– Seguro que no es nada. No le des bolilla, debe ser para vértelas de nuevo -sin mirarla, se mete en el baño y cierra la puerta y Elena se queda con muchas palabras amontonadas en la garganta que hubiera querido decir, y muchas más ausentes en el alma que hubiera querido escuchar, pero unas y otras lastiman. Respira hondo y marcha hacia la cocina, donde está Esdrújulo, que no habla, pero al menos escucha.
Cuando niña, la cocina era el lugar preferido de la casa; ahí estaba más cerca de su madre. Piensa en ella, ahora que hace tanto que no la ve, y, la primera imagen es la de una mujer de espaldas, con el vientre apoyado contra la mesada de mármol, sacudiéndose levemente, como si tiritara de a ratos. Elena no puede distinguir si esta mujer está cortando algo sobre la tabla, o si llora, o, tal vez, ambas cosas.
"Es curioso", piensa, "hace mucho que no cenamos los cuatro juntos". Cada uno come lo suyo a su hora; por eso han optado por la comida congelada que calientan en el microondas cuando quieren y pueden. Elena le ha perdido el gusto a la cocina, por la indiferencia de los otros frente al trabajo ingrato de elaborar y limpiar y luego ver cómo desaparece el producto de horas de labor sin un "gracias" ni un "qué bueno". En la heladera hay, sostenida por un imán, una pequeña libreta donde cada uno anota lo que quiere para la semana; y los martes ella va al supermercado para comprar las bandejitas elegidas y muy pocos ingredientes más. Cada día le traen la leche y el pan que casi siempre queda olvidado en el horno y luego va a la basura. Sabe que así gasta más, pero no cree que valga la pena el sacrificio de cocinar para nadie. Hasta Esdrújulo vive de unas pelotitas resecas que le han impuesto sin cuestionar su gusto, y que come a sabiendas de que la opción es pasar hambre.
Se calza los guantes de goma y enciende la radio pequeña que hace años está fosilizada en el mismo punto del dial. Mientras va ordenando cada cosa en su sitio y vuelve a pasar una esponja húmeda sobre la mesada, piensa que la casa está cada vez más limpia, como si la habitaran menos. Cuando Ana y Luis eran pequeños, siempre había dedos en las paredes y manchas de tinta en lugares inverosímiles; pero ahora que todos son casi visita en la casa, apenas dejan huella. "Será que se están yendo", piensa y no puede impedir que le venga a la memoria un tiempo más ruidoso y vital en el que ella andaba como loca con termómetros y antibióticos corriendo de cuarto en cuarto.
Acaba de recordar la primera caída de Ana. Tenía cuatro meses y ella le estaba cambiando los pañales sobre la cama grande que era demasiado baja y le dejaba la columna dolorida. Daniel miraba en la tele Charada, una película que ella había visto tiempo antes y que hubiera deseado volver a disfrutar junto a él pero, los deberes de madre, a veces, tomaban más tiempo que la tanda comercial. Mientras terminaba de arropar a Ana, vio aquel Bateau Mouche deslizarse como un cisne por el Sena, iluminada su cubierta por pequeños farolitos, y a Cary Grant enamorando suavemente a la divina Audrey, y toda la escena fluía con tanta magia como la mágica noche del mágico París.
Cuando Elena oyó el llanto, ya era tarde; Ana estaba sobre el piso de granito chillando como un marrano herido. Al diablo la charada, el Grant y la Hepburn, y maldita ella que, por su imbécil romanticismo, había dejado caer a su hija. La envolvió en una manta y allá volaron los tres a la puerta de emergencias. Durante el trayecto eterno, Elena, sentada en el asiento trasero, soplaba sobre la carita asustada de Ana y le pedía que no se durmiera, mientras le soltaba unos lagrimones llenos de culpa. Al llegar, apenas esperó que el coche se detuviera. Se lanzó con su hija en brazos y entró gritando a la sala donde una mujer de blanco la detuvo en seco y le pidió el último recibo. "¡Por favor, se cayó!" La mujer abrió la manta y no hizo el menor gesto. "¿Trajo carné de socio, documento?" "No tengo nada, salí como loca. ¡Por favor, que la vea un médico!" La mujer le hizo un ademán casi imperceptible para que la siguiera y la condujo a través de un largo corredor hasta una salita con una camilla y dos cuadros con motivos infantiles. "Espere aquí. Ya viene la doctora." Los segundos siguientes parecieron horas. Las fantasías de Elena iban leudando y todas ellas eran historias negras que culminaban con "eso" en lo que no quería ni pensar pero que tampoco podía apartar de la mente. "Y todo por mi culpa. No tengo perdón."
Mientras esto sucedía, Ana apenas resistía el sueño y Elena se desesperaba intentando abrirle los ojos hasta que el cansancio pudo más. Entonces, no aguantó, salió de la habitación con Ana en brazos y comenzó a deambular por el corredor llorando a gritos que su hija se le moría. La doctora le cortó el paso, le pidió que se calmara y volvieron a la habitación. "La cama, ¿es muy alta? ¿Es piso duro? ¿Vomitó?" Elena le iba contestando como podía, ahogando el llanto con monosílabos, convirtiéndose ella en otra niña tan desamparada, tan inútil. Cuando la revisión terminó, Ana se había despertado con el zarandeo. "Vamos a dejarla unas horas en observación, pero impresiona bien. No parece tener lesiones." Con esto salió, y al cabo de unos instantes, entró la enfermera. Traía una bata blanca colgando de uno de los brazos. "Ya mandé a su esposo a buscar el recibo. Tome, póngase esto." Al principio, Elena creyó que era para Ana, pero entonces vio la expresión burlona pintada en la cara de la otra y cayó en la cuenta de que, en el apuro, había olvidado ponerse los pantalones: llevaba un saco de punto, las pantuflas bigotudas y una camisa fina que le tapaba apenas la ropa interior.
Elena sonríe con ternura al evocar mientras una canción venida del más allá comienza a sonar y se va expandiendo por la cocina como antes lo hacía el perfume de la albahaca: "Start spreading the news, I’m leaving today, I want to be apart of it, New York, New York… if I can make it there, I can make it anywhere…". La voz es envolvente, la melodía bella y ambas tienen la virtud de fundirse en un sonido balsámico, un lugar perfecto donde fermentar las penas. A Elena se le escapa la lágrima que ha venido aguantando desde el desayuno. Por fin se siente acompañada; al menos habrá personas que, como ella, estarán emocionándose en ese instante al escuchar la canción.
Luis entra en la cocina, parece un animal hambriento; de hecho, es comida lo que busca. Levanta repasadores, abre la heladera y luego el horno con una ansiedad de drogadicto.
– ¿Y los bizcochos?
– En la panera. ¿Te gusta Sinatra?
– ¿Quién?
– Frank Sinatra.
Luis levanta los hombros, hace un gesto de no entender y se mete un pan con grasa entero en la boca que apenas puede cerrar mientras intenta masticar la presa demasiado grande. Nota que su madre lo mira con cara de no querer creer y, sin dejar de rumiar el bizcocho que ahora le asoma entre los dientes como una masa inmunda, le dice: "¿Y yo qué corno sé quién es ése?".
Elena le da la espalda para no sentir asco de su hijo; sin mirarlo, le murmura: "Es… el rey de Italia".
Queridos hijos:
¿Por qué los siento tan lejos? ¿Me habré vuelto extranjera en su tierra? Yo creí poder hacer mi vida de nuevo aprendiendo a recorrerme reflejada en sus espejos. ¿Por qué nos hemos perdido? ¿En qué segundo fatal se cortó el cordón que nos ligaba con lazos que yo pensaba más fuertes que la vida misma? Recuerdo mis días de hija y me veo tan sola, tan triste, inventando mundos luminosos hacia donde escapar y planeando vidas con revanchas y sueños cumplidos. ¿Qué fue de todo eso? ¿Dónde están mis proyectos, mis ilusiones? Ojalá los amara menos; entonces, simplemente me alejaría y los dejaría ser, pero no puedo.
Ana: Mi historia es antes y después de ti; así es aunque te pese. No culpo a nadie de mis tristezas, son mías y de ellas me hago cargo; menos te culpo a ti por ser mi mayor alegría. Todo eso significaste y por eso mi dolor hoy, porque debo aceptar que me equivoqué contigo. Sucede, hija, que cometí el inmenso error de querer rehacer mis días en los tuyos. ¿Podrás perdonarme? Te exigí que cumplieras el rol que yo había estado creando durante los últimos veinte años. Construí una coraza donde nada me lastimaba y ahí te fui modelando, para que fueras la princesa del cuento, tan distinta a mí. Cuando supe que te esperaba, comencé a imaginar una vida perfecta y no pensé que pudieras querer elegir porque yo ya te había preparado el mejor mundo. En eso se fue mi maternidad, en las mejores intenciones; pero, recién ahora veo que, queriendo alejar los fantasmas de mis frustraciones, no hice más que repetir la historia. Te di lo que yo quería y no lo que necesitabas.