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Era en otros detalles más sutiles en los que Tanis se veía a sí mismo en su hijo. La agitación interna, no saber quién era, dónde estaba su lugar. Aunque Gil no le había dicho nada —apenas hablaban el uno con el otro— Tanis imaginaba que así era como se sentía Gil últimamente. Había rezado para que su hijo se ahorrara tales dudas y autocríticas. Al parecer, sus plegarias no habían sido escuchadas.

Gilthas de la Casa Solostaran [2] era hijo de Tanis, pero también era hijo de Laurana, un hijo de los elfos. Se le había puesto ese nombre por Gilthanas, hermano de Laurana (de cuyo extraño y trágico destino nunca se hablaba en voz alta). Gil era alto, esbelto, de estructura ósea delicada, cabello rubio y ojos almendrados. Sólo era una cuarta parte humano —al ser semihumano su padre— e incluso esa sangre extraña había sido atenuada, aparentemente, por la ininterrumpida línea de la realeza elfa que le habían legado sus antepasados.

Tanis había esperado —por la paz mental de su hijo— que el chico creciese elfo, que la sangre humana que tenía fuera demasiado débil para causarle problemas. Y vio cómo esa esperanza se perdía. A los dieciséis años, Gil no era el típico chico elfo dócil y respetuoso, sino que era taciturno, irritable, rebelde.

Y Tanis —al recordar cómo se había desbocado él mismo— mantenía sujetas las riendas ceñidas al cuello de su hijo con más fuerza si cabe.

Fija la mirada en el mapa, Tanis fingió no darse cuenta cuando Gil entró en la estancia. Tampoco alzó la vista porque sabía lo que se encontraría. Se vería a sí mismo allí plantado. Y como se conocía, como sabía cómo había sido, temía descubrirse reflejado en su hijo.

Y como lo temía, era incapaz de hablar de ello, y menos de admitirlo.

De modo que guardó silencio, mantuvo gacha la cabeza, sin apartar los ojos del mapa, de un lugar llamado Qualinesti.

Desde el momento que entró en la habitación, Gilthas supo que sus padres lo habían estado observando desde la ventana. Lo supo por el tenue rubor de turbación en las mejillas de su madre, por el hecho de que su padre se mostraba extremadamente interesado en un mapa que el propio Tanis había calificado de obsoleto, y sobre todo porque ninguno de los dos alzó la vista hacia él.

No dijo nada; esperó a que sus padres se delataran por sí mismos. Finalmente, su madre alzó la cabeza y le sonrió.

—¿Con quién hablabas fuera, mapete? —preguntó Laurana.

El doloroso y conocido nudo de irritación contrajo el estómago de Gilthas. ¡Mapete! ¡Un término cariñoso en elfo que se utilizaba para dirigirse a los niños!

Al no recibir respuesta, la expresión de Laurana se tornó aún más turbada y comprendió que había cometido un error.

—Ummm… ¿Hablabas con alguien fuera? Oí ladrar a los perros…

—Era un caballero, sir «Noséquién» —repuso Gilthas—. No recuerdo su nombre. Dijo que…

Laurana soltó la pluma. Su actitud era sosegada, así como su voz.

—¿Lo invitaste a entrar?

—Por supuesto que sí —intervino bruscamente Tanis—. Gil sabe que no debe dar un trato descortés a un Caballero de Solamnia. ¿Dónde está, hijo?

«Admítelo. Viste marcharse al caballero. ¿Me tomas por un completo idiota?», decían los ojos de Gilthas.

—¡Padre, por favor! —Gil empezó a perder el control—. Deja que termine lo que estaba diciendo. Claro que invité al caballero a entrar. No soy un necio. Conozco las reglas de la etiqueta. Dijo que no podía quedarse, que iba camino de su casa y que sólo había parado para entregaros esto a madre y a ti. —Gil mostró un estuche de pergaminos.

»Es de Caramon Majere. El caballero estuvo hospedado en El Ultimo Hogar, y cuando Caramon se enteró que sir William viajaba en esta dirección, le pidió que trajera este mensaje.

Gil tendió el estuche a su padre con gesto frío.

Tanis lanzó una mirada preocupada a su hijo y después miró a Laurana, que se encogió de hombros y sonrió pacientemente, como diciendo, «hemos herido sus sentimientos… otra vez».

Gil estaba «susceptible», en palabras de su madre. Bien, lo cierto es que tenía razones para estarlo.

Enfermizo y débil, su nacimiento fue muy deseado y tardo en llegar, y después Gil había estado enfermo la mayor parte de su vida. Cuando tenía seis años estuvo a punto de morir. Después de aquello, sus amantes y preocupados padres lo habían tenido «envuelto entre algodones», como rezaba el dicho. Arropado y protegido, como en un capullo.

Había superado la enfermedad al ir creciendo, pero ahora sufría jaquecas dolorosas y debilitadoras. Se iniciaban como si viese chispazos y terminaban en un insoportable dolor que a menudo lo llevaba a un estado casi inconsciente. No podía hacerse nada para remediar la enfermedad; los clérigos de Mishakal lo habían intentado sin éxito.

Tanis y Laurana pasaban mucho tiempo fuera de casa, los dos trabajando con ahínco para preservar los finos hilos de alianzas que unieron a distintas razas y naciones después de la Guerra de la Lanza.

Demasiado débil para viajar, Gil se quedaba al cuidado de una amorosa ama de llaves que lo adoraba quizás incluso un poquito más que sus padres. Para todos ellos Gil seguía siendo el niño débil que casi había muerto consumido por la fiebre.

A causa de su enfermedad, a Gil no se le permitió jugar con otros niños, suponiendo que hubiese habido otros niños viviendo en los alrededores, que no era el caso. A Tanis Semielfo le gustaba su vida privada, y había construido la casa deliberadamente lejos de las de los vecinos. A menudo solo con sus pensamientos, Gil había desarrollado muchas fantasías extrañas. Una de ellas era que sus jaquecas eran producto de la sangre humana que corría por sus venas. Tenía la delirante sensación, provocada por el horrible dolor, de que si pudiera abrirse las venas y extraer esa sangre extraña, acabaría con el sufrimiento. Nunca habló de esas fantasías con nadie.

Laurana no se avergonzaba de haberse casado con un semihumano. A menudo le tomaba el pelo a Tanis por la barba que llevaba, una barba que a ningún elfo le crecería. Tanis no se avergonzaba de su ascendencia mestiza.

Su hijo sí.

Gil soñaba con la patria elfa que nunca había visto y que probablemente no vería jamás. Los árboles de Qualinesti eran más reales para él que los del jardín de su casa. Gil no entendía que sus padres visitaran Qualinesti en contadas ocasiones ni la razón de que no lo hubiesen llevado con ellos cuando lo hicieron. Lo que sí sabía (o creía saber) es que ese distanciamiento era culpa de su padre. Así que el joven acabó por estar resentido contra su padre con una intensidad que a veces lo asustaba.

«¡No hay nada de mi padre en mí!», se decía cada día mientras se miraba ansiosamente en el espejo, temeroso de que algún pelo antiestético pudiera empezar a crecer en su barbilla.

«¡Nada!», repetía con satisfacción, examinando su tez suave y limpia.

Nada excepto la sangre. Sangre humana.

Y puesto que Gilthas lo temía, era incapaz de hablar de ello ni de admitirlo.

Así pues, siguió callado.

El silencio entre padre e hijo se había ido construyendo ladrillo a ladrillo con el paso de los años. Ahora era un muro difícil de escalar.

—Bueno, ¿no vas a leer la carta, padre? —demandó.

Tanis frunció el entrecejo, molesto por el tono insolente de Gil.

El chico esperaba que lo reprendiera. No sabía muy bien por qué, pero quería provocar a su padre para que perdiera los estribos. Entonces se dirían cosas… Cosas que hacía falta que se dijeran…

Pero Tanis esbozó la sonrisa paciente que se había acostumbrado a adoptar delante de su hijo y sacó el pergamino del estuche.

Gil le dio la espalda, se encaminó a la ventana y contempló sin ver el exuberante y elaborado jardín que se extendía allá abajo. Había estado a punto de abandonar la habitación, pero quería saber lo que contaba Caramon Majere.

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2

Entre los elfos, la costumbre es que un hijo tome el nombre de la casa de su padre, pero como Tanis Semielfo es hijo ilegítimo y su ascendencia cuestionable, a Gilthas se le dio el nombre de la casa de su abuelo materno, que es Solostaran.