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– Un minuto, doscientos metros.

– Izadlo.

La voz proviene del altavoz del intercomunicador que está en la pared. Suelto el canto de la mesa al que me he agarrado. Me sudan las palmas de las manos. He oído esa voz antes. En el teléfono, en mi piso. La última vez que estuve allí.

Se apaga la luz roja. De la oscuridad de la noche surge un contorno gris que emerge de la bodega de proa y en un vaivén se desliza lentamente por la borda.

– Diez segundos.

– Verlaine. Arría.

Debe de estar sentado en el puesto cerrado de vigía en lo alto del mástil de proa. Lo que escuchamos son las órdenes que da a cubierta.

– Aguantad firme. Lascad.

– Cinco segundos. Cuatro, tres, dos, uno, cero.

Un destello de luz perfora a popa un túnel en la noche. El contenedor está en el agua, a cinco metros de la popa. Aparentemente va montado en los bigotes de la ola. Desde una de las esquinas corre un cabo azul hacia la proa siguiendo el costado del barco. Cerca de la regala están María y Fernanda, Hansen y los grumetes. Con algo que parece un bichero muy largo, lo mantienen alejado del casco. Bajo la luz del foco puedo ver que hay dos estrechos y blancos listones de goma hinchables a lo largo de los lados del contenedor.

– Verlaine. Arriad.

Me voy acercando al alerón. La luz proviene de uno de los focos que están montados en la regala. Es Sonne quien maneja el foco. Mueve el cono de luz escudriñando la superficie del mar. El contenedor se ha soltado del cabo, ya se encuentra a unos cuarenta metros hacia popa y se está hundiendo.

Se oye un estampido plano. Los cinco caparazones de fibra de vidrio en la superficie del agua salen despedidos y, sobre la enorme caja metálica, se abren, como cinco grandes nenúfares, cinco flotadores autohinchables de color gris. Entonces se apaga el foco.

– Un metro, dos mil litros.

Es la voz de la mujer.

Tres mil. Cuatro mil. Dos metros. Cinco mil litros. Dos metros. Dos y medio. Dos treinta. Cinco mil litros y dos treinta.

Me coloco al lado de la bandeja con la que he servido el café. En el sitio que me corresponde, mi sitio. En el instrumento que la mujer tiene delante hay ahora varios displays rojos que se han encendido.

– Lo largo. Cuatro mil setecientos y dos y medio. Tres, tres veinte, cuatro, cuatro y medio, cinco. Cinco mil setecientos litros y cinco metros. La escora es cero. La temperatura, medio grado bajo cero.

Pulsa un botón y se expande un sonido en el espacio, como si hubieran traído mi despertador.

– Demora, diez cuatro.

Desconecta y apaga el aparato intercomunicador. El hombre que está delante se incorpora en la corredera. La tensión se ha relajado. Sonne entra en la habitación y cierra la puerta. Lukas está de pie justo a mi lado.

– Ya puede volver a su camarote.

Hago un gesto hacia el café. Él sacude la cabeza. Ni siquiera quiere que lo sirva en las tazas. Me ha hecho subir para que transportara una bandeja unos seis metros, desde el montacargas de la cocina hasta el puente. No tiene sentido. A no ser que Lukas haya querido que viera lo que acabo de ver.

Recojo la bandeja. La mujer que tengo delante saca el brazo y acaricia al hombre. No le mira. Su mano reposa por un instante contra la nuca del hombre. Entonces enrolla un pequeño mechón de su pelo alrededor de los dedos y estira. No me han prestado la menor atención. Estoy esperando que el hombre reaccione ante el dolor. Pero, sin embargo, permanece totalmente quieto, impávido.

La cara de Urs brilla de sudor. Está intentando, al mismo tiempo, gesticular y equilibrar la enorme olla de diez litros.

-Feodora, die einzige mit sechzig Prozent Cacao. Und die Schlagsahne muss ein bischen gefroren sein. Diez minutos im congelador. *

Los once están aquí. No hay ninguna pregunta pendiente en el aire. Como si yo fuera la única que no ha entendido lo que ha tenido lugar. O como si no tuvieran ni la más mínima necesidad de entender.

Sorbo el chocolate ardiente a través de la nata ligeramente congelada. El efecto que consigo es similar a una embriaguez instantánea que empieza en el estómago y que asciende, ardiente y palpitante, hasta lo alto de la coronilla. Me pregunto qué hará un mago como Urs a bordo del Kronos.

Verlaine me observa pensativo. Pero yo eludo su mirada.

Soy la penúltima en irme. En una esquina, Jakkeisen rumia sobre una taza de café negro.

María está en el baño, de pie delante del espejo. En un primer momento creo que es una especie de prótesis; luego me doy cuenta de que se trata de pequeños conos de aluminio huecos. Lleva uno en cada punta de los dedos y ahora los retira con suavidad y cuidado. Debajo de los conos, sus uñas son rojas, perfectas y miden cuatro centímetros de largo.

– Mantengo a mi familia -me dice-. En Phuket. Con mi paga. Llegué a Dinamarca como puta. En Tailandia, o eres virgen o eres puta.

Su danés es más oscuro que el de Verlaine, más ininteligible.

– A veces podía llegar a tener treinta clientes en un solo día. He logrado salir de ello trabajando.

Lleva la uña del índice hasta mi mejilla y la apoya contra mi piel.

– Una vez le saqué los ojos a un policía.

Me quedo donde estoy y me apoyo contra la uña. Me mira con ojos examinadores. Entonces deja caer la mano.

Espero dentro de mi camarote con la puerta entreabierta. Jakkeisen llega unos instantes más tarde. Su camarote está un poco más abajo del pasillo. Cierra la puerta con llave tras de sí. Me acerco a su puerta con los pies descalzos. Dentro, está trajinando con algo. Salen unos ruidos débiles del interior, el tirador se mueve hacia arriba. Está atracando la silla del escritorio debajo del tirador de la puerta.

Se está atrincherando. Tal vez tema que alguna de las mujeres que lo desean reviente la puerta.

Vuelvo de puntillas a mi camarote. Me desvisto, encuentro mi albornoz rosa y mi guante de crin en la caja y me dirijo con aire decidido al baño. Silbo, me froto con el guante, me seco, me unto con cremas y a lo largo del pasillo vuelvo chasqueando en sandalias a mi camarote. Desde allí, me vuelvo a deslizar con pasos sigilosos hasta la puerta de Jakkeisen.

Todo está en silencio al otro lado de la puerta. Es posible que se esté haciendo la manicura o que, de otra manera, se esté cuidando sus delicadas manos. Pero no lo creo.

Llamo a la puerta. No me contesta. Golpeo con más fuerza. El silencio es total. En el bolsillo de mi albornoz llevo mi propia llave. La introduzco y la cerradura se abre. Sin embargo, la puerta sigue sin abrirse. Empiezo a tirar suavemente del tirador. Después de un minuto de moverlo de un lado a otro, la silla se cae al suelo. Espero a que el pánico se aplaque. Entonces abro la puerta con un suave empujón. No sin antes haber echado un vistazo a ambos lados del pasillo. La situación podría mal interpretarse.

Me quedo de pie en la oscuridad. No se oye ni el más mínimo ruido. Acabo por decidir conmigo misma que el camarote debe de estar vacío. Entonces enciendo la luz.

Jakkeisen duerme en pijama de seda tailandesa de delicados colores pastel. Su piel parece de cera. Hay burbujas de baba en las comisuras de sus labios que se mueven en cada una de sus exhalaciones débiles y entrecortadas. Uno de sus brazos cuelga fuera del camastro. La muñeca que sobresale de la manga de su pijama es terriblemente delgada. Parece y, en cierto sentido, es un niño enfermo.

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* «Feodora, el único con sesenta por ciento de cacao. Y la nata debe estar ligeramente congelada. Diez minutos en el congelador.» (N. de la T.)