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Y regalándole a Druso una sonrisa de basilisco, el cónsul Lucio Emilio Capito volvió a fijar su atención en los inventarios e informes.

Ya hacía rato que había anochecido cuando Druso llegó a su campamento. Las habituales bestias estaban aullando desesperadamente en la jungla y las criaturas voladoras revoloteando por encima de ellos; los mosquitos habían despertado y se preparaban para su festín nocturno. Pero Druso ya llevaba allí cuatro noches y se estaba empezando a acostumbrar. Para su propia sorpresa, pasó una buena noche de sueño y por la mañana se preparó para su viaje a la ciudad del pueblo de piel cobriza.

—No te harán daño —le dijo Marco Juniano apenado mientras se acercaban al lugar pisoteado del bosque donde se suponía que debían separarse—. Estoy absolutamente seguro de ello. —Su tono no era de gran convicción—. Los nórdicos son salvajes entre sí, pero nunca alzarían la mano contra un oficial romano.

—No creo que lo haga —contestó Druso—, pero gracias por tranquilizarme. ¿Es éste el sitio?

—Éste es el sitio.Tito…

Druso le señaló la dirección del campamento.

—Vete, Marco. No hagamos un drama de esto. Hablaré con ese Olao, averiguaremos cómo están aquí las cosas y al anochecer estaré de regreso con alguna idea sobre la estrategia a seguir. Vete. Deja que me vaya.

Juniano le dio un breve abrazo y, con una sonrisa triste, se marchó receloso. Druso se apoyó contra el basto tronco de una palmera y esperó la llegada de sus guías bárbaros.

Quizá pasó una hora. Aunque sólo había transcurrido un rato desde que el sol saliera, ya empezaba a molestar. «Si así es el invierno aquí —pensó él—, me pregunto cómo sobreviviremos un verano.» Druso había optado por vestirse formalmente, con grebas y coraza corta, el yelmo con el crespón, su capa oficial de legado y su espada corta de ceremonia. Había querido presentarse con tanta majestuosidad romana como pudiera ante el bárbaro rey de aquel pueblo bárbaro, pero todo ello era demasiado para el calor del lugar, y estaba sudando como si estuviera en los baños. Por si fuera poco, un insecto o dos se habían colado en el interior de su armadura y estaba notando el molesto cosquilleo por la espalda. Empezaba a sentirse un poco mareado cuando avistó una fila de hombres que emergieron de los matorrales frente a él, avanzando sin hacer el más mínimo ruido.

Eran seis, desnudos de cintura para arriba, de piel morena; con los labios apretados, la expresión adusta, las narices como el filo de un hacha y extrañas frentes oblicuas. Eran sorprendentemente bajos, no más altos que una mujer pequeña, pero la gravedad y dignidad de su porte les hacía parecer más altos de lo que eran. También llevaban prominentes tocados de plumas verdes y rojas que se alzaban hasta una altura pasmosa. Tres iban armados con lanzas y los otros tres con inquietantes espadas hechas con alguna piedra oscura y vidriosa y de filo dentado como el de una sierra.

¿Eran aquéllos sus guías o sus verdugos?

Druso permaneció inmóvil mientras se acercaban. Fue un momento difícil para él. No es que temiera por su persona. Como siempre, asumía que debía entregar su vida a los dioses tarde o temprano, pero también como siempre, no quería que tener una muerte vergonzosa o absurda…, cayendo sin saber muy bien cómo en las garras de un enemigo mortífero, por ejemplo. En momentos de peligro, siempre rezaba para que, si su muerte estaba próxima, que ésta sirviera al menos a un propósito útil para el Imperio. Y no podía haber propósito alguno en una muerte estúpida.

Pero aquellos hombres no habían ido allí a matarlo. Llegaron hasta donde estaba y tomaron posiciones, tres delante y tres detrás de él; lo estudiaron durante un momento con sus ojos oscuros como la noche y totalmente inexpresivos. A continuación uno de ellos hizo una señal con dos dedos y lo condujeron hacia el bosque.

Poco después de mediodía llegaron a la ciudad. Juniano no había exagerado su esplendor. Sí acaso subestimó su grandeza, al no dominar el lenguaje que le hubiera permitido describir el lugar en toda su majestad. Druso había crecido en la ciudad de Roma y ése era su modelo de grandeza de una ciudad, la Roma eterna a la que nadie podía disputar tal honor; ni siquiera, así lo había oído decir, la Constantinopla del este. Pero aquella ciudad parecía tan imponente como Roma, si bien de una manera muy diferente. Y advirtió que era posible que ni siquiera fuese la capital de este reino. Una vez más, Druso empezó a preguntarse si de verdad la conquista de aquel Nuevo Mundo iba a resultar tan sencilla.

Se encontraba en una plaza de dimensiones titánicas, bordeada por enormes construcciones de piedra, algunas rectangulares, otras piramidales, todas ellas de extraños estilos pero innegablemente grandiosas. Había algo extraño en ellas y, después de un momento, Druso se dio cuenta de lo que era: carecían de arcos. Aquella gente no parecía hacer uso del arco en sus construcciones. Y sin embargo, las edificaciones eran muy grandes, y con aspecto muy sólido. Las fachadas estaban talladas minuciosamente con diseños geométricos y pintadas de colores brillantes. Ante ellas se alzaban largas hileras de columnas de piedra, labradas con figuras salvajes y bárbaras, con sus indumentarias de ceremonia; no había dos iguales. También las columnas estaban pintadas de rojo, azul, verde, amarillo, marrón. Justo en el centro de la plaza, había un altar de piedra presidido por la estatua de un tigre bicéfalo; a cada lado de éste había curiosas figuras representando unos hombres yacentes, boca arriba, con las piernas encogidas y la cabeza mirando a un lado. Algunos dioses, sin duda, ya que sobre sus estómagos había un disco plano de piedra lleno de ofrendas de frutas y cereales.

Había muchedumbres de personas por todas partes, como había dicho Marco, plebeyos con túnicas sencillas, nobles con sus tocados e indumentarias exuberantes. Todos ellos a pie, como si allí no se conocieran el carro ni la litera. Tampoco se veía un solo caballo. Los hombres llevaban cualquier cosa que hubiera que cargar, por pesada que fuera. «No debe de haber bestias de carga en este Nuevo Mundo», pensó Druso.

Nadie pareció advertir su presencia mientras caminaba entre la gente.

Sus guardianes lo condujeron hasta una pirámide de cima plana, en el otro extremo de la plaza, y ascendieron por una interminable escalera de piedra hasta la columnata sagrada de la parte superior.

Olao el nórdico estaba aguardándole allí, en su trono regio, con el cetro de piedra verde en la mano. A su lado había dos indígenas con suntuosa indumentaria, quizá sumos sacerdotes. Se alzó cuando apareció Druso y extendió el cetro hacia él en un gesto de máxima solemnidad.

Su aspecto era tan soberbio que el propio Druso experimentó una debilidad repentina y transitoria en las rodillas. Ni siquiera el emperador de Roma, el mismo Augusto Saturnino César Imperator le había suscitado nunca un sobrecogimiento semejante. Saturnino, que había recibido a Druso en audiencia personal en más de una ocasión, tenía una figura alta, de aspecto autoritario, majestuoso, inequívocamente regio. Sin embargo y a pesar de todo, uno sabía que sólo se trataba de un hombre en una túnica púrpura. Pero aquel Olao, aquel rey nórdico del Yucatán parecía algo así como… ¿qué?, ¿un dios?, ¿un demonio? Algo prodigioso y aterrador, un ser fantástico y casi irreal.

Hasta sus vestiduras eran aterradoras: una piel de tigre alrededor de la cintura, un collar y colgantes de dientes de oso y de enormes piedras verdes sobre su pecho descubierto, largos brazaletes dorados, pesados pendientes, una trabajada corona de plumas chillonas y gemas centelleantes. Pero este atuendo espectacular, por muy adecuado que fuera para una pesadilla, sólo era una parte del efecto demoníaco del conjunto. Era el propio individuo el que agregaba el resto. Druso nunca había visto a nadie tan alto como Olao, le sacaba casi una cabeza al mismo Druso, ya alto de por sí. Su cuerpo era una columna descomunal, ancho de hombros, un tórax enorme… Y el rostro…