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Marco Juniano les acompañaba. Su aspecto era andrajoso y de fatiga.Tas él, había media docena más de harapientos romanos que debían ser los exploradores que Marco se había llavado a su aventura en el bosque.

Druso reprimió su cólera. Ya habría tiempo después para reprender a Juniano. El inmenso alivio que le inundó pesó más que cualquier otra cosa.

Abrazó a Juniano cálidamente y retrocedió para buscarle signos de heridas. No vio ninguna. Por fin, dijo:

—Bueno, Marco, no creía que os quedarais fuera del campamento toda la noche, ¿sabes?

—Ni yo tampoco, Tito. Sólo unas horas husmeando por aquí y por allá y regresar poco después, eso era lo que yo pensaba. Apenas habíamos andado unos pasos cuando cayeron sobre nosotros desde lo alto de los árboles. Luchamos, pero debían de ser un centenar. Todo acabó en unos instantes. Nos ataron con una cuerda sedosa, por lo menos parecía seda, pero quizá fuera alguna clase de soga suave, y nos llevaron a hombros por el bosque. Su ciudad se encuentra a menos de una hora de marcha.

—¿Su ciudad, has dicho? ¿Una ciudad en medio de esta jungla?

—Una ciudad, sí. Es la única palabra que le cuadra. No sabría decirte qué dimensiones tiene, pero cualquier persona cuerda vería claro que se trata de una ciudad, de una muy grande. Es del tamaño de Neápolis por lo menos. Quizá tenga incluso el tamaño de Roma.

Habían despejado una enorme área de bosque para hacerla, dijo, gesticulando con ambos brazos. Habló de anchas plazas rodeando relucientes templos y de palacios de piedra blanca de dimensiones mayores que las del Capitolio, en Roma; de pirámides imponentes, con centenares de escalones que conducían a los santuarios de sus cimas, de avenidas en la misma piedra, finamente labrada, que se extendían hasta perderse en la jungla, con enormes estatuas de dioses aterradores y bestias monstruosas flanqueándolas en toda su longitud. La población de la ciudad, dijo Juniano, era incalculablemente enorme, y su riqueza había de ser extraordinaria. Las gentes llanas, aunque llevaran poco más que sencillas túnicas de algodón, parecían prósperas. Los majestuosos sacerdotes y nobles que andaban tranquilamente entre ellas tenían un porte más magnífico de lo que pueda imaginarse. Juniano luchaba por encontrar las palabras adecuadas para describirlos. Vestían pieles de tigre con capas verdes y rojas de brillantes plumas sobre los hombros, y tocados de plumas resplandecientes en la cabeza, que alcanzaban alturas extravagantes, increíbles. De los lóbulos de las orejas les colgaban pendientes de pulidas piedras verdes, en el cuello llevaban grandes collares de la misma piedra y lucían brazaletes de brillante oro alrededor del cuello, la cintura, las muñecas y los tobillos. Había oro por todas partes, contaba Juniano. Para aquella gente era como el cobre o el estaño para los romanos. Uno no podía dejar de verlo: oro, oro, oro.

—Nos dieron de comer y nos condujeron hasta el rey —prosiguió contándole Juniano a Druso—. Con sus propias manos nos sirvió de beber en pulidos cuencos de la misma piedra verde y tersa que ellos emplean para sus joyas. Era un licor fuerte y dulce, preparado con miel, creo, y con las hierbas de estas tierras. Era extraño al paladar pero agradable. Cuando acabamos de refrescarnos, nos preguntó nuestros nombres y el propósito de nuestra llegada, y…

—¿Te preguntó, Marco? ¿Y entendiste lo que te estaba diciendo? Pero ¿cómo es posible?

—Hablaba en latín —contestó Juniano, como si fuera lo más natural del mundo—, no en muy buen latín por supuesto, pero tampoco se puede esperar mucho más de un nórdico ¿verdad? En realidad, era un latín bastante pobre, aunque lo hablaba suficientemente bien como para que entendiéramos lo que estaba diciendo, a su manera. Por supuesto, yo no le conté en absoluto que era un explorador de un ejército invasor, sin embargo estaba bastante claro que él…

—Espera un momento —le cortó Druso. La cabeza empezaba a darle vueltas—. Seguramente no estoy oyendo bien. ¿El rey de este pueblo es un nórdico?

—¿Es que no te lo acabo de decir, Tito? —se rió Juniano—. ¡Un nórdico, sí! Ha estado aquí durante años y años. Se llama Olao el danio; uno de los que llegaron desde Vinlandia con Haraldo de Svea en aquel primer viaje hace mucho tiempo, cuando los nórdicos descubrieron este lugar. Desde entonces, ha vivido aquí. Lo tratan casi como a un dios. Se sienta en un trono refulgente, con un cetro de piedra verde en la mano y un montón de collares dorados alrededor del cuello, y con una corona de plumas tan alta como la mitad de mi estatura. Los nativos esparcen pétalos ante él cuando se levanta y camina, y se inclinan a su paso, y se tapan los ojos con las manos para que él no les ciegue con su esplendor, y…

—Su rey es un nórdico —dijo Druso, completamente estupefacto.

—Un nórdico gigantesco, descomunal, de negras barbas y ojos como los de un demonio —dijo Juniano—, que quiere verte en seguida. «Envíame a tu general, me dijo. Debo hablar con él. Tráemelo mañana por la mañana. No deberá acompañarle ningún soldado. El general tiene que venir solo.» Me dijo que podría acompañarte hasta donde fuimos atacados en el bosque y que luego debería dejarte solo esperando a que sus hombres fueran a por ti. Fue muy claro en este punto.

Aquello sobrepasaba en mucho el alcance de la autoridad oficial de Druso. No vio otra opción que dirigirse en persona al cónsul Lucio Emilio Capito e informarle de todo el asunto.

A Druso le alegró comprobar que el campamento de Capito no estaba ni de lejos tan avanzado como el suyo propio. Pero por lo menos, el cónsul tenía ya su tienda instalada (no fue ninguna sorpresa que fuera la más grande) y, flanqueado por lo que parecía un ejército de escribanos y actuarios, se encontraba en su despacho, examinando una gruesa pila de inventarios e informes de ingenieros.

Levantó la vista, dirigiendo a Druso una biliosa mirada, como si considerara que la visita del legado legionario del campamento norte era una irritante intrusión en su examen de los inventarios. Nunca hubo mucha cordialidad entre ellos. Al parecer, Capito, un individuo de unos cincuenta años, expresión dura y prominente quijada, había tenido algunos altercados serios con el padre de Druso en el Senado hacía mucho tiempo acerca de la cuantía de las asignaciones militares (Druso no conocía bien los detalles y tampoco quería conocerlos), y nunca se había molestado en ocultar su fastidio porque le hubieran endosado al joven Druso con una posición de mando elevada.

—¿Algún problema? —preguntó Capito.

—Podría ser, cónsul.

Druso expuso la situación con el menor número posible de frases: el regreso de los exploradores capturados, sanos y salvos; el descubrimiento de la sorprendente proximidad de una ciudad principal con su inexplicable rey nórdico; y la petición de que el propio Druso acudiera allí, solo y como un embajador ante aquel rey.

Capito parecía haber olvidado todo lo referente a la partida de exploradores perdidos. Druso pudo verlo hurgar en su memoria como si esa desaparición fuera algún episodio acaecido durante el reinado de Lucio Agripa. Entonces, clavó por fin su fría mirada en Druso y le dijo:

—¿Y bien? ¿Qué piensas hacer?

—Supongo que ir a verlo.

—¿Supones? ¿Qué otra opción queda? Por algún milagro, ese hombre se ha coronado a sí mismo rey de estos bárbaros de piel cobriza, sólo los dioses saben cómo lo habrá conseguido. Ahora manda llamar a un oficial romano para celebrar una reunión con él, posiblemente con el propósito de establecer un tratado que traspase toda esta nación bajo la autoridad de su majestad imperial, lo que era el objetivo inicial de esos nórdicos, según creo recordar… ¿y el oficial duda?

—Bien, pero si los nórdicos tienen alguna otra intención más oscura, cónsul…, te recuerdo que voy a ir a verlo sin escolta…

—Vas a ir como embajador. Ni siquiera un nórdico osaría acabar con la vida de un embajador. Pero si así fuese, Druso, me aseguraré de que seas oportunamente vengado. Cuentas con mi promesa. Correrán ríos de su sangre por cada gota de la tuya que se derrame.