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La confusión y los empujones de la gente que descendía en la parada de Union Station desalojaron esa pesada idea de su mente; se concentró por completo en la tarea de aferrarse del agarradero. Aún aturdido, temía que de perder el equilibrio y de tener que someterse completamente a la fuerza (c), pudiera llegar a descomponerse.

El tren reinició su marcha con un sonido compuesto en forma pareja por profundos rugidos y penetrantes chillidos.

Todo el sistema de trenes subterráneos tenía quince años de antigüedad, pero había sido construido tarde y con gran apuro, con materiales inferiores, durante y no antes de la crisis del automóvil privado. De hecho, los vagones habían sido construidos en Detroit; duraban como esa ciudad y sonaban como ella. Hombre de ciudad y pasajero de subterráneo, Orr ni siquiera oía el infernal ruido. Las terminaciones de sus nervios aurales estaban considerablemente insensibilizadas, aunque sólo tenía treinta años, y en todo caso el ruido no era más que la música de fondo habitual de la pesadilla. Había vuelto a pensar, una vez que se hubo asegurado el uso del agarradero.

Desde que se interesaba en el asunto, por fuerza, siempre le había sorprendido el hecho de que la mente no recordara la mayoría de los sueños. El pensamiento inconsciente, sea en la infancia o en un sueño, no está al alcance del recuerdo consciente. ¿Pero estaba inconsciente durante la hipnosis? En absoluto: bien despierto, hasta que se le ordenaba dormir. ¿Por qué no podía recordar, entonces? Esto le preocupaba; quería saber qué estaba haciendo Haber. El primer sueño de esta tarde, por ejemplo: ¿Le había dicho el médico que soñara nuevamente con el caballo? Y él mismo había agregado la bosta, que fue algo molesto, o bien, si el médico había especificado la bosta, eso era molesto de un modo diferente. Tal vez Haber tuvo la suerte de no terminar con una gran pila marrón y humeante de bosta sobre la alfombra del consultorio. O tal vez, en cierto sentido, sí: el cuadro de la montaña.

Orr se mantuvo erguido como si lo hubieran asegurado al piso cuando el tren llegó a la estación de Alder Street. La montaña, pensó, mientras sesenta y ocho personas luchaban con piernas y codos, junto a él, para llegar a las puertas del tren. La montaña. Él me dijo que repusiera la montaña en mi sueño. Pero entonces él sabía que la montaña había estado ahí antes del caballo. Lo sabía. Él había visto el primer sueño mientras cambiaba la realidad. Vio el cambio. Me cree. ¡No estoy loco!

Tan grande era la alegría que sentía Orr que de las cuarenta y dos personas que habían entrado con gran esfuerzo en el tren mientras él pensaba esas cosas, las siete u ocho que estaban más cerca de Orr sintieron una ligera pero definida sensación de benevolencia o alivio. La mujer que no había conseguido arrebatarle el agarradero a Orr sintió un gran alivio del agudo dolor en el pie; el hombre que se aplastaba contra él, a la izquierda, pensó de pronto en la luz del Sol; el anciano sentado frente a él olvidó, por un momento, que tenía hambre.

Orr no era un hombre de razonamientos rápidos. En realidad, no solía razonar. Llegaba a las ideas lentamente, nunca patinando sobre el hielo sólido y claro de la lógica ni deslizándose en las corrientes de la imaginación sino afanándose, esforzándose sobre el pesado suelo de la existencia. No veía las relaciones, que según se dice es la característica del intelecto. Sentía las relaciones, como un plomero. No era, en realidad, un hombre estúpido, pero hacía de su cerebro un uso inferior a la mitad de sus posibilidades. Sólo cuando descendió del subterráneo en Ross Island Bridge West y hubo caminado cuesta arriba varias cuadras, y subió en el ascensor dieciocho pisos hasta su departamento de un ambiento de 2.50 x 3.30 m en el edificio de veinte pisos de hormigón liviano y acero del Condominio Corbett, y puso un trozo de pan de poroto de soja en el horno infrarrojo y sacó una botella, de cerveza del refrigerador y estuvo un rato parado frente a la ventana —pagaba doble por la habitación exterior—, mirando las colinas occidentales de Portland, pobladas de enormes torres centelleantes, llenas de luces y de vida, pensó por fin. “¿Por qué el doctor Haber no me dijo que sabe que mis sueños son efectivos?”

Caviló durante un rato. Se afanaba en torno del asunto, trataba de manejarlo, pero lo hallaba muy pesado.

Pensó: Haber sabe, ahora, que el mural ha cambiado dos veces. ¿Por qué no dijo nada? Él debe saber que tengo miedo de estar loco. Dice que me está, ayudando. Me hubiera ayudado mucho si me decía, que ve lo que yo veo, si me decía que no era sólo una fantasía.

Él sabe ahora, pensó Orr después de un largo trago de cerveza, que ha dejado de llover. Pero no fue a ver cuando le dije que la lluvia había cesado. Tal vez tuviera miedo; eso es lo más probable. Está preocupado por todo este asunto y prefiere entenderlo mejor antes de decirme lo que piensa. Bueno, no puedo culparlo; lo extraño sería que no estuviera preocupado.

Pero me pregunto, una vez que se acostumbre a la idea, qué es lo que hará… Me pregunto cómo detendrá mis sueños, como evitará que yo cambie las cosas. Debo detenerme; esto es demasiado, demasiado…

Sacudió la cabeza y dio la espalda a las colinas brillantes, llenas de vida.

4

Nada perdura, nada es preciso y seguro (salvo la mente de un pedante), la perfección es el mero desprecio de esa ineluctable inexactitud marginal que es la misteriosa calidad interior del Ser.

H. G. Wells, Una utopía moderna

La oficina legal de Forman, Esserbeck, Goodhue y Rutti estaba ubicada en una estructura construida en 1973 para el estacionamiento de automóviles, ahora convertida en edificio de oficinas y viviendas. Muchos de los edificios más antiguos del centro de Portland tenían esa prosapia. En una época, la mayor parte del centro de Portland había consistido en lugares para el estacionamiento de automóviles. Al principio habían sido, en general, playas de asfalto con cabinas para el cobro o parquímetros, pero a medida que la población fue creciendo, también las playas crecieron. En realidad, la estructura para estacionamiento con ascensores automáticos había sido inventada en Portland, hacía mucho tiempo; antes de que los automóviles privados se ahogaran con sus propios escapes de gas, los edificios de estacionamiento con rampas de acceso habían crecido hasta quince y veinte pisos. Ahora todos habían sido destruidos, desde la década de 1980, para dejar lugar a los altos edificios de departamentos y oficinas; algunos fueron convertidos. Este, en el 209 de la calle S. W. Bumside, aún olía a espectrales humos de gasolina. Sus pisos de cemento estaban manchados por las excreciones de innumerables motores, y las huellas de los neumáticos de esos dinosaurios estaban fosilizadas en el polvo de sus resonantes corredores. Todos los pisos tenían una curiosa inclinación, cierta oblicuidad, debido a la construcción en forma de rampa helicoidal del edificio; en las oficinas de Forman, Esserbeck, Goodhue y Rutti, uno nunca estaba del todo convencido de estar parado bien erguido.