuestro hogar, como si ya no te importara. Me dejaste el privilegio de tomar todas las decisiones y yo, que estrenaba libertad y me sentía omnipotente en mis dominios, poco a poco fui despreciando tu opinión hasta prescindir de ella. Nos olvidamos del trabajo en equipo y delimitamos, con una frontera nunca hablada pero precisa, las áreas de mando. Así nos fuimos separando, cada uno con fantasías nuevas pero ya no compartidas. Eso nos pasó, Daniel, y ahora estamos tan lejos…

Extraño tu pasión, tus detalles. Para conquistarme, escribiste las palabras más bellas y las encerraste en unas cartas que quemaban desde el sobre; luego, fueron meses de dulzura, tú sin poder todavía creer que me tenías, yo disfrutando por primera vez de un amor integral. Los tiempos que vinieron fueron poblándose de sombras rutinarias y poco a poco nos envolvieron. Como dimos por hecho que el otro estaba, ya no hicimos el esfuerzo por buscarnos. Jugamos al papá y a la mamá perfectos para poder decir sin culpa que no nos quedaba tiempo para nosotros. ¡Mentira! Tan falso como mi dolor de cabeza y tu cansancio repentino cada vez que nos metíamos en la cama. Apuesto a que tampoco recordás cuándo hicimos el amor por última vez, íntegramente digo, porque cada tanto tenemos encuentros fugaces, pero es sexo puro, no vale para el espíritu. Siempre me resultó curiosa la expresión "hacer el amor", como si algo tan sutil, tan intangible y, a la vez, conmovedor, pudiera hacerse como una torta de chocolate. En todo caso, el amor hace todo lo demás, ¿no te parece? Sea como sea, añoro más una tarde de ternura que una noche de pasión. Si pudiera odiarte, ¡qué fácil sería!

Quiero que las cosas cambien, Daniel. No seguiré desperdiciando tu vida y la mía, jugando a ser los esposos correctos. Quiero quererte como siempre has merecido y quiero que vuelvas a enamorarte de mí. No aceptaré menos que eso. Lamento haberme dado cuenta ahora, cuando estás agotado de dar tanto y recibir tan poco. No puedo sola en este esfuerzo, es necesario que lo hagamos juntos, con igual intensidad y mucha paciencia. ¿A quién más le importamos, Daniel?

Estaré atenta a cualquier señal. Mi invitación es para un viaje sólo de ida. Yo voy a tomar ese tren y deseo con todo mi corazón que vengas conmigo.

Elena

La lucecita la llama desde el contestador como una estrella titilante. Elena adora mirar las estrellas, pero detesta esa bendita máquina infernal que se entera de sus asuntos antes que ella. "Sí, señora, hoy no voy a poder ir porque…" Elena se encoge de hombros y piensa que ésta es la última vez que la mujer la deja plantada con la casa por acomodar. Entonces, oye unas palabras: "…doctor quisiera verla lo antes posible, si fuera tan amable de llamar para combinar hora. Gracias". Elena no es mujer de adelantarse a los hechos, pero esta vez la asalta un miedo punzante, casi primitivo. Busca los cigarrillos. Como de costumbre, no hay. Enciende uno a medio fumar, que ha quedado en el cenicero. Es de los de Daniel, fuerte y sin filtro, parece un habano. Hace tiempo que a Elena le repugna este olor metido hasta en las sábanas; pero él no se ha dado por enterado. Menos besos, eso es todo. Esta vez, le sabe a miel, o a tilos. Busca el número en la agenda y llama. "Consultorio, habla Trinidad, ¿en qué puedo ayudarla?", responde una telefonista y Elena saluda, aunque no está segura de que la haya atendido una persona, parece más bien un contestador automático.

– Ah, sí, el doctor quiere verla. Si pudiera ser hoy…

– ¡¿Hoy?! Pero, estuve hace unos días.

– Déjeme ver… a las siete, ¿le queda bien?

– Sí, pero dígame, ¿no sabe por qué quiere verme?

– No, señora, yo me limito a llamar cuando el doctor me lo pide.

– Claro, pero quizá le comentó algo.

– No, señora, solamente me dijo que viniera. La esperamos a las siete.

Hace un tiempo, Elena fue a hacer su control anual de rutina. Cada año, cuando llega el día de la cita médica, piensa en mil excusas para escapar pero, al final, más culpa que responsabilidad termina empujándola hasta el consultorio. Siempre le ha resultado indigno tener que someterse a esas maniobras, en una posición tan incómoda. Sin embargo, cuando escucha el temible "sáquese la bombacha y súbase a la camilla", respira entregada y concentra sus pensamientos en cosas bellas, ajenas a ese lugar. Todo es tan breve, tan inocuo, tan científico que, a los pocos segundos, se siente orgullosa de sí misma por haber cumplido estoicamente con su deber.

Ha visto consumirse a una mujer por cáncer de mama. No era su amiga, ni siquiera conocía su nombre. Era la señora del quiosco, la que le vendía los cigarrillos, y a la que vio encoger dentro del propio cuerpo, hasta que un día la notó más gris que de costumbre y al otro ya no volvió. Una semana después, cuando el esposo reabrió el quiosquito, Elena supo qué clase de bestia había devorado a la mujer, y ella se prometió que sus exámenes espaciados cada cuatro o cinco años iban a ser estrictamente anuales. El médico le había indicado una mamografía "de rutina, no se preocupe", y Elena le ha llevado el informe dos días atrás.

Siente que una ola se le viene encrespando desde lo más profundo y da la última pitada larga, casi un suspiro. "¿Qué tendré? ¿Por qué me hace ir de vuelta? ¡Qué locura! Si me siento bien, algo cansada, pero estoy bien… Tranquila, no te desesperes que ya hay bastante con lo de todos los días."

El reloj de madera falsa acaba de cantar las ocho. Es una pieza bella, mentirosa pero bella, que alguien les regaló el día del casamiento. Como tantos otros obsequios, vino pegado a una tarjetita de felicitaciones con una firma ilegible. El reloj, sin embargo, fue uno de los regalos preferidos por Elena, encaramado sobre el modular de roble, entre un florero de murano y una pastorcita de Lladró que Daniel trajo un día de aniversario. Cuando queda sola, le habla con cariño y lo toca, como si a esta caricia cargada de energía obedeciera el girar de las agujas. Le pasa la mano y apoya el mentón en el palo de la escoba. "Hoy no quisiera oírte. A veces, me siento flotar, me pierdo en divagues pensando en lo que fue y por qué fue, y en lo que hubiese querido, y en lo que quise y no he podido, y me vuelo, me vuelo hasta que me traes de regreso al planeta. Y caigo en la cuenta de que voy pasando, transcurriendo tontamente, perdiéndome el regalo de estar viva. ¿Por qué no puedo aceptar lo que venga? ¿Por qué necesito controlar todo? ¿Por qué me angustia tanto el no saber, el no poder planificar? Porque tal vez, en mi obsesión por tenerlo todo ordenadito, cada caja en su cajón y cada minuto en su hora, lo que yo intente sea controlar mi propia muerte y colocarla muy lejos, en un baúl con mil candados, y tirar las llaves más lejos para que no llegue nunca. O para que llegue, si no puedo detenerlo, pero que se atrase hasta que pueda encontrarme y saber quién soy y qué quiero y cómo no irme sin…"