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Era cierto; Liliana había fallado al Custodio. Por su culpa estaban todas encerradas en aquel maldito barco. Ulicia sintió que el rostro le ardía al pensar en la arrogancia de Liliana. La Hermana había tenido su merecido por tratar de acaparar toda la gloria. No obstante, tragó saliva al pasar por su mente la imagen del tormento de Liliana, y esa vez ni siquiera notó el punzante dolor en la garganta.

— Pero ¿y nosotras? —preguntó Cecilia con una sonrisa que no era alegre, como de costumbre, sino apenada—. ¿Tenemos que hacer lo que ese… tipo dice?

Ulicia se pasó una mano por la cara. Si eso era real, si lo que habían visto en verdad había sucedido, no debían dudar ni perder tiempo. Tal vez no fuese más que una pesadilla; nadie sino el mismo Custodio la había visitado antes en aquel estado de sueño que no era sueño. Sí, seguro que lo habían soñado. La Hermana observó una cucaracha que se metía dentro de la bacinilla. Súbitamente alzó la mirada.

— ¿«Ese tipo»? Entonces, ¿no viste al Custodio? ¿Viste a un hombre?

— Jagang —respondió Cecilia con un hilo de voz.

Tovi se llevó una mano a los labios para besar el dedo anular; un antiguo gesto con el que se suplicaba la protección del Creador. Era un hábito inmemorial que las novicias empezaban a practicar desde el primer día de su formación. Era el primer gesto que hacían todas las Hermanas cada mañana sin falta, al levantarse, y en tiempos de tribulación. Probablemente Tovi lo había repetido miles de veces, como todas las otras. Como Hermana de la Luz estaba simbólicamente prometida al Creador y a su Voluntad. Besarse el dedo anular era una renovación simbólica de dicha promesa.

Pero, después de su traición, no se sabía qué consecuencias tendría el acto de realizar ese gesto. La superstición aseguraba que si una Hermana de las Tinieblas, es decir aquella que había entregado su alma al Custodio, se besaba el anular, moriría. Y aunque tal gesto no provocara la ira del Creador, sin duda provocaría la ira del Custodio. A medio camino de los labios, Tovi se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer y apartó bruscamente la mano.

— ¿Todas habéis visto a Jagang? —Ulicia fue mirando a las Hermanas una por una y todas asintieron. Pero aún le quedaba una brizna de esperanza—. Así pues, todas habéis visto al emperador. Eso no significa nada. ¿Le oíste decir algo? —preguntó a Tovi, inclinándose hacia ella.

La interpelada se alzó el cobertor hasta el mentón.

— Todas estábamos allí, como siempre que el Custodio nos convoca. Estábamos sentadas en semicírculo, desnudas como siempre. Pero quien vino no fue el Amo, sino Jagang.

De la litera superior que ocupaba Armina se escapó un sollozo.

— ¡Silencio! —ordenó Ulicia—. ¿Qué dijo? —preguntó, dirigiéndose de nuevo a la temblorosa Tovi—. ¿Cuáles fueron sus palabras?

Tovi fijó la vista en el suelo.

— Dijo que ahora nuestras almas eran suyas. Que estábamos en su poder y que podría matarnos cuando quisiera. Dijo que debemos reunirnos con él de inmediato o desearíamos estar en la piel de Liliana. Dijo que, si lo hacíamos esperar, lo lamentaríamos. —La Hermana alzó la mirada. Sus ojos se anegaron de lágrimas—. Y luego me hizo probar lo que nos haría si no lo complacemos.

Ulicia se había quedado helada y se dio cuenta de que también ella se había cubierto con la sábana. Haciendo un esfuerzo, volvió a dejarla en su regazo.

— ¿Armina? —La aludida confirmó suavemente las palabras de Tovi—. ¿Cecilia? —Cecilia asintió. Entonces Ulicia posó la mirada en las dos Hermanas sentadas en las literas de arriba, frente a ella. Al parecer, ambas habían logrado con gran esfuerzo recobrar la compostura—. ¿Y bien? ¿Oísteis esas mismas palabras?

— Sí —confirmó Nicci.

— Exactamente las mismas —dijo Merissa con voz inexpresiva—. Todo es culpa de Liliana.

— Tal vez hemos contrariado al Custodio y, como penitencia, antes de recuperar su favor nos entrega al emperador para que lo sirvamos —sugirió Cecilia.

Merissa se irguió. Sus ojos se convirtieron en dos ventanas que permitían asomarse a su helado corazón.

— He entregado mi alma al Custodio —declaró—. Y si debo servir a esa vulgar bestia para ganarme de nuevo su gracia, lo haré, aunque eso signifique lamer los pies de ese hombre.

Ulicia recordó que Jagang, antes de alejarse del semicírculo que habían formado en el sueño que no era tal sueño, había ordenado a Merissa que se levantara. Luego, con gesto despreocupado, le había agarrado el seno derecho con su manaza y había apretado hasta que a la mujer le cedieron las rodillas. Ulicia lanzó un vistazo a los senos de Merissa y vio pálidos moretones.

Merissa no hizo ademán de cubrirse mientras posaba su serena mirada en los ojos de la líder.

— El emperador dijo que, si lo hacíamos esperar, lo lamentaríamos.

Ulicia había oído las mismas instrucciones. Jagang había dado muestras casi de desprecio hacia el Custodio. ¿Cómo había sido capaz de suplantar al Custodio en ese sueño que no era sueño? El porqué no importaba; lo había hecho. Todas habían vivido lo mismo. Así pues, no lo había soñado.

La Hermana sintió un atenazante terror en la boca del estómago, al tiempo que la pequeña llama de esperanza se extinguía. También a ella le había dado una pequeña muestra de lo que le esperaba si desobedecía. La sangre que se le secaba en los párpados era un recordatorio de lo mucho que había deseado que la demostración acabara. Había sido algo real y todas lo sabían. No tenían elección, ni tampoco tiempo que perder. Gotas de sudor frío les resbalaron entre los senos. Si vacilaban…

Ulicia saltó de la litera.

— ¡Cambiad el rumbo! —gritó, al tiempo que abría la puerta de par en par—. ¡Cambiad el rumbo ahora mismo!

No había nadie en el pasillo. Ulicia subió corriendo la escalerilla, gritando. Las demás corrían tras ella, aporreando las puertas de los camarotes. Pero a Ulicia no le interesaban las puertas, sino el timonel; era él quien fijaba el rumbo del barco y ordenaba a los marineros que desplegaran tal o cual vela.

Ulicia levantó la trampilla, que se abrió a una luz opaca. Todavía no había amanecido. Plomizas nubes bullían rozando casi la superficie de las oscuras aguas. Una espuma luminosa hirvió justo más allá de la batayola cuando la embarcación se deslizó por la pendiente de una enorme ola, creando la impresión de que se sumergían en un impenetrable abismo. Las otras Hermanas emergieron por la trampilla a la cubierta barrida por los rociones de agua.

— ¡Virad! —gritó Ulicia a los marineros con los pies desnudos, que se volvieron hacia ella con gesto de muda sorpresa.

La Hermana masculló una maldición y corrió a la popa, hacia la caña del timón. Las cinco Hermanas corrieron sobre la inclinada cubierta pisándole los talones. Agarrándose las solapas del abrigo con ambas manos, el timonel estiró el cuello para comprobar qué era aquel alboroto. De la abertura situada a sus pies emergió luz de linterna, que iluminó los rostros de los cuatro hombres encargados de la caña del timón. Los marineros se agruparon cerca del barbudo timonel y miraron boquiabiertos a las seis mujeres.

Ulicia jadeaba, tratando de recuperar el aliento.

— ¿Qué pasa, atajo de inútiles? ¿Es que no me habéis oído? ¡He dicho que deis media vuelta!

De repente comprendió la razón de que las miraran tan fijamente; las seis iban desnudas. Merissa se colocó a su lado con la misma actitud altiva y distante que mostraría de ir ataviada con un vestido que la cubriera del cuello a los pies.

Uno de los marineros, de lasciva mirada, habló mientras recorría golosamente con los ojos a la joven Hermana.

— Vaya, vaya. Parece que las damas quieren jugar un poco.

Merissa, manteniendo su actitud fría e inalcanzable, observó la libidinosa sonrisa del hombre con aire de serena autoridad.

— Mi cuerpo es mío y solamente mío. Nadie puede siquiera mirarlo a no ser que yo lo permita. Aparta enseguida tus ojos de mí o te los arrancaré.