Escudriño su rostro para ver si se trata de un chiste, pero mueve el brazo en un gesto de rechazo.
-Flussmarine. [9] Era cocinero. Un compañero de entonces tenía conexiones en Hamburgo. Me propuso el Kronos. Ich hatte meine Lehrzeit teilweise in Danemark, in Toender gemacht. [10] Fue difícil. No encuentras trabajo si has estado en la cárcel.
– ¿Quién se encargó de tu contratación?
No me contesta.
– ¿Quién es Toerk?
Se encoge de hombros.
– Lo he visto einmal. Se mantiene en la cubierta de botes. Son Seidenfaden y la señora que salen.
– ¿Qué vamos a recoger?
Sacude la cabeza.
-Ich bin Koch. Es war unmöglich Arbeit zu kriegen. Sie haben keine Ahnung, Fräulein Smila. [11]
– Quiero ver las cámaras frigoríficas y las gambuzas.
Hay miedo en su rostro.
-Aber Verlaine hat gesagt, die Jaspersen will.… [12]
Me inclino hacia delante sobre la mesa. De esta manera lo empujo lejos de la pasta, lejos de nuestro entendimiento de antes, de su confianza en mí.
– El Kronos es un barco de contrabando.
Ahora es presa del pánico.
-Ahh, ich bin kein Schmuggler. Ich konnte nicht ertragen, noch einmal ins Gefängnis zu gehen. [13]
– ¿Acaso no fue el mejor tiempo de tu vida?
-Aber es war genug. [14]
Me toma del brazo.
-Ich will nicht zurück. Bitte, bitte. [15] Si nos pillan, cuénteles que soy inocente, que no sabía nada.
– Veré qué puedo hacer -le digo.
Las gambuzas están debajo de la cocina. Constan de una cámara frigorífica para la carne, una para los huevos y el pescado, otra doble, con una temperatura de dos grados, para otros alimentos perecederos, y de varios armarios. Las gambuzas están repletas, limpias, ordenadas, son funcionales y dan la sensación de ser utilizadas constantemente, tanto que no puedan servir de escondrijo de nada.
Urs me las muestra con una mezcla a partes iguales de orgullo profesional y de temor. Pero tardamos diez minutos en revisarlas. Tengo una programación preestablecida. Vuelvo a la lavandería. Centrifugo la ropa. La meto en la secadora y giro el botón hasta la posición de start. Entonces vuelvo a salir y me sumerjo en las entrañas del barco.
No sé nada de motores. Y, además, no pienso aprender.
Cuando tenía cinco años, el mundo era ininteligible para mí. Cuando tenía trece, en cambio, me parecía sucio y previsible hasta la depresión. Ahora sigue siendo turbio y de nuevo, aunque de otra manera, tan complejo como cuando era niña.
A medida que han ido pasando los años, yo misma he elegido voluntariamente ciertas limitaciones. No tengo fuerzas para volver a empezar de nuevo. Para aprender un nuevo oficio. Para luchar contra mi propia personalidad. Para ponerme al corriente de un motor diésel.
Me ciño a los comentarios sueltos de Jakkeisen.
– Smila -dice cuando lo sorprendo esta mañana en la lavandería, de espaldas a la entrada de agua caliente, con un puro en la boca y las manos enterradas en los bolsillos para que el aire salino no le estropee su piel delicada, destinada a acariciar la entrepierna de alguna mujer.
– Smila -contesta a mi pregunta sobre el motor-, es enorme. Nueve cilindros de un diámetro de cuatrocientos cincuenta cada uno, con una carrera de setecientos veinte milímetros. Burmeister y Wain, directamente reversible, con sobrealimentación. Navegamos a dieciocho o diecinueve nudos. Es de los años sesenta, pero ha sido reformado. Estamos equipados como un rompehielos.
Contemplo la máquina. Se yergue ante mis ojos, me veo obligada a pasar por su lado. Sus llaves, sus válvulas de inyección, sus tuberías de refrigeración, sus tubos, sus muelles, su acero pulido y su cobre, su canal de escape y su movilidad inanimada aunque, sin embargo, enérgica. Como los pequeños teléfonos negros de Lukas, el motor es también la expresión quintaesenciada del mundo civilizado. Algo, al mismo tiempo, evidente e incomprensible. Aunque llegara a ser necesario, no sabría cómo detenerlo. En cierto sentido, tal vez no pueda ser detenido. Tal vez podría interrumpirlo temporalmente pero no pararlo definitivamente.
Tal vez da esa sensación porque no es, como lo es el hombre, una individualidad, sino un duplicado de algo subyacente, algo perteneciente al alma de la máquina, el sistema axiomático de todos los motores.
O quizá se trata de una mezcla de soledad y miedo que me hace ver visiones.
De cualquier modo, no soy capaz de explicar lo fundamental e importante. Por qué el Kronos, hace dos meses, en Hamburgo, fue dotado de un motor sobredimensionado hasta la exageración.
La escotilla del mamparo de popa de la sala de máquinas es aislante. Cuando se cierra detrás de mí, el ruido del motor desaparece y mis oídos resuenan sordamente. El túnel desciende seis peldaños. Desde allí, se extiende el pasillo veinticinco metros, recto como una regla, iluminado por unas lámparas cubiertas con tela metálica, una copia exacta del trayecto que Jakkeisen y yo recorrimos, debe de hacer ahora menos de veinticuatro horas, pero que me parece de hace una eternidad.
Los tanques que están debajo de la cubierta están indicados con un número en el suelo. Paso por los números siete y ocho. En la pared, sobre la ubicación de cada uno de los tanques, hay un extintor de espuma, una manta contra incendios y un botón de la alarma de incendios. No es muy agradable que te recuerden la posibilidad de incendios a bordo de un barco.
El túnel va a dar a una escalera que sube en espiral. La primera escotilla está a mano izquierda. Si mis mediciones provisionales se sostienen, ésta me conducirá a la bodega más pequeña de popa. Me la salto y paso de largo. La próxima está tres metros más arriba.
La nave contrasta con todo lo que he visto hasta entonces. No tiene más de seis metros de altura. Los costados no llegan hasta la altura de la cubierta sino que acaban en los entrepuentes, donde el cono de luz de mi linterna desaparece en la oscuridad.
La nave es una bodega desconchada, sucia, deslucida, que da la sensación de haber sido muy utilizada. Contra uno de los mamparos han sido arrumbados calces de madera, sogas de cáñamo y carretillas de mano, usados para afianzar y mover la carga.
Contra el otro mamparo hay alrededor de cincuenta traviesas apiladas y ligadas.
En la cubierta siguiente, una puerta comunica con el entrepuente. El haz de luz encuentra paredes lejanas, el borde alto hasta donde llega la bodega, el apuntalamiento debajo del lugar que corresponde al palo de popa. Ristras de cables eléctricos pintados de blanco, las salidas del extintor automático de incendios.
La cubierta se extiende de un costado a otro del barco. En realidad, es una sola nave extensa, de techos bajos y apuntalada con columnas, que empieza en algún lugar de los mamparos detrás de la que la separa de las cámaras frigoríficas y las gambuzas y que, hacia el otro lado, desaparece, a popa, en la oscuridad.
Me pongo en marcha en esa dirección. Veinticinco metros más adelante hay una barandilla. Tres metros más abajo, la luz encuentra un fondo. La bodega de popa. Recuerdo la enumeración de Jakkelsen: mil pies cúbicos, dijo, contra los tres mil quinientos que acabo de ver.
Saco mi plano y lo cotejo con lo que hay debajo de mí. Parece más pequeño que en mi dibujo.
Vuelvo a la escalera de caracol y bajo hasta la primera escotilla.
Vista desde el suelo de la nave es comprensible que parezca menor que sobre mi dibujo. Está medio llena. Con una forma cuadrada de un metro y medio de altura bajo una lona azul.
[9] «Marinero de agua dulce.»
[10] «Hice mi aprendizaje en parte en Dinamarca, en parte en Toender.»
[11] «Soy cocinero. Fue imposible conseguir trabajo. No puede imaginárselo, señorita Smila.»