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—De los sueños malos.

—De todos los sueños.

—Va veo. ¿Tiene noción de cómo empezó ese temor? ¿O de qué es lo que teme, lo que desea evitar?

Como Orr no contestó en seguida, sino que se quedó mirando sus manos, cuadradas, rojizas, muy quietas sobre sus rodillas, Haber lo ayudó un poco.

—¿Es la irracionalidad, el desorden, a veces la inmoralidad de los sueños, es algo así lo que lo hace sentir mal?

—Sí, en cierto sentido. Pero por una razón específica. Usted sabe, aquí… aquí yo…

Aquí está la esencia, el nudo, pensó Haber, mirando también esas manos tensas. Pobre tipo. Tiene sueños húmedos, y un complejo de culpa por ello. Enuresis infantil, madre compulsiva…

—Aquí es donde usted deja de creerme.

El hombrecito se sentía peor de lo que parecía.

—Un individuo que se ocupa de los sueños, tanto en personas despiertas como dormidas, no se preocupa por creer o no, señor Orr. No son categorías que yo use mucho. No corresponden. De modo que ignore eso, y prosiga. Me interesa.

¿Sonaría eso a condescendencia? Miró a Orr para ver si la afirmación había causado mal efecto, y por un instante se encontró con los ojos del hombre. Ojos extraordinariamente bellos, pensó Haber, y se sintió sorprendido por la palabra, porque belleza no era una categoría que usara mucho tampoco. El iris era celeste o gris, muy claro, transparente. Por un momento Haber se olvidó de si mismo y volvió a mirar esos ojos claros, esquivos; pero sólo por un momento, de modo que la singularidad de la experiencia apenas se registró en su mente consciente.

—Bien —dijo Orr, hablando con cierta decisión—, he tenido sueños que… que afectaron el… mundo exterior a los sueños, el mundo real.

—Todos los tenemos, señor Orr.

Orr fijó su mirada. El perfecto hombre honesto.

—El efecto de los sueños del estado antes de despertar sobre el nivel emocional general de la psiquis puede ser…

Pero el hombre honesto lo interrumpió.

—No, no me refiero a eso —agregó, vacilante—: Lo que quiero decir es que soñé algo, y se volvió realidad.

—Eso no es difícil de creer, señor Orr. Se lo digo seriamente. Desde el surgimiento del pensamiento científico nadie se inclinaría aun a cuestionar esa afirmación, y mucho menos a no creerla. El sueño profético…

—No son sueños proféticos. No puedo prever nada. Simplemente cambio las cosas —las manos estaban crispadas.

Con razón los genios de la Escuela de Medicina se lo habían enviado. Siempre le hacían llegar a Haber las nueces que ellos no podían romper.

—¿Puede darme un ejemplo? ¿Puede recordar la primera vez que tuvo un sueño semejante? ¿Qué edad tenía?

El paciente pensó largo rato, y finalmente dijo:

—Dieciséis, creo —su modo seguía siendo dócil; demostraba gran temor al tema, pero ninguna hostilidad hacia Haber—. No estoy seguro.

—Cuénteme acerca de la primera vez que recuerde con claridad.

—Tenía dieciséis años. Todavía vivía con mis padres, y la hermana de mi madre estaba viviendo con nosotros. Estaba tramitando un divorcio y no trabajaba; recibía la Ayuda Básica. Estorbaba un poco; era un departamento común de tres ambientes, y ella siempre estaba allí. La enloquecía a mi madre. No era considerada, tía Ethel. Ensuciaba el baño; aún teníamos un baño privado en ese departamento. Y siempre…, hacía una especie de broma conmigo. Broma a medias. Venía a mi dormitorio vestida sólo con la parte inferior del pijama, etcétera. Sólo tenía unos treinta años. Me tenía excitado; todavía no me había acostado con una chica y… usted entiende. La adolescencia… es fácil entusiasmar a un chico. Me molestó; quiero decir, era mi tía.

Miró a Haber para asegurarse de que el doctor entendía qué le había molestado, y de que no desaprobaba su actitud. La insistente permisividad del siglo XX había producido tanta culpa sexual y tanto temor sexual como la represión del siglo XIX. Orr temía que Haber se sorprendiera de que no hubiera querido acostarse con su tía. Haber mantuvo su expresión reservada pero de interés, y Orr continuó:

—Bien, tuve una cantidad de sueños angustiosos, y esa tía siempre estaba en ellos. Generalmente disfrazada, como suele aparecer la gente en los sueños; una vez era un gato blanco, pero yo sabía que era Ethel. Una noche consiguió que la llevara al cine y trató de hacer que yo la acariciara, y cuando volvimos a casa siguió dando vueltas alrededor de mi cama, diciéndome que mis padres estaban dormidos, etcétera; cuando finalmente la saqué de mi habitación y me dormí, tuve este sueño, muy vívido. Cuando me desperté lo recordaba perfectamente. Soñé que Ethel se había matado en un accidente automovilístico en Los Angeles, y había llegado el telegrama. Mi madre lloraba mientras trataba de preparar la comida, y yo estaba triste por ella y deseaba poder hacer algo, pero no sabía qué. Eso fue todo… Sólo que cuando me levanté fui a la sala de estar; no estaba Ethel en el diván. No había nadie más en el departamento, sólo mis padres y yo. Ella no estaba; nunca había estado allí. No fue necesario que preguntara; lo recordaba. Sabía que tía Ethel había muerto en un accidente en una carretera de los Angeles seis semanas antes, cuando volvía de ver a un abogado por su divorcio. Habíamos recibido la noticia por telegrama. Todo el sueño había sido algo así como revivir lo que había ocurrido en la realidad. Sólo que no había ocurrido. Hasta el sueño. Quiero decir, también yo sabia que ella había estado viviendo con nosotros, durmiendo en el diván de la sala de estar, hasta la noche anterior.

—¿Pero no había nada que lo demostrara, que lo probara?

—No, nada. Ella no había estado. Nadie recordaba que había estado, salvo yo. Y yo estaba equivocado.

Haber movió la cabeza afirmativamente y se acarició la barba. Lo que había parecido un fácil caso de acostumbramiento a la droga resultaba ahora, una grave aberración, pero a él nunca le habían presentado un sistema de engaño en forma tan directa. Orr podía ser un esquizofrénico inteligente que trataba de engañarlo con inventiva y desviación esquizoides; pero carecía de la arrogancia interior de tales personas, a las que Haber era tan sensible.

—¿Por qué cree usted que su madre no notó que la realidad había cambiado desde la noche anterior?

—Bueno, ella no lo soñó. Es decir, el sueño realmente cambió la realidad. Hizo tina realidad diferente, en forma retroactiva, de la que ella había sido parte todo el tiempo. Al estar en esa realidad, no tenía memoria de ninguna otra. Yo sí, yo recordaba las dos porque estaba… allí… en el momento del cambio. Esta es la única forma en que puedo explicarlo; sé que parece no tener sentido. Pero debo encontrarle alguna explicación, o enfrentar el hecho de que soy insano.

No, este individuo no era un cobarde.

—No me dedico a los juicios, señor Orr. Me interesan los hechos. Y para mí los sucesos de la mente, créame, son hechos. Cuando uno ve el sueño de otro hombre, mientras éste lo sueña, registrado en blanco y negro en el electroencefalógrafo, como me ha ocurrido diez mil veces, ya no se puede hablar de los sueños como de algo “irreal”. Existen, son sucesos, y dejan una marca. Muy bien, supongo que tuvo otros sueños que parecían tener esta misma clase de efecto, ¿verdad?

—Algunos. No por mucho tiempo. Sólo en situaciones de agotamiento. Pero parecían presentarse… con mayor frecuencia. Empecé a sentirme asustado.

Haber se inclinó hacia adelante.

—¿Por qué? —Orr parecía turbado—. ¿Por qué asustado?

—¡Porque no quiero cambiar las cosas! —dijo Orr, como si afirmara algo muy obvio—. ¿Quién soy yo para interferir en la marcha de las cosas? Y es mi mente inconsciente la que cambia las cosas, sin ningún control de la inteligencia. Intenté autohipnosis, pero no me sirvió de nada. Los rueños son incoherentes, egoístas, irracionales… inmorales, dijo usted hace un minuto. Vienen de la parte no socializada de nosotros, ¿verdad?, por lo menos en parte. Yo no quería matar a la pobre Ethel; sólo quería sacarla de mi camino. Bueno, es probable que en un sueño eso sea drástico. Los sueños van directamente al grano. La maté en un accidente automovilístico a dos mil kilómetros seis semanas atrás. Soy el responsable de su muerte.