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En los años sesenta del siglo pasado, el catequista groenlandés Hanseeraq registró en el diario de la Hermandad, Diarium FriedrichstaL varios casos de mujeres que cazaban como hombres. Hay ejemplos de ello en la compilación de leyendas de Rink y en Las Noticias de Groenlandia. Supongo que nunca ha sido corriente, pero se han dado algunos casos. Por un superávit de mujeres, de muertos y de miseria; por el reconocimiento natural en Groenlandia de que cada uno de los dos sexos encierra en sí la posibilidad del contrario.

Por regla general, las mujeres han tenido que vestirse como hombres, han tenido que renunciar a su vida en familia. La comunidad ha soportado un cambio de sexo pero, sin embargo, ha sido incapaz de asumir una situación transitoria y cambiante.

El caso de mi madre fue distinto. Ella crió y parió a sus hijos; murmuró sobre sus amigas y limpió pieles. Pero también cazó, navegó en piragua y trajo la carne a casa como un hombre.

Cuando tenía doce años, acompañó a su padre a los hielos en el mes de abril y allí él disparó contra un nuttoq, una foca que tomaba el sol en el hielo. Sin embargo, falló su disparo. Para otros hombres hubiera sido fácil buscar varios motivos que explicaran el error, pero para mi abuelo sólo había uno: que algo irreparable estaba ocurriendo. Se trataba de la lenta calcificación del nervio óptico. Un año más tarde estaba totalmente ciego.

Aquel día de abril, mi madre se quedó allí pensando mientras su padre fue a inspeccionar un sedal. Estuvo rumiando las diferentes posibilidades existentes con respecto al futuro. Como, por ejemplo, aquella ayuda social, que en Groenlandia, todavía hoy en día, está por debajo del nivel de subsistencia y que entonces era una especie de burla no intencionada. También estaba la posibilidad de morir de hambre, algo que, por otro lado, no era un hecho excepcional, o la de una vida arrimada a parientes que tampoco eran capaces de sostenerse a sí mismos.

Cuando la foca volvió a salir del agua, disparó y dio en el blanco.

Hasta ese momento, ella había pescado cotos espinosos e hipoglosos y había cazado algunas perdices blancas. A partir de esa primera foca, se convirtió en una cazadora.

Creo que muy raras veces se apartó de su nueva identidad para observarse a sí misma desde fuera. Recuerdo una ocasión en que nos encontrábamos en un campamento de verano en Atikerluk, una montaña que en verano era invadida por los «reyes marinos», por tantos pájaros negros con el pecho blanco que sólo aquel que los ha visto puede hacerse una idea de su cantidad. Supera lo mensurable.

Habíamos llegado del norte, donde habíamos cazado narvales desde pequeñas balandras impulsadas por motores diésel. Un día cazamos ocho piezas. En parte, porque el hielo los había encerrado en un área limitada. En parte, porque los tres barcos perdieron el contacto entre sí. Ocho narvales representaban demasiada carne, incluso si se destina a comida para perros. Demasiada carne.

Una de las ballenas era una hembra preñada. El pezón se encuentra justo encima de la abertura genital. Cuando mi madre, de un sólo tajo, abrió la cavidad abdominal para sacar las vísceras, una cría de un metro y medio, blanca como los ángeles y totalmente desarrollada, se deslizó desde las entrañas de su madre hasta caer sobre el hielo.

Durante cerca de cuatro horas, los cazadores permanecieron casi mudos, observando el sol de medianoche que en esta estación del año hace que la luz sea interminable, mientras comían mattak, piel de ballena. Yo no fui capaz de llevarme nada a la boca.

Una semana más tarde nos encontrábamos en la montaña de las aves y, desde hacía un día, no habíamos comido nada. La técnica consiste en desaparecer en el paisaje, esperar y cazar las grandes aves con una red. En mi segundo intento, cacé tres.

Eran hembras que volvían al nido donde estaban sus crías. Suelen empollar en las laderas abruptas, donde los polluelos hacen un ruido infernal. Las madres guardan los gusanos que encuentran en una especie de bolsa en el pico. Los matas apretándoles el corazón. Yo tenía tres pájaros.

Hubo tantas situaciones como ésta antes, tantos pájaros muertos, asados en barro y comidos; tantos, que ni siquiera puedo recordarlos todos. Y a pesar de ello, súbitamente, sus ojos me parecieron túneles al fondo de los cuales sus crías esperaban. Los ojos de estas crías eran túneles también, al final de los cuales se encontraba la cría del narval cuya mirada me transportaba hacia dentro y me hacía desaparecer en la nada. Lentamente le di la vuelta a la raqueta y, con una corta explosión de ruido, las aves se elevaron en el aire.

Mi madre está sentada a mi lado, en silencio. Y me mira como si hubiera algo en mí que viera por primera vez.

No sé qué me detuvo. La compasión no es una virtud en el ártico, más bien es considerada como una especie de insensibilidad, una falta de sentimiento por los animales, por el medio ambiente, por las circunstancias y el carácter apremiante de la necesidad.

– Smila -me dice-, te he llevado en amaat.

Estamos en el mes de mayo y su piel es de un tono oscuro y un resplandor profundo, como una docena de capas de barniz. Lleva pendientes dorados y una cadena con dos cruces y un áncora. Ha recogido su pelo en un moño en la nuca y es grande y hermosa. Incluso ahora, cuando pienso en ella, sigue siendo la mujer más bella que he visto en mi vida.

Debo de tener unos cinco años. No sé exactamente lo que pretende decirme con estas palabras, pero es la primera vez que entiendo que somos del mismo sexo.

– Sin embargo -dice-, soy fuerte como un hombre.

Lleva una camisa de algodón a cuadros rojos y negros. Se sube una de las mangas y me muestra su antebrazo, que es ancho y recio como una pagaya. Entonces se desabrocha lentamente la camisa. Ven, Smila, me dice quedamente. Nunca me besa y pocas veces me toca. Pero en momentos de gran intimidad deja que beba su leche, que sigue estando allí, detrás de la piel, de la misma manera que lo está la sangre. Abre sus piernas para que yo pueda sentarme entre ellas. Como los demás cazadores, lleva pantalones de piel de oso que sólo se curten de una manera superficial. Le encanta la ceniza, a veces se la come directamente de la hoguera y se unta con ella bajo los ojos. Me introduzco en este aroma de carbón quemado y piel de oso hasta llegar a sus pechos, de un blanco resplandeciente con una gran aureola rosa pálido. Allí bebo immuk, la leche de mi madre.

Posteriormente, intentó explicarme una vez cómo, en un solo mes, podían llegar a reunirse más de tres mil narvales en un mismo estrecho en plena ebullición de vida. Al mes siguiente, acaban cercados por el hielo y mueren de frío. Cómo, en los meses de mayo y junio, hay tantos reyes marinos que tiñen las rocas de negro. Y cómo, un mes después, han muerto de hambre medio millón de aves. A su manera, quiso darme a entender que, tras la vida de los animales árticos, siempre ha estado latente la fluctuación extrema de las poblaciones. Y que, en estos movimientos, lo que nosotros tomamos, supone menos que nada.

La entendí, entendí cada una de sus palabras. Entonces y después. Pero no cambió nada. Al año siguiente, el año anterior al que ella desapareció, empecé a sentir náuseas cada vez que pescaba. Tenía entonces cerca de seis años. No era lo suficientemente mayor como para preguntarme por qué. Pero era suficientemente mayor como para entender que se trataba de una especie de distanciamiento de la naturaleza. Que una parte de ella había dejado de estar a mi alcance de la manera natural en que lo había estado antes. Quizá fue entonces cuando empecé a sentir deseos de entender el hielo. Querer entender es intentar reconquistar algo que hemos perdido.

– El profesor Loyen…