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– No estarás completo hasta que seas capaz de recibir órdenes de una mujer sin detrimento de tu ser -me había dicho don Juan-. Pero esa mujer no puede ser una mujer cualquiera. Debe ser alguien especial, alguien que tenga poder y que sea lo bastante despiadada como para impedirte ser el mandamás que te figuras ser.

Por supuesto, me reí de sus afirmaciones. Definitivamente, pensé que estaba bromeando. Lo cierto es que no bromeaba en absoluto. Un día regresaron Florinda Donner-Grau y Taisha Abelar, y juntos viajamos a México. Fuimos a unos grandes almacenes de Guadalajara y allí nos encontramos con Florinda Matus, la mujer más magnífica que había visto en mi vida: extremadamente alta -medía un metro ochenta-, delgada, angulosa, con un hermoso rostro, de avanzada edad y, sin embargo, muy joven.

– ¡Ah!, están aquí -exclamó al vernos-. ¡Los tres mosqueteros! ¡El trío de la bencina! ¡Jaimito, Juanito y Jorgito! ¡Los he estado buscando por todas partes!

Y sin una palabra más, tomó el mando. Por supuesto, Florinda Donner-Grau se quedó encantada más allá de toda mesura. Taisha Abelar estaba muy reservada, como de costumbre; y yo me sentí mortificado, casi furioso. Sabía que aquella relación no iba a funcionar. Estaba dispuesto a chocar con aquella mujer en cuanto abriera su atrevida boca y saliera con mierdas como esa de «Jaimito, Juanito y Jorgito, el trío de la bencina».

Acudieron en mi ayuda, sin embargo, ciertos aspectos insospechados que yo mantenía en reserva y que evitaron que reaccionara con ira o con enfado; así que me llevé de maravilla con Florinda, mejor de lo que hubiera podido soñar. Nos dirigía con mano de hierro. Era la reina indiscutible de nuestras vidas. Tenía el poder y el desapego necesarios para llevar a cabo su tarea de afinarnos de la manera más sutil. No nos permitía caer en la autocompasión o la queja cuando algo no era de nuestro agrado. No se parecía en absoluto a don Juan. Carecía de su sobriedad, pero tenía otra cualidad que compensaba su carencia: era rápida como nadie. Le bastaba un simple vistazo para captar de golpe una situación y actuar al instante de acuerdo con lo que se esperaba de ella.

Una de sus maniobras favoritas, que yo disfrutaba inmensamente, consistía en preguntar con toda formalidad a su auditorio o al grupo de gente al que estuviera hablando: «¿Alguno de los presentes sabe algo sobre la presión y el desplazamiento de los gases?» Formulaba este tipo de preguntas con absoluta seriedad. Y cuando la audiencia respondía: «No, no; no sabemos nada de eso», ella añadía: «¡Entonces, puedo decir lo que quiera, ¿verdad?!», y ciertamente proseguía diciendo cualquier cosa que se le ocurría. De hecho, algunas veces decía cosas tan ridículas que yo me revolcaba de risa por los suelos.

Otra de sus clásicas preguntas era: «¿Alguno de los presentes sabe algo sobre la retina de los chimpancés? ¿No?», y Florinda decía entonces todo tipo de barbaridades acerca de la retina de los monos. Nunca había disfrutado tanto hasta entonces. Era su más ferviente admirador y su seguidor incondicional.

Una vez tuve una fístula en la cresta del hueso de la cadera, resultado de haberme caído años atrás por un barranco lleno de agujas de cactus. Me clavé setenta y cinco agujas por todo el cuerpo. Una de ellas no salió completamente, o bien quedaron restos de suciedad o residuos, y años más tarde me salió una fístula.

– No es nada -afirmó mi doctor-. No es más que una bolsa de pus que hay que sacar. Es una operación muy simple. Tardaré sólo unos minutos en realizarla.

Lo consulté con Florinda, y ella me dijo:

– Eres el nagual. O te curas a ti mismo o te mueres. Nada de ambigüedades ni doble comportamiento. Si al nagual le tiene que operar un doctor es que ha perdido su poder. ¿Un nagual muerto por una fístula? ¡Qué vergüenza!

Con la excepción de Florinda Donner-Grau y Taisha Abelar, el resto de los aprendices de don Juan no tenían el menor interés por Florinda. Para ellos era una figura amenazadora, alguien que no les permitía las libertades a las que se creían con derecho. Ella nunca alababa sus pseudoexhibiciones chamánicas y les obligaba a detener sus actividades cada vez que se desviaban del camino del guerrero.

En el texto de Elsegundo anillo de poder se manifiesta más que evidente esa pelea de los aprendices. Los demás aprendices de don Juan eran una partida de descarriados, llenos de arrebatos egomaníacos, cada cual tirando en su propia dirección, cada cual reafirmando su valía.

Aunque Florinda Matus nunca estuvo en primera fila, todo lo que sucedió en nuestras vidas a partir de entonces estuvo profundamente influido por ella. Fue siempre una figura en segundo plano, sabia, divertida, despiadada. Florinda Donner-Grau y yo aprendimos a amarla como nunca habíamos amado a nadie, y cuando se fue, legó su nombre, sus joyas, su dinero, su gracia y su savoir faire a Florinda Donner-Grau. Sentí que nunca podría escribir un libro sobre Florinda Matus; que si algún día alguien lo hacía habría de ser Florinda Donner-Grau, su legítima heredera, su hija entre las hijas. Al igual que Florinda Matus, yo no era más que una figura en segundo plano, puesta ahí por don Juan para romper la soledad del guerrero y para disfrutar de mi estancia sobre la Tierra.

Citas de El don del Águila

El arte de ensoñar es la capacidad de utilizar los sueños ordinarios y transformarlos en conciencia controlada, en virtud de una forma especializada de atención denominada la atención de ensueño.

El arte de acechar es un conjunto de procedimientos y actitudes que permiten a un guerrero extraer lo mejor de cualquier situación concebible.

Lo recomendable para los guerreros es no tener cosas materiales en las que enfocar su poder, sino enfocarlo en el espíritu, en el verdadero vuelo a lo desconocido y no en trivialidades.

Todo el que quiera seguir el camino del guerrero ha de librarse de la compulsión de poseer cosas y de aferrarse a ellas.

Ver es un conocimiento corporal. La preponderancia del sentido visual en nosotros influye en este conocimiento corporal y hace que parezca estar relacionado con los ojos.

La pérdida de la forma humana es como una espiral. Le da a un guerrero la libertad de recordarse a sí mismo como un conglomerado de campos de energía enderezados, lo que a su vez le hace aún más libre.

Un guerrero sabe que espera y sabe lo que espera; y mientras espera, deleita sus ojos en la contemplación del mundo. El logro definitivo de un guerrero es disfrutar con la alegría del infinito.

El destino de un guerrero sigue un curso inalterable. El desafío consiste en cuán lejos puede llegar y cuán impecable puede ser dentro de esos rígidos confines.

Cuando un guerrero deja de tener cualquier clase de expectativas, las acciones de la gente ya no le afectan. Una extraña paz se convierte en la fuerza que rige su vida. Ha adoptado uno de los conceptos de la vida del guerrero: el desapego.

El desapego no aporta automáticamente sabiduría; pero no obstante, supone una ventaja, pues permite al guerrero detenerse momentáneamente para reconsiderar las situaciones y volver a revisar las posibilidades. Para usar de manera consistente y correcta ese momento extra, un guerrero tiene, sin embargo, que luchar incansablemente durante toda su vida.

Ya me di al poder que a mi destino rige.

Y no me aferro ya a nada, para así no tener nada que defender.

No tengo pensamientos, para así poder ver.