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Subo por las escaleras y salgo al castillo de popa. Desde allí brilla, a través de dos cristales alargados, la luz de la proyección de la película. Me acerco gateando hasta el mamparo debajo de la ventana y echo un vistazo. Hasta que no encuentro la nuca atezada de Verlaine y el perfil de los rizos de Jakkeisen, no vuelvo al pasillo. Me encierro en el camarote de Jakkeisen.

Ahora sólo hay ropa de cama en el cajón de debajo del catre. Pero el juego de ajedrez sigue todavía en su sitio. Envuelvo la caja en mi jersey. Entonces aguzo el oído por si viene alguien y vuelvo a mi camarote. A lo lejos, en una dirección indeterminada, se percibe, a través del casco de metal, la banda sonora de la película.

Meto la caja en un cajón. Es una sensación extraña el hecho de estar en posesión de algo que, dependiendo del puerto en el que fuera encontrado, bastaría para condenar a su propietario a cualquier pena, desde tres años de prisión menor incondicional hasta la pena de muerte.

Me pongo ropa deportiva. Lío la bola de metal en una toalla de baño larga y blanca que he sacado. Luego la vuelvo a colgar del colgador. Entonces me siento a esperar.

Si tienes que esperar mucho tiempo, debes intervenir en tu tiempo de espera para evitar que éste acabe siendo destructivo. Si te abandonas a la suerte, la conciencia empieza a vagar extraviándose; entonces el miedo y el desasosiego despiertan; entonces asoma la depresión; entonces te arrastra hacia abajo.

Con el fin de mantenerme a flote, me pregunto a mí misma lo que es un ser humano, quién soy yo.

¿Acaso soy mi nombre?

El año en que nací, mi madre se fue a Groenlandia Occidental y cuando volvió, trajo con ella el nombre de mujer Millaaraq. Porque a Moritz le recordaba la palabra danesa mild, que significa «dulce» y que no se encontraba en el diccionario de la relación amorosa que tenían él y mi madre, porque era su deseo someter todo lo groenlandés a una transformación que lo pudiera convertir en algo europeo y conocido y porque, por lo que me han contado, yo le había sonreído. * Sin duda, se trataba de la confianza ciega e ilimitada del recién nacido, que todavía no sabe lo que le espera. Por todo ello, hizo que se pusieran de acuerdo para ponerme el nombre de Smilaaraq que, debido al desgaste al que el tiempo nos somete a todos, se abrevió a Smila.

Que únicamente es un sonido. Por lo tanto, puedes buscar detrás del sonido donde encontrarás el cuerpo con su circulación, sus desplazamientos de líquidos. Su júbilo por el hielo, su ira, sus ansias, su conocimiento del espacio, su estado ruinoso, su infidelidad y su lealtad. Detrás de estos sentimientos se encuentran, pues, la ascensión y el deterioro de las fuerzas innominadas; imágenes del recuerdo descompuestas e inconexas; sonidos sin nombre. Y geometría. En lo más profundo de nuestro ser se encuentra la geometría. Mis profesores en la universidad preguntaban una y otra vez cuál era la realidad de los conceptos geométricos. ¿Dónde están acaso, preguntaban, un círculo perfecto, una verdadera simetría, un absoluto paralelismo, si no pueden construirse en este mundo imperfecto y exterior?

No les contesté, porque no hubieran entendido la evidencia de la respuesta y sus consecuencias incalculables. La geometría se encuentra como fenómeno congénito en nuestra conciencia. En el mundo exterior nunca existirá un cristal de nieve perfecto. Pero en nuestra conciencia se encuentra el conocimiento resplandeciente e ideal del hielo perfecto.

Si se dispone de más fuerzas, se puede seguir buscando; detrás de la geometría, hacia atrás, en aquellos túneles de luz y oscuridad que hay en cada uno de nosotros y que se extienden hacia la infinitud.

¡Hay tantas cosas que se podrían hacer si se tuvieran las fuerzas necesarias!

Hace dos horas que terminó la película. Dos horas desde que Jakkelsen cerró su puerta con llave. Pero no hay razón para impacientarse. Es imposible criarse en Groenlandia sin acabar familiarizándose con los abusos. Es un error muy común creer que las drogas hacen que la gente sea imprevisible. Al contrario, la hace muy, pero que muy previsible. Sé que Jakkeisen vendrá. Tengo la suficiente paciencia como para esperarle el tiempo que sea necesario.

Me inclino hacia delante para apagar la luz y así poder estar en la oscuridad. El interruptor está entre el lavabo y el armario y, por lo tanto, tengo que inclinarme.

Ése es el momento que escoge. Por lo visto debe de haber estado con la oreja pegada a la puerta. He infravalorado a Jakkeisen. Se ha acercado a hurtadillas hasta mi puerta y ha abierto la cerradura, aguardando luego un movimiento audible detrás de ella; y todo eso, sin que yo, que me encontraba al otro lado, le haya podido oír. Ahora la abre con tal precisión que me golpea contra la sien, arrojándome al suelo entre la cama y el armario. Ya está dentro y ha cerrado la puerta detrás de él. No se ha confiado de su fuerza física. Ha traído consigo un enorme pasador de cabo, con el mango de madera y una punta hueca de acero pulido.

– Devuélvemelo -dice.

Intento incorporarme.

– Quédate en el suelo.

Me siento.

Gira el pasador entre las manos para que el extremo pesado quede abajo y, con la misma violencia, me golpea el pie. Me da en el tobillo derecho, justo encima de la articulación. Por un instante, el cuerpo se resiste a creer en la magnitud del dolor pero, enseguida, una llama blanca de fuego atraviesa mi cuerpo hasta la parte superior del cráneo y vuelvo a caer contra el suelo.

– Devuélvemelo.

No soy capaz de pronunciar ni una sola palabra. Pero meto la mano en mi bolsillo y extraigo el pequeño tubo y se lo paso.

– El resto.

– En el cajón.

Reflexiona. Para llegar al escritorio deberá pasar por encima de mí.

Su desasosiego es más pronunciado que nunca pero, sin embargo, denota determinación. Una vez oí a Moritz contar que se puede vivir una larga y sana vida con la heroína. Si se tiene dinero. La sustancia en sí tiene un efecto casi conservante. Lo que acaba empujando a los drogadictos a la tumba, son las escaleras frías, las hepatitis, las mezclas impuras, el sida y el trabajo devastador y extenuante que requiere encontrar el dinero suficiente. Pero si te lo puedes permitir, puedes convivir con tu dependencia y desgastar tu salud. Dijo Moritz.

Me pareció entonces que exageraba. La exageración cínica, irónicamente distanciadora del profesional. La heroína es un suicidio. Para mí, no mejora porque se extienda a lo largo de veinticinco años. De todas formas, denota un profundo desprecio por la vida de uno mismo.

– Tú la sacas por mí.

Me pongo en cuclillas. Cuando intento apoyarme, la pierna derecha cede bajo mi peso y me caigo de rodillas. Hago que la caída sea más escandalosa y me levanto, asiéndome del lavabo. Del perchero descuelgo la toalla blanca con la que me seco la sangre de la cara. Entonces me doy la vuelta y, a la pata coja, doy un salto hacia el escritorio y los cajones. Todavía con la toalla en la mano, me dirijo hacia el armario.

– La llave está aquí dentro.

En la misma vuelta inicio el giro. Un arco de círculo que se adelanta hasta llegar al ojo de buey, se eleva hacia el techo y acelera en su descenso contra su tabique nasal.

Lo ve llegar y da un paso atrás. Pero sólo está preparado para recibir el latigazo de un trozo de tela. La bola en el interior del rizo de la toalla le golpea encima del corazón. Cae de rodillas. Entonces vuelvo a hacer girar la toalla. Le da tiempo a subir el brazo. El golpe le llega debajo del hombro y lo derriba sobre la cama. Ahora su mirada es asesina. Le golpeo con todas mis fuerzas, apuntando a su sien. Hace lo correcto, se adelanta al golpe, levanta el brazo de manera que la toalla se enrolle alrededor de su brazo y da un tirón. Yo me precipito contra él, cayendo un metro hacia delante. Entonces me golpea con el pasador, en un movimiento bajo y arrollador, dándome de pleno en el abdomen. Tengo la sensación de verme a mí misma desde fuera, empujada hacia atrás en el camarote y entiendo que lo que me golpea en la espalda es el escritorio. Se desliza por encima del catre. Siento que me he quedado sin cuerpo, y miro hacia abajo. Primero creo que corre un líquido blanco desde mi interior. Entonces me doy cuenta de que se trata de la toalla, que he arrastrado conmigo en la caída. Jakkeisen aparece por encima del borde de la cama. Recojo la bola del suelo, acorto la longitud de la toalla a la mitad, pongo mi mano derecha sobre la izquierda y tiro hacia arriba con los brazos extendidos.

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* Smil en danés significa «sonrisa». (N. de la T.)