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—No lo sé —dijo George, casi distraídamente; él había levantado la cabeza y se había separado un poco de ella, aunque aún la sostenía contra sí para que dejara de llorar; parecía estar observando, escuchando; Heather oyó el latido fuerte y firme del corazón en el pecho de él—. Heather, escucha. Voy a tener que volver.

—¿Volver adónde? ¿Qué es lo que ocurre? —su voz era aguda y fuerte.

—Haber. Debo ir. Espérame… en el restaurante. Espérame Heather, no me sigas. Se marchó, y ella debió seguirlo. Orr caminaba sin darse vuelta, bajando las empinadas escaleras, debajo de las arcadas, más allá de las fuentes secas, hacia la estación del funicular. Un coche esperaba ahí, en el final de la línea; Orr subió de un salto. Heather trepó, casi sin aliento, cuando el coche se ponía en movimiento.

—¡Qué demonios ocurre, George!

—Lo siento —también él jadeaba—. Debo ir allá. No quería implicarte en eso.

—¿En qué? —ella lo detestaba; se sentaron frente a frente, agitados—. ¿Qué significa esta locura? ¿Para qué vuelves allá?

—Haber está… —la voz de George vaciló—. Él está soñando —dijo; un profundo terror irracional se apoderó de Heather, pero ella lo ignoró.

—¿Soñando qué? ¿Qué importa eso?

—Mira por la ventanilla.

Ella sólo lo había mirado a él desde que subiera al funicular. El vehículo cruzaba el río ahora, muy alto por encima del agua; pero no había agua. El río se había secado; el lecho se veía agrietado y cenagoso bajo la luz de los puentes, sucio, lleno de grasa y huesos, herramientas perdidas y peces moribundos. Los barcos grandes se veían carenados y arruinados junto a las dársenas cenagosas.

Los edificios del centro de Portland, la Capital del Mundo, los enormes, nuevos, hermosos cubos de piedra y cristal entre planeadas dosis de verde, las fortalezas del gobierno —Investigación y desarrollo, Comunicaciones, Industria. Planeamiento Económico, Control Ambiental— se estaban fundiendo. Se los veía húmedos y vacilantes, como gelatina expuesta al Sol. Los bordes ya se deslizaban por los lados, dejando grandes manchas cremosas.

El funicular marchaba a gran velocidad y no se detenía en las estaciones; algo debía haberse descompuesto, pensó Heather, sin sentirse implicada. Ellos se deslizaban rápidamente por encima de la ciudad que se disolvía, a una altura que les permitía oír el retumbo y los gritos.

A medida que el funicular fue ascendiendo, apareció el monte Hood a la vista, detrás de la cabeza de George, que estaba sentado frente a ella. Él debió ver la luz rojiza reflejada en el rostro de Heather, o en sus ojos, tal vez, porque de inmediato se volvió para mirar, para el vasto cono invertido de fuego.

El funicular se desplazaba a gran velocidad en el abismo, entre la ciudad que se deformaba y el cielo informe.

—Nada parece andar bien hoy —dijo una mujer, en la parte posterior del coche, en voz alta y temblorosa.

La luz de la erupción era terrible y magnífica. Su inmenso, consistente vigor geológico era tranquilizador, comparado con el área vacía que se aparecía ahora adelante del coche, en el extremo superior de la línea.

El presentimiento que invadiera a Heather cuando bajó la mirada del cielo de jade, era ahora una presencia, estaba allí. Era un área, o tal vez un período de tiempo, de una especie de vacío. Era la presencia de la ausencia: una entidad no cuantificable sin calidades, en la que caían todas las cosas y de la que nada surgía. Era horrible, y no era nada. Era el camino equivocado.

Cuando el funicular se detuvo en la terminal, hacia eso marchó George. Se volvió hacia ella mientras caminaba, gritándole:

—¡Espérame, Heather! ¡No me sigas, no vengas!

Pero aunque ella trató de obedecerlo, algo se acercó a ella. Crecía rápidamente desde el centro. Heather descubrió que todas las cosas habían desaparecido y que estaba perdida en el obscuro pánico, gritando el nombre de su marido sin voz, desolada, hasta que se hundió en una esfera que giraba alrededor del centro de su propio ser, y cayó para siempre por el seco abismo.

Por el poder de la voluntad, que realmente es grande cuando se lo pone en juego, en el modo correcto y en el momento preciso, George Orr halló bajo sus pies ¿el duro mármol de los escalones que llevaban a la torre de IHID. Avanzó, mientras sus ojos le informaban que caminaba en la bruma sobre el barro, sobre cadáveres putrefactos, sobre innumerables sapos pequeños. Hacía mucho frío, pero se sentía olor a metal caliente y carne y pelo quemados. Cruzó el hall; las letras doradas del aforismo del domo saltaban frente a él, HOMBRE HUMANIDAD M N A A A. Las A trataron de atrapar sus pies; subió a un pasillo móvil, aunque no lo veía; subió a la escalera helicoidal y se condujo hacia arriba, soportándola continuamente con la firmeza de su voluntad. Ni siquiera cerró los ojos.

En el nivel superior, el piso era de hielo. Tenía un dedo de espesor, y era muy transparente; a través de él se podían ver las estrellas del hemisferio sur. Orr caminó sobre el piso y todas las estrellas emitieron un sonido fuerte y falso, como de campanas rotas. El mal olor era más fuerte, y le produjo náuseas. Avanzó, con la mano tendida. El panel de la puerta de la oficina exterior de Haber se encontró con su mano; Orr no podía verlo, pero estaba allí. Un lobo aulló. La lava se acercaba a la ciudad.

George avanzó y llegó a la última puerta. La abrió; del otro lado no había nada.

—Socorro —gritó, porque el vacío lo atraía, lo impulsaba. No tenía fuerzas para atravesar la nada y salir por el otro lado.

El abatimiento pareció diluirse un poco de su mente; pensó en Tiua’k Ennbe Ennbe, en el busto de Schubert, y en la voz de Heather que le decía, furiosa “¡Qué demonios ocurre, George!”. Esto parece ser todo lo que poseía para cruzar la nada. Avanzó; mientras lo hacía, supo que perdería todo lo que poseía.

Entró en el núcleo de la pesadilla.

Era una fría obscuridad, que se movía vagamente en redondo, hecha de miedo, la que lo arrastraba, lo apartaba. Orr sabía dónde estaba la Ampliadora. Tendió la mano y la tocó; buscó el botón inferior y lo oprimió.

Entonces se agachó, cubriéndose los ojos y retrocediendo, porque el temor había invadido su mente. Cuando alzó la cabeza y miró, el mundo volvía a existir. No estaba en buen estado, pero estaba allí.

No estaban en la torre de IHID, sino en un consultorio más deslucido y común en el que nunca había estado antes. Haber yacía estirado sobre el diván, macizo, su barba apuntando hacia arriba. Volvía a ser una barba rojiza y una piel blanca, no gris. Los ojos estaban entrecerrados y no veían nada.

Orr retiró los electrodos, cuyos cables se extendían como lombrices entre el cráneo de Haber y la Ampliadora. Orr miró la máquina, con sus gabinetes abiertos; había que destruirla, pensó. Pero no tenía idea de cómo hacerlo, ni ganas de intentarlo. La destrucción no era su línea; y una máquina es menos culpable aun que un animal. No tiene otras intenciones más que las de nosotros mismos.

—Doctor Haber —dijo, sacudiendo un poco los enormes y fuertes hombros— ¡Haber, despierte!

Después de un momento se movió el pesado cuerpo, y en seguida se sentó. Se lo veía débil y flojo; la cabeza, maciza y hermosa, pendía entre los hombros. La boca estaba floja. Los ojos miraban al frente, hacia la obscuridad, el vacío, el no ser que estaba en el centro de William Haber; ya no eran opacos, sino vacíos.

Orr, de pronto, empezó a temerle físicamente, y se apartó de él.

Necesito ayuda, pensó; no puedo manejar esto solo… Salió del consultorio, atravesó una sala de espera que no le era familiar, y corrió escaleras abajo. Nunca había estado en ese edificio y no tenía idea de cuál podía ser, a dónde estaba. Cuando salió a la calle, supo que era una calle de Portland, pero eso era todo. No estaba cerca de Washington Park, ni de las colinas del oeste. Nunca había caminado por esa calle.