– ¿Cuál es tu idioma?
– Su -dice suavemente-. ¿Cuál es su idioma?
Su danés tiene una ligera ascensión en cada palabra, como el fionés. *
Nos miramos a los ojos. Guarda una bolsa de plástico en uno de los bolsillos de delante. De allí saca una bola de arroz y se la mete en la boca. Mastica lenta y meticulosamente, traga y se frota las palmas de las manos.
– Contramaestre -añade.
Entonces se da la vuelta y se va. No hay nada tan ridículo bajo el sol como la fría cortesía europea ejecutada por un representante del tercer o cuarto mundo.
En mi camarote me cambio y me pongo la ropa de trabajo. Me ha dado las tallas correctas. En la medida en que la ropa de trabajo puede ser de la talla correcta. Lo intento poniéndome un cinturón alrededor de la bata. Ya no parezco una saca de correos. Ahora parezco un reloj de arena de metro sesenta. Me coloco un pañuelo de seda alrededor de la cabeza. Tengo que limpiar y no quiero que se me llene de polvo la pelusa fina que, poco a poco, va cubriendo mi calva. Voy a buscar un aspirador. Lo dejo en el pasillo y, como quien no lo quiere, me introduzco en el comedor. No tengo intención de reanudar el desayuno. No he sido capaz todavía de tragar ni un solo bocado. El mar delante de mi ojo de buey se ha ido filtrando hasta mi estómago durante la noche, y se ha mezclado con la sensación de gasóleo y con la conciencia de estar en mar abierto, revistiendo mi interior con una tibia náusea. Hay quien sostiene que es posible combatir el mareo subiendo a cubierta, al aire libre. Puede ser que funcione si el barco está atracado en un muelle o se encuentra atravesando el canal de Falsterbo y puedes, desde allí, ver la tierra firme que, en unos instantes, tendrás bajo los pies. Cuando Sonne me despertó esta mañana llamando a la puerta para darme una llave y me vestí y subí a cubierta en plumífero y gorra de esquiar y posé la mirada en la completa oscuridad invernal y entendí que tenía que seguir adelante porque estamos en mar abierto y no puedo echarme atrás, entonces, por primera vez, me puse enferma de verdad.
En el comedor hay dos mesas recogidas y limpias. Me coloco en la puerta de la cocina.
Urs está batiendo leche hirviendo en un cazo. Calculo que debe de pesar unos ciento quince kilos. Pero su carne es prieta. Todos los daneses están pálidos en invierno. Pero su tez tira más bien hacia lo verdoso. Cubierta, además, por una ligera capa de sudor en el calor de la cocina.
– Un desayuno extraordinario.
No lo he probado. Pero por algún lado tiene que empezar una conversación.
Me envía una sonrisa y vuelve a ocuparse de la leche mientras se encoge de hombros.
-I am Schweizer. [1]
He disfrutado del privilegio de aprender lenguas extranjeras. En vez de limitarme, como la mayoría de los demás, a hablar una versión debilitada de mi lengua materna, me he convertido en una desvalida en dos o tres idiomas más.
-Frühstück -digo- imponierend. Wie ein erstklassiges Restaurant. [2]
-Ich hatte so ein Restaurant. In Genf. Beim See. [3]
Sobre una bandeja ha dispuesto café, leche caliente, zumo, mantequilla, croissants.
– ¿Para el puente?
– Nein. El desayuno no hay que servirlo. Se envía por el montacargas de servicio. Pero si vuelve a las 11:15, Fräulein, estará listo el almuerzo de los oficiales.
– ¿Cómo se cocina en un barco?
La pregunta es una excusa para poder quedarme. Ha colocado una bandeja en el ascensor y ha presionado el botón en el que pone «Navigating Bridge». Ahora está preparando la siguiente bandeja. Es este servicio el que me interesa. Se compone de té, pan tostado, queso, miel, mermelada, zumo, huevos pasados por agua. Tres tazas con tres platos. El Kronos lleva, entonces, a tres pasajeros en la zona de cubierta, zona en la que a la camarera le está prohibido el paso. Deposita la bandeja en el ascensor y presiona el botón Boat Deck.
-Nicht schleht. Además se trata de eine Notwendigkeit. Also elf Uhr fünfzehn. [4]
El programa para el fin del mundo ya está fijado. Empezará con tres inviernos gélidos y durante este período, los lagos, los ríos y los mares se congelarán. El sol se enfriará para que nunca más pueda volver a ser verano. La nieve caerá sin cesar, blanca y despiadada. Entonces acontecerá un largo e interminable invierno y, finalmente, el lobo Skoll se tragará el sol. La luna y las estrellas se apagarán y reinará una oscuridad insondable. El invierno Fimbul.
Nos enseñaron en el colegio que así era como los nórdicos se imaginaban el fin del mundo antes de que el cristianismo les aleccionara de que el universo perecerá en las llamas. Siempre me acordaré. No porque me fuera menos ajeno a nivel personal que muchas otras cosas que había aprendido, sino porque trataba sobre la nieve. Cuando lo oí por primera vez, pensé que era una aberración creada por hombres que nunca habían logrado entender la naturaleza del invierno.
Había diversidad de opiniones al respecto en Groenlandia del Norte. Mi madre, y muchos otros con ella, preferían el invierno. Por la caza sobre el hielo nuevo, por el sueño profundo; por las tareas domésticas; pero sobre todo, por las visitas. El invierno era el tiempo de las reuniones, no el del fin del mundo.
También nos contaron en el colegio que la cultura danesa había hecho importantes adelantos desde la antigüedad, desde la teoría del invierno Fimbul. Hay momentos en los que me cuesta creer que pueda ser así. Como ahora, mientras estoy limpiando el aparato de rayos uva con alcohol en la sala de pesas del Kronos.
La luz ultravioleta de un aparato encendido de este tipo descompone pequeñas cantidades del oxígeno del aire atmosférico creando un gas inestable, el ozono. El penetrante aroma de pino también se encuentra en Qaanaaq, durante el verano, a la fuerte luz del sol, casi dolorosa, sobre el enorme reflector creado por la nieve y el mar.
Limpiar este aparato que da tanto que pensar, constituye una de mis tareas.
Siempre me ha gustado limpiar. Aunque en el colegio intentaran educarnos en la pereza.
Durante el primer semestre la mujer de uno de los cazadores nos impartió las clases en el poblado. Un día de verano vinieron del internado y quisieron llevarme con ellos a la ciudad. Eran un sacerdote danés y un catequista de Groenlandia Occidental. Daban órdenes sin mirar nuestras caras. Nos llamaban avanersuarmiut, gente del norte.
Moritz me obligó a irme. Mi hermano se había hecho demasiado mayor y tozudo para él. El internado estaba en Qaanaaq, en medio de la ciudad. Permanecí allí durante cinco meses, hasta que mi belicosidad maduró lo suficiente como para poder negarme.
En el colegio nos servían todas las comidas. Nos bañábamos en agua caliente cada día y nos cambiábamos de ropa cada dos. En el poblado solíamos bañarnos una vez a la semana y con mucha menos frecuencia, cuando íbamos de caza o viajábamos. Yo estaba acostumbrada a ir a por kangirluarhuq, grandes bloques de hielo, en el glaciar, al otro lado de las colinas rocosas, y transportarlos de vuelta a casa en sacos, derritiéndolos luego sobre la estufa. En el internado abrían un grifo. Cuando llegaron las vacaciones de verano, todos, alumnos y maestros, nos fuimos a Herbert Island, donde visitamos a los cazadores y, por primera vez en mucho tiempo, comimos carne de foca y tomamos té. Entonces fue cuando noté la parálisis. No sólo en mí, sino también en los demás. No había manera de que nos incorporáramos, de que nos esforzáramos, ya había dejado de ser algo natural para nosotros coger agua, jabón neutro y un paquete de Neogene y ponernos a lavar las pieles. Nos habíamos desacostumbrado a lavar la ropa y era imposible reunir las fuerzas necesarias para cocinar. Cuando había alguna pausa en las labores, nos deslizábamos hacia un letargo similar al sueño en el que deseábamos que alguien se hiciera cargo, nos sustituyera, nos liberara de nuestras obligaciones e hiciera lo que nosotros mismos deberíamos haber hecho.
* Dialecto danés de la isla de Fionia.