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Pero cuando Haraldo y sus compañeros continuaron hacia el sur, las cosas se pusieron más interesantes. El aire allí era más suave y cálido y los asentamientos tenían un aspecto más próspero. Los errantes nórdicos encontraron aldeas de dimensiones considerables, construidas junto a montículos de tierra elevados y de cima plana, sobre los que se levantaban lo que parecían ser templos. La gente vestía elaboradas prendas tejidas y se adornaban con pendientes de cobre y collares hechos con dientes de oso. Era un pueblo que cultivaba la tierra y que recibió a los navegantes con simpatía y les ofreció comida hecha con cereales y carnes guisadas, servida en recipientes de arcilla decorados con extrañas imágenes de serpientes con alas y plumas.

Los nórdicos idearon un eficaz método de comunicación con este pueblo constructor de túmulos mediante el simple lenguaje de los signos, y así se enteraron de que existían territorios incluso más ricos hacia el sur; tierras donde los túmulos-templo estaban construidos no de tierra sino de piedra y donde las joyas no eran de cobre sino de oro. La distancia a la que se encontraban esos lugares era confusa. La información que recibieron los navegantes se limitó a numerosos y bruscos gestos con las manos, indicándoles que bajaran por la costa hasta llegar a su destino. Y eso fue lo que hicieron. Se dirigieron hacia el sur. La costa, que había estado a su derecha todo el camino desde Vinlandia, fue desapareciendo hasta el punto de que quedaron en mar abierto. El pueblo de los túmulos les había alertado ya de que aquello ocurriría. El instinto les dijo que giraran al oeste y más tarde, cuando detectaron signos de costa cercana, enfilaron de nuevo hacia el sur. Después de un tiempo, avistaron de nuevo la costa de ese continente occidental desconocido.

Entonces desembarcaron y se acercaron a la orilla. Y todo lo que el pueblo constructor de montículos les había dicho demostró ser cierto.

—Hay una gran nación allí —le contaba Haraldo al emperador—. Los ciudadanos, que son en extremo amistosos, llevan túnicas elegantemente tejidas y poseen oro en una abundancia pasmosa, y lo usan para cualquier cosa imaginable. No sólo los hombres y las mujeres llevan joyas de oro, sino que hasta los juguetes de los niños son de ese metal y los caciques comen en platos de oro.

Habló de colosales pirámides de piedra como las de AEgyptus, de relucientes templos de mármol, de inmensas estatuas representando a dioses extraños que parecían monstruos. Y, lo mejor de todo, ese rico territorio al que su pueblo llama Yucatán, era sólo el más próximo entre otros muchos ricos reinos de ese extraordinario nuevo mundo al otro lado del mar. Había otro territorio, mayor incluso, según se les había informado a los nórdicos, hacia el noroeste. Se llamaba México, o quizá México era el nombre de la totalidad del territorio, incluido Yucatán. Esto era incierto. El lenguaje de signos no era capaz de ser más específico. Y todavía más lejos, a alguna distancia indeterminable hacia el sur, había otra tierra llamada Perú, tan rica que, a su lado, México y Yucatán eran una nadería.

Después de oír esto, los nórdicos comprendieron que habían dado con algo demasiado grande como para explotarlo solos. Acordaron dividirse en dos grupos. Uno de ellos, dirigido por un tal Olao el danio, se quedaría en Yucatán y se informaría de todo lo que pudiera sobre aquellos reinos. El otro, bajo el mando de Haraldo de Svea, llevaría las noticias de su descubrimiento al emperador Saturnino y le ofrecería dirigir una expedición romana hasta el Nuevo Mundo en misión de conquista y saqueo, a cambio de un generoso reparto del botín.

Pero los nórdicos eran gente pendenciera. Cuando Haraldo y sus compañeros volvían sobre sus pasos por el trayecto costero de regreso a Vinlandia, en el lejano norte, las peleas por el mando a bordo del pequeño navio habían diezmado los miembros de la tripulación de once a cuatro. Uno de esos cuatro fue asesinado por un cuñado furioso en Vinlandia; otro pereció en una disputa por una mujer durante una escala en Islandia; Haraldo no dijo lo que le ocurrió al tercer hombre, pero hasta Europa sólo llegó él para contarle la historia del dorado México a Saturnino.

—Al instante, una fascinación abrumadora se apoderó del emperador —dijo el padre de Druso, el senador Lucio Livio Druso, quien se encontraba en la corte el día en que se le concedió audiencia a Haraldo—. Se veía venir. Era como si los nórdicos le hubieran lanzado un hechizo.

Aquel mismo día, el emperador bautizó el continente occidental con el nombre de Nova Roma, la nueva extensión exterior del Imperio —el Imperio Occidental—. Con una provincia de opulencia tan fantástica bajo su dominio, Occidente obtendría una superioridad definitiva en su rivalidad con su reino hermano, que cada vez ocasionaba más problemas, el Imperio Oriental. Saturnino ascendió a un veterano general llamado Valerio Gargilio Marcio al rango de procónsul de México y le otorgó el mando de tres legiones. Haraldo, pese a no ser ciudadano romano, fue nombrado duque del reino, un puesto superior al de Gargilio Marcio, y a los dos se les ordenó que cooperaran en la aventura. Para el viaje a través del océano, se construyó una flota de navios especialmente diseñados, que tenían el tamaño de barcos de carga, pero eran rápidos como buques de guerra. Disponían de velas, así como de remos, y eran lo suficientemente grandes como para llevar el equipamiento completo de un ejército invasor, incluidos caballos, catapultas, tiendas, fraguas y todo lo demás. «Los mexicanos no son una raza guerrera —le aseguró Haraldo al emperador—. Los conquistarás con facilidad.»

De todos los millares de hombres que partieron con gran fanfarria del puerto galo de Masilia, sólo diecisiete regresaron, catorce meses después. Estaban muertos de sed, aturdidos y debilitados, al borde de la muerte tras un viaje oceánico de terribles penalidades a bordo de una pequeña balsa descubierta. Sólo tres tuvieron la fuerza suficiente para articular alguna palabra, y éstos, como todos los demás, murieron al cabo de unos pocos días de su llegada. Sus relatos eran casi incoherentes. Dieron complicadas explicaciones acerca de enemigos invisibles, flechas que surgían de la nada, terroríficos insectos venenosos, calor sofocante. La afabilidad de los ciudadanos de Yucatán había sido un tanto sobreestimada, según parecía. Por lo visto, de una forma u otra, la fuerza expedicionaria había perecido al completo, con la excepción de aquellos diecisiete. De la suerte del duque Haraldo el sueco y el procónsul Valerio Gargilio Marcio nada pudieron decir. Presumiblemente, también habían muerto. Lo único claro era que la expedición había sido un fracaso absoluto.

En la capital, la gente recordaba con solemnidad la historia de Quintilio Varo, el general a quien César Augusto había enviado a los bosques teutónicos con el fin de someter a los bárbaros del norte. También tuvo tres legiones bajo su mando y, debido a su estupidez e incompetencia, hasta el último de sus soldados fue prácticamente masacrado en una emboscada en los bosques. El anciano Augusto nunca se recuperó completamente de aquella catástrofe. «¡Devuélveme mis legiones, Quintilio Varo!», exclamaba una y otra vez. Y ya no volvió a decir una palabra más acerca de enviar ejércitos a conquistar a los salvajes teutones.

Sin embargo, Saturnino, joven y ambicioso sin límites, reaccionó de forma diferente ante la pérdida de su expedición. La construcción de una nueva y mayor flota invasora comenzó casi de inmediato. Esta vez serían siete las legiones que se enviarían. Los mejores hombres de armas del Imperio irían a su mando. Tito Livio Druso, que ya se había distinguido en alguna refriega fronteriza menor, donde incluso en esas fechas tardías las tribus salvajes del desierto provocaban ocasionalmente disturbios, era uno de los briliantes jóvenes oficiales elegidos para un alto puesto. «Es una locura irse allá», refunfuñaba su padre. Druso sabía que su padre se estaba haciendo mayor y conservador, pero todavía era un hombre con un profundo conocimiento de la realidad. No obstante, Druso también sabía que si rechazaba ese encargo que el emperador en persona le había hecho, se condenaría a una vida de servicio en algún puesto fronterizo tan deprimente que le haría añorar las como didades del desierto africano.