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Cuando pequeñita, solías amarme por sobre todos y yo me ufanaba de aquella dependencia espiritual que me aseguraba tu cariño, creía yo, para siempre. Bastaba que me vieras algo decepcionada para que te deshicieras en besos y cumplidos. Ahora veo que te esforzabas para satisfacerme y me aterra pensar que fingías un estado de perpetuo bienestar sólo por miedo a perderme. ¡Qué mareada estaba buscando mi propia felicidad para sacrificar la tuya! Entiendo por qué cuando fuiste creciendo, tu amor abnegado, que no era más que terror a quedarte sin mí, fue transformándose en algo parecido al resentimiento y comenzaste a alejarte hacia un lugar donde pudieras ser tú. Así fue como, buscándome en tu vida, te perdí. Llegué a creer que hasta tu felicidad era responsabilidad exclusivamente mía, como si estuviera inventándote según el antojo de mis frustraciones. Te arrastré conmigo en una locura obsesiva y, en mi necia determinación por evitarte cualquier sufrimiento, te ahogué.

La adolescencia te envolvió tan pronto que me descubrió sin madurar. Recién había empezado a habituarme a ti, estaba intentando descifrar tus rebeldías, entender tus rápidos cambios de humor y, sobre todo, eludir tus ataques cada vez más frecuentes. Creí que cuando te llegara la edad de las dudas vendrías naturalmente a mí. Una vez más, me equivoqué. Aquel afecto disfrazado en tus intentos por complacerme se había transformado en un rechazo doloroso para las dos. Ahí te perdí. Ya no supe de qué iba tu vida ni tus emociones, me planté cobardemente frente a tu puerta cerrada y no pude buscar otra entrada. Ahora, somos dos mujeres tristes que no saben comunicarse. ¿ Te diste cuenta de que ya no tenemos de qué hablar, que evitamos quedarnos a solas y que, cuando se nos impone esa incómoda intimidad, apenas rozamos temas poco importantes y, aun así terminamos lastimándonos?

Ana querida, no sé si me darás la oportunidad que yo no di a mi madre pero, si quisieras volver al principio de nuestra historia, aquí me encontrarás dispuesta. Hasta entonces, quiero que sepas que no me alcanzará la vida para amarte y que, aun en el error imperdonable, lo que siempre he deseado es verte feliz. Te adoro y te espero.

* * *

Luis, loquito mío: Apenas puedo imaginarte leyendo esta carta que intentaré hacerte breve para que no cedas a tu primer impulso de mandarme a pasear y la arrojes a la basura. Creo que no encontraré fuerzas para volver a entrar en tu cuarto. Quisiera saber si tu alma está tan desordenada como tu dormitorio; eso sí me preocupa, pero con respecto a tu desprolijidad exterior, me rindo. Ya desde pequeñito eras imposible en este asunto de encasillar las cosas.

Cuántos encontronazos y cuántos desencuentros, Luis y, sin embargo, nunca he logrado ser severa contigo. No puedo ocultarlo, sos mi debilidad, mi adorado tormento. Hago un esfuerzo por recordar un año, tan sólo uno en el que no hayamos sido citados por alguno de los maestros; y vienen a mi memoria las travesuras más fabulosas, que ahora me provocan una sonrisa pero que en su momento fueron la causa de un sostenido dolor de cabeza. Y, sin embargo, todo lo hacías con tanta gracia, con tal encanto que era dificilísimo reprenderte y mantener el enojo. ¡Zalamero!

Todavía conservo tus muestras de arrepentimiento, una por cada diablura. Está aquel palote de amasar diminuto, decorado con tempera verde y sebo derretido; ése me lo diste después del episodio con la peluca de la maestra. No supe cómo mirar a la pobre mujer que me esperaba con tal enojo que no había atinado a devolver la peluca a su sitio, y lucía cuatro pelos locos arreglados con más sacrificio que éxito. Te sostenía del saco con una mano, mientras con la otra ordenaba su inexistente peinado y vociferaba amenazas.

Creo que nunca te pusimos límites precisos. Si papá prohibía, tú venías a mí y, zorro, conseguías mi permiso sin mencionar la negativa anterior. Esta falta de criterio común fue causa de varias discusiones, y tú manipulabas hábilmente su disciplina férrea y mi indulgencia, propia de una madre vencida por un hijo adorable. Bien sabías cómo mover los hilos para enfrentarnos y aprovecharte de la confusión. ¡Sinvergüenza! Ya mismo te zarandearía si no fuera porque nunca te puse la mano encima y sería estúpido empezar ahora, que me llevas una cabeza de ventaja. Casi no puedo creer que la barba que encuentro en la pileta sea tuya, y me cuesta responder a esa voz grave que sigue gritando "mamáaaaa''' con la misma urgencia de hace quince años. Es como si un hombre te habitara el cuerpo, pero tu corazón sigue siendo niño, tan desvalido que te duele el orgullo reconocer cuánto y cómo me necesitas.

Quisiera poder estar junto a ti en estos momentos de incertidumbre. Si sabré lo difícil que es crecer a solas. Sucede, Luis, que me resulta algo complicado poder ayudarte, sobre todo en lo que se refiere a tu vida sexual. Ni siquiera sé si te provoca vergüenza que te hable de estas cosas. Cuando yo tenía tus años, el gran monstruo del sexo era el embarazo. Nosotros tampoco hablábamos con nuestros padres; eso era algo sucio, un misterio que debía develamos la digna institución del matrimonio. Las más zafadas, entonces, se informaban como podían, mal, generalmente, y terminaban vomitadas por un sistema hipócrita que alentaba las proezas varoniles precoces y castigaba con la deshonra a cualquier mujer soltera que se dejara robar el preciado tesoro de su virginidad. ¡Basura! Todo era un vulgar teatro. ¿Sabes cómo culminaban estas historias? Con abortos, con bebés dados en adopción, con hijas echadas a la calle, con matrimonios repudiados desde el "sí" obligado que condenaba a una existencia gris y a un divorcio seguro. Por supuesto que no todas las historias eran tan tristes, pero la hipocresía era, y en cierto modo es, una constante social. Vas a decirme que ahora hay menos prejuicios, que se habla más, que hay más información. Es cierto, pero también es cierto que muy poco de esa información parte de la familia. ¿Cómo habría de ser así si cada vez nos vemos menos? Por eso tengo miedo por ti, porque no sé en qué andás. Ahora la cuestión no se trata solamente de un bebé no deseado, ahora se les va la vida, ¿entendés? No voy a insultar tu inteligencia preguntándote si sabes de qué va el sida; asumo que habrás leído y escuchado bastante más que yo. Sólo quisiera tener la certeza de que tu desorden general no alcanza esta parte de tu vida.

Cuando te veo salir con tus amigos, tiemblo al pensar en qué líos te meterás, si correrás como loco en autos prestados, si tendrás la fuerza para rechazar un cigarrillo sospechoso, en fin, los fines de semana son para mí un momento de angustia. Hasta que no oigo el golpe de la puerta no puedo dormir. Son noches completas en la más absoluta soledad, fantaseando con mil tragedias. Si logro cerrar los ojos, te veo chiquito, colgándote de mi falda, con los mocos afuera y la boca llena de dulce. También recuerdo cuando iba a verlos a ti y a Ana mientras dormían; los tocaba, acercaba mi oído para comprobar si respiraban, les tomaba la temperatura con un beso, y esto lo hacía obsesivamente varias veces durante la madrugada. Entonces, mi vigilia no era angustiosa sino serena, porque los tenía al alcance de mi mano y podía evitarles casi cualquier sufrimiento. Ahora se me han puesto lejos, donde ni siquiera puedo tocarlos.

Voy a dejar de escribir porque, si llegaste hasta aquí y logré despertar en ti alguna emoción, no quisiera estropearla con más palabrerío. Aprovecho para pedirte que ajustes un poco más las clavijas del estudio. Ya es hora de que vayas pensando qué vas a hacer de tu vida, Luis. Como sea, nunca dudes de que estaré a tu lado para lo que necesites y cada tanto decime que me querés.