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—¿Usted conoce el término iahklu?

Haber pensó un memento.

—Lo oí. Es intraducible. Usted ha decidido que significa “sueño”, ¿eh?

George negó con la cabeza.

—No sé lo que significa. No pretendo tener ninguna información que usted no posea, pero si creo que antes de que usted siga adelante con la… con la aplicación de la nueva técnica, doctor Haber, antes de que usted sueñe, debería conversar con uno de los Extraños.

—¿Cuál de ellos? —el dejo de ironía era claro.

—Cualquiera, eso no importa.

Haber rió.

—¿Conversar de qué, George?

Heather vio el brillo de los ojos de su esposo cuando éste miró al hombre grandote.

—De mí. Sobre los sueños. Sobre iahklu. No tiene importancia, mientras usted escuche. Ellos sabrán qué es lo que usted se propone, tienen mucha más experiencia que nosotros en todo esto.

—¿En qué?

—En los sueños… en aquello de lo cual soñar es sólo un aspecto. Lo han estado haciendo por mucho tiempo. Desde siempre, supongo; son de la época del sueño. Yo no lo entiendo, no lo puedo expresar con palabras. Todo sueña. El juego de la forma, del ser, es el sueño de las substancias. Las rocas tienen sus sueños, y la Tierra cambia… Pero cuando la mente se torna inconsciente, cuando la velocidad de la evolución se acelera, entonces se debe tener cuidado. Se debe tener cuidado con el mundo. Es necesario aprender el camino. Se debe aprender la capacidad, el arte, los límites. Una mente consciente debe ser parte del todo, intencionalmente, cuidadosamente, como la roca es parte del todo inconscientemente. ¿Lo entiende? ¿Significa algo para usted?

—No es nuevo para mí, si es a eso a lo que usted se refiere. El alma del mundo y todo eso. La síntesis precientífica. El misticismo es un acercamiento a la naturaleza del soñar, o de la realidad, aunque no sea aceptable para aquellos que desean utilizar la razón y están en condiciones de hacerlo.

—No sé si eso es cierto —dijo George sin el más mínimo resentimiento, aunque estaba muy serio—. Pero aunque sea por mera curiosidad científica, entonces, intente esto: antes de probar la Ampliadora en usted, antes de ponerla en marcha, cuando esté por iniciar su autosugerencia, diga “Er’ perrehnne”, en voz alta o mentalmente. Una vez, claramente. Inténtelo.

—¿Por qué?

—Porque funciona.

—¿Funciona cómo?

—Usted recibe una pequeña ayuda de sus amigos —dijo George.

Se incorporó. Heather lo miró aterrorizada; lo que había estado diciendo sonaba a locura… la cura de Haber lo había vuelto insano, ella sabía que ocurriría eso. Pero Haber no respondía como si escuchara algo incoherente o psicótlco.

—El iahklu es demasiado para que lo maneje una sola persona —estaba diciendo George—, se escapa de las manos. Ellos saben lo que implica controlarlo. O, no exactamente controlarlo, no es esa la palabra adecuada; es mantenerlo donde debe estar, marchando en el sentido correcto… Yo no lo entiendo, tal vez usted sí pueda entenderlo. Pídales ayuda. Diga: Er’ perrehnne antes de… antes de oprimir el botón SI.

—Es probable que sea interesante lo que usted me dice —replicó Haber—. Tal vez valga la pena investigarlo. Me ocuparé de ello, George. Haré llamar a uno de los aldebaranianos del Centro de Cultura y veré si puedo conseguir alguna información sobre esto… Le parecerá chino todo esto, ¿eh, señor Orr? Este marido suyo debió dedicarse a la psicología, a la parte de investigación; está desperdiciado como dibujante —¿por qué decía eso?, George era un diseñador de parques y zonas de esparcimiento—. Tiene la inclinación, como cosa natural. Nunca pensé en mezclar a los aldebaranianos en esto, pero puede ser que ésa sea una idea buena. ¿Pero tal vez usted esté contenta de que él no sea un psicoanalista, verdad? Es terrible que su propio esposo esté analizando sus deseos inconscientes a través de la mesa, mientras comen, ¿verdad? —Haber atronaba con su voz mientras los acompañaba hasta la puerta. Heather estaba atemorizada, casi en lágrimas.

—Lo odio —dijo con tuerza, mientras descendían en la escalera mecánica en espiral—. Es un hombre horrible. Falso. ¡Un gran simulador!

George la tomó del brazo; no dijo nada.

—¿Has terminado? ¿Realmente terminado? ¿Ya no necesitarás drogas, ni deberás volver a estas horribles sesiones?

—Así creo. Él le dará curso a mis papeles… y en seis semanas me notificarán que estoy curado. Si me porto bien —sonrió, un poco cansado—. Fue duro para ti, querida, pero no para mí. No esta vez. Sin embargo, tengo hambre. ¿Adonde iremos a comer? ¿A la Casa Boliviana?

—Al barrio chino —dijo ella, y luego comprendió: el antiguo distrito chino había desaparecido junto con el resto de la zona céntrica, hacía por lo menos diez años; por alguna razón, ella lo había olvidado por completo—. Quiero decir, Ruby Loo’s —dijo, confundida.

George apretó un poco su brazo.

—Perfecto —dijo.

Era fácil llegar; el funicular paraba del otro lado del río, en el antiguo Lloyd Center, uno de los centros comerciales más grandes del mundo antes de la Crisis. En la actualidad, las inmensas playas de estacionamiento de varios niveles habían desaparecido junto con los dinosaurios, y muchos de los negocios que estaban a lo largo del paseo de dos niveles estaban vacíos, tapiados. La pista de hielo no se abría desde hacía veinte años. No corría agua por las románticas fuentes de extrañas formas. Habían crecido pequeños árboles ornamentales, y sus raíces habían roto la acera por varios metros alrededor de sus macetas cilíndricas. Las voces y los pasos sonaban con suma claridad, delante y detrás de los caminantes que marchaban por esas largas arcadas abandonadas y mal iluminadas.

Ruby Loo’s estaba en el nivel superior. Las ramas de un castaño casi ocultaban la fachada de cristal. Arriba, el cielo era de un intenso verde suave, ese color que se ve por breves momentos las tardes de primavera, cuando aclara después de la lluvia. Heather levantó los ojos hacia ese cielo de jade, remoto, improbable, sereno; su corazón se animó, sintió que la angustia empezaba a desprenderse de ella como una piel de verano. Pero no duró. Hubo una curiosa reversión, un cambio, parecía como si algo la aferraba, la sostenía. Estuvo a punto de detenerse, y miró del cielo de jade hacia el camino vacío y sombrío que se extendía delante de ella. Era un extraño lugar ése.

—Esto se ve fantasmal —comentó.

George se encogió de hombros; pero su rostro se veía tenso y ceñudo.

Había empezado a soplar un viento, demasiado cálido para los abriles de los viejos días, un viento caluroso y húmedo que movía las ramas verdes del castaño y agitaba unos papeles de la calle larga y desierta. El cartel de neón rojo que estaba detrás de las ramas en movimiento parecía obscurecerse y ondular con el viento, cambiar de forma; no decía Ruby Loo’s, no decía nada. Nada decía nada. Nada tenía sentido. El viento soplaba en los lugares desiertos. Heather se separó de George y corrió hacia la pared más próxima; lloraba. En el terror, su instinto la llevaba a esconderse, a alcanzar el rincón de una pared y esconderse.

—¿Qué ocurre, querida?… No pasa nada. Espera, todo va a andar bien.

Me estoy volviendo loca, pensó ella; no era George, no era George, era yo.

—Todo va a andar bien —murmuró él una vez más, pero ella oyó en su voz que él no lo creía. Sintió en sus manos que él no lo creía.

—¿Qué ocurre? —gritó Heather, desesperada—. ¿Qué ocurre?