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Haber parecía negarse a creer que él estuviera contento con su trabajo. Sin duda Haber tenía grandes ambiciones y le resultaba difícil creer que algún hombre pudiera no tenerlas.

—Bueno, más de la ciudad, de las multitudes. Demasiada gente en todas partes. Los titulares. Todo.

—¿Los Mares del Sur? —preguntó Haber con su sonrisa de oso.

—No, aquí. No soy muy imaginativo. En mis ensoñaciones deseo tener una cabaña en algún lugar fuera de las ciudades, tal vez en la Cadena de la Costa, donde todavía queda algo de los antiguos bosques.

—¿Consideró alguna vez la posibilidad de comprarse una?

—El terreno cuesta unos treinta y ocho mil dólares el acre en las zonas más económicas, al sur de Oregon. Sube hasta cuatrocientos mil por un lote con una vista de la playa.

Haber silbó.

—Veo que lo ha considerado… y volvió a sus ensoñaciones. ¡Por suerte son gratis, eh! Bien, ¿está dispuesto a hacer otro intento? Nos queda casi media hora.

—¿Me permitiría…?

—¿Qué, George?

—¿Guardarme mi sueño?

Haber inició una de sus elaboradas negativas.

—Como usted sabe, lo que se experimenta durante la hipnosis, incluidas todas las directivas impartidas, normalmente está bloqueado al recuerdo del despertar por un mecanismo similar al que bloquea el recuerdo del 99 por ciento de nuestros sueños. Bajar esa barrera sería darle a usted demasiadas órdenes conflictivas referentes a lo que es un asunto muy delicado, el contenido de un sueño que aún no ha soñado. Puedo ordenarle que recuerde el sueño, pero no quiero que su recuerdo de mis sugerencias se mezcle con el recuerdo del sueño que realmente sueña. Deseo mantenerlos separados, para obtener un informe claro de lo que soñó, no de lo que usted cree que debió haber soñado. ¿Correcto? Puede confiar en mí, lo sabe. Estoy en esto para ayudarlo. No le pediré demasiado; lo impulsaré, pero no demasiado duro ni demasiado rápido. ¡No le provocaré ninguna pesadilla, créame! Quiero estudiar bien este asunto y entenderlo, tanto como usted. Usted es un sujeto inteligente que colabora, y un hombre valiente, ya que ha soportado tanta ansiedad solo y por tanto tiempo. Solucionaremos esto, George, créame.

Orr no le creía del todo, pero era imposible contradecir a semejante predicador, y además, deseaba poder creerle.

No dijo nada; se acostó en el diván y se sometió a la presión de la gran mano en su garganta.

—¡Muy bien! ¿Qué soñó, George? Veámoslo, recién salido del horno.

Orr se sintió molesto y aturdido.

—Algo sobre los Mares de Sur… cocos… No puedo recordar —se rascó la cabeza, se tocó la piel de la garganta e inspiró profundamente; deseaba un poco de agua fría—. Luego… soñé que usted caminaba con John Kennedy, el presidente, por Alder Street, creo. Me parece que yo los seguía. y creo que llevaba algo para alguno de ustedes. Kennedy iba con un paraguas abierto —lo veía de perfil, como en la antigua moneda de cincuenta centavos— y usted dijo “Ya no lo necesitará más, señor Presidente” y se lo sacó de las manos. Pareció enojarse, y dijo algo que no pude entender. Pero había dejado de llover, el Sol había salido, así que él dijo: “Supongo que tiene razón, ahora”… Ha dejado de llover.

—¿Cómo lo sabe?

Orr suspiró.

—Lo verá cuando salga. ¿Hemos terminado por hoy?

—Estoy dispuesto a seguir. Bill está en el gobierno, usted sabe.

—Estoy muy cansado.

—Bien, entonces, por hoy hemos concluido. Escuche, ¿qué le parece si hacemos nuestras sesiones de noche? Dormirá normalmente, y sólo usaré hipnosis para sugerirle el contenido del sueño. Así tendría todo el día para trabajar; yo suelo trabajar por la noche, casi siempre; ¡una de las cosas que los investigadores del sueño rara vez hacemos es dormir! Así adelantaríamos mucho, y usted se ahorraría tener que usar drogas para suprimir los sueños. ¿Quiere intentarlo? ¿Que tal el viernes a la noche?

—Tengo una cita —dijo Orr—, y se sorprendió de su propia mentira.

—El sábado, entonces.

—Muy bien.

Salió, llevando su impermeable húmedo sobre el brazo. No había necesidad de usarlo; el sueño de Kennedy había sido muy efectivo. Estaba seguro de ellos ahora, cuando los tenía. Independientemente de la importancia del contenido, se despertaba recordándolos con gran claridad, y sintiéndose deshecho, como se siente uno después de hacer un enorme esfuerzo físico para resistir a una fuerza abrumadora. Solo, no tenía sueños de ese tipo con más frecuencia que una vez por mes o cada seis semanas; había sido el temor de tenerlo lo que lo había obsesionado. Ahora, con la Ampliadora, que lo mantenía en el estado de sueño, y la sugerencia hipnótica, que insistía en que soñara de esa manera, había tenido tres sueños efectivos entre cuatro sueños en dos días; o, descontando el sueño del coco, que había sido más bien lo que Haber denominaba un mero balbuceo de imágenes, tres entre tres. Estaba agotado.

No llovía. Cuando salió del hall del Willamette East Tower, el cielo de marzo se veía claro. El viento soplaba del este, el seco viento del desierto que de tanto en tanto revivía el tiempo húmedo, caluroso, triste y gris del Valle del Willamette.

El aire más claro mejoró un poco su ánimo. Enderezó sus hombros y empezó a caminar, tratando de ignorar el leve aturdimiento que probablemente era el resultado combinado de la fatiga, la ansiedad, dos breves siestas en una hora poco usual del día, y el descenso en ascensor de sesenta y dos pisos.

¿Le había dicho el médico que soñara que había dejado de llover? ¿O la sugerencia había sido la de soñar con Kennedy (el que tenía, ahora que volvía a pensar en eso, la barba de Abraham Lincoln)? ¿O con Haber? No podía saberlo. La parte efectiva del sueño había sido la de detener la lluvia, el cambio del tiempo; pero eso no probaba nada. A menudo el elemento efectivo no era lo aparentemente notable o saliente del sueño. Sospechaba que Kennedy, por razones sólo conocidas por su subconsciente, había sido un agregado suyo, pero no podía asegurarlo.

Bajó a la estación de subterráneos de East Broadway con muchos otros. Insertó su moneda de cinco dólares en la máquina expendedora de billetes, obtuvo el suyo, subió al tren y entró en la obscuridad bajo el río.

El aturdimiento aumentaba en su cuerpo y en su mente.

Internarse bajo un río: era una cosa muy extraña, una idea realmente misteriosa.

Cruzar un río, vadearlo, nadar en él, usar bote, ferry, puente, aeroplano, remontarlo, ir río abajo en la incesante renovación de la corriente; todo eso tiene sentido. Pero en ir bajo un río hay algo implicado que, en el sentido central de la palabra, es perverso. Hay rutas en la mente y fuera de ella, cuya mera perfección indica claramente que, para haber entrado en esto, se debe haber ingresado en un curso erróneo.

Había nueve túneles para trenes y camiones bajo el Willamette, dieciséis puentes lo atravesaban, y tenía márgenes de cemento que se extendían por cuarenta y tres kilómetros. El control de la creciente en ese río y en su gran conflunte, el Columbia, a unos pocos kilómetros del centro de Portland, estaba tan desarrollado que ninguno de los dos ríos podía elevarse más de diez centímetros aun después de las lluvias torrenciales más prolongadas. El Willamette era un útil elemento del ambiente, como un enorme y dócil animal de carga provisto de correas, cadenas, varas, sillas, bocados, cinchas, trabas. De no haber sido útil, por supuesto lo habrían entubado, como los cientos de pequeños esteros que corrían en la obscuridad desde las colinas de la ciudad bajo calles y edificios. Pero sin él, Portland no hubiera sido un puerto; los barcos, las hileras de barcazas, las grandes jangadas de madera aún lo surcaban hacia uno y otro lado. Por eso los camiones y los trenes, y los pocos coches privados debían moverse sobre el río o debajo de él. Sobre las cabezas de los que ahora viajaban en el tren subterráneo por el Túnel Broadway había toneladas de roca y piedra, toneladas de agua en circulación, los pilares de muelles y las quillas de transatlánticos, los enormes soportes de hormigón de autopistas elevadas y accesos, un convoy de camiones de vapor cargados con pollos congelados producidos con batería, un avión jet a 10.200 m de altura, las estrellas a 4.3 años luz. George Orr, pálido en la fluctuante luz fluorescente del tren subterráneo en la obscuridad intrafluvial, se movía mientras se aferraba de un movedizo agarradero de acero que pendía de una cuerda, entre otras mil almas. Sentía el peso sobre él, que lo abrumaba. Pensó, estoy viviendo en una pesadilla de la que de tanto en tanto me despierto en el sueño.