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– Recuerdo la imagen de un grupo de gente trajeada en la nieve para que les hicieran una foto -dijo Alf Björnfot-. Creo que la mujer de la cabaña de pesca estaba en esa foto.

Fred Olsson escribió algo en el teclado durante un momento. Después dijo:

– Aquí está. Claro que es ella.

En pantalla había una foto de un grupo de hombres con traje. En el centro de la imagen había una mujer.

– Claro que sí -afirmó Anna-Maria-. La de la nariz antigua. Es como si le naciera entre las cejas.

– Inna Wattrang, jefa de información -leyó Alf Björnfot.

– ¡Lo tenemos! -exclamó Anna-Maria Mella-. Está identificada. Debemos comunicárselo a sus famüiares. Me pregunto cómo acabó en el lago.

– Kallis Mining tiene una cabaña en Abisko -dijo Fred Olsson.

– ¡No me digas! -exclamó Anna-Maria.

– ¡Seguro! Lo sé porque el ex de mi hermana es fontanero y estuvo allí haciendo la instalación cuando hacían la casa. En realidad no es una cabaña sino una casa para los fines de semana, o algo parecido.

Anna-Maria se volvió hacia Alf Björnfot.

– Naturalmente -respondió Alf Björnfot antes de que ella preguntara-. Voy a redactar la orden de registro domiciliario inmediatamente. ¿Llamo a los cerrajeros de Benny Lås & Larm?

– Sí, por favor -agradeció Anna-Maria-. ¡Nos vamos! -ordenó después saliendo hacia su despacho a buscar la chaqueta-. Cambiamos la reunión a la tarde.

De su despacho se la oyó decir:

– ¡Vente tú también, Fredde! ¡Sven-Erik!

Un minuto más tarde ya habían desaparecido. De golpe se hizo un silencio de domingo en la casa. En el pasillo se quedaron Alf Björnfot y Rebecka Martinsson.

– Bueno, pues -dijo Alf Björnfot-. ¿Dónde nos habíamos quedado?

– Estábamos tomando café -respondió Rebecka sonriendo-. Es hora de otra taza.

– Mira qué bonito -dijo Anna-Maria Mella-. Como un folleto turístico.

Iban en su Ford Escort por la carretera de Noruega. A su derecha estaba el lago Torneträsk. El cielo estaba completamente azul y la nieve resplandecía con el sol. Por todas partes a lo largo del lago había cabañas de pesca de todos los colores y de todos los modelos. Al otro lado de la carretera se alzaban las altas montañas.

Ya no hacía viento pero no hacía calor. Anna-Maria miraba entre los abedules mientras pensaba que la nieve seguramente tendría una buena corteza. Igual se podía ir en trineo sobre la capa dura de la nieve a través del bosque.

– Haz el favor de mirar la carretera -le ordenó Sven-Erik, que iba sentado a su lado.

La cabaña en la montaña de Kallis Mining era una gran casa de madera. Estaba muy bien situada junto al lago. Hacia el otro lado se alzaba el monte Nuolja.

– El ex de mi hermana me hablaba de este lugar cuando venía a trabajar aquí -explicó Fred Olsson-. Y su padre trabajó en la construcción de la casa. Son dos casas de madera de Hälsingland que las transportaron aquí. La madera tiene doscientos años. Y allí abajo junto a la playa está la sauna.

Benny, el cerrajero de Benny Lås & Larm, estaba sentado en el coche de su empresa en el patio. Bajó la ventanilla y les gritó:

– Ya he abierto pero me tengo que ir -dijo saludando con la mano y marchándose sin esperar.

Los tres policías entraron. Anna-Maria pensó que nunca había visto una casa así. Las paredes de madera cortada a hacha color gris plateado habían sido decoradas con sencillez con pequeños óleos con motivos de alta montaña y algunos espejos rodeados de pesados marcos dorados. Había grandes armarios roperos de estño indio en color turquesa y rosa, contrastando con las zonas sin pintar. El techo era tan alto como la casa y se veían las vigas. Sobre el ancho suelo de madera había alfombras de trapo en todas las habitaciones a excepción de una: delante de la chimenea de la sala de estar había una piel de oso con cabeza y la boca abierta.

– ¡Jesús! -exclamó Anna-Maria.

La cocina, el recibidor y la sala de estar se distribuían en una superficie diáfana. En uno de los lados había grandes ventanales con vistas al lago, que brillaba ahora a la luz de principios de primavera. Al otro lado de la sala entraba la luz a través de unas pequeñas ventanas de vitrales de diferentes colores situadas a bastante altura.

Sobre la mesa de la cocina había un paquete de leche, otro de muesli, un plato y una cuchara. Y en la encimera había una pila de platos sin fregar, uno dentro de otro, con cubiertos entre medio.

– ¡Uf! -se lamentó Anna-Maria cuando agitó el paquete de leche y notó los grumos que forma la leche cuando se echa a perder.

No porque ella tuviera su casa recogida y limpia. Pero estar una sola en un lugar así de bonito y no mantenerlo arreglado… Ella lo tendría todo bien recogido si alguna vez viviera en una casa así. Poder ponerse los esquíes en la puerta y salir a dar un paseo sobre el lago. Llegar luego a casa y hacer la comida. Escuchar la radio mientras fregaba a mano, o en silencio, pensando en sus cosas con las manos metidas en el agua caliente. Tumbarse en el tentador sofá de la sala de estar y encender la chimenea para oír crepitar el fuego.

– Esta gente quizá no friegue los platos -comentó Sven-Erik Stålnacke-. Seguro que viene alguien a limpiar cuando se van ellos.

– Pues a esa persona la vamos a encontrar.

Abrió las puertas de los cuatro dormitorios. Las grandes camas de matrimonio tenían edredones hechos con patchwork. Encima de los cabezales había colgadas pieles de reno, crines plateadas contra las paredes de madera del mismo color gris.

– Bonito -dijo Anna-Maria-. ¿Por qué no lo tengo yo así en mi casa?

En los dormitorios no había armarios. Por el contrario en el suelo había grandes cofres americanos y baúles antiguos para guardar cosas. Había ropa colgada en bonitos biombos indios y en las paredes había perchas para ropa, graciosos ganchos y cuernos. Había una sauna, un lavadero y un gran armario secador. Junto a la sauna había un gran vestidor con espacio para la ropa y las botas de esquí.

En uno de los dormitorios había una maleta abierta, con ropa revuelta tanto dentro como fuera. La cama estaba sin hacer.

Anna-Maria estuvo mirando algunas de las prendas.

– Un poco de desorden pero no hay señales de pelea ni de robo -dijo Fred Olsson-. No hay sangre por ninguna parte, nada raro. Voy a ver los baños.

– Pues aquí no ha pasado nada -observó Sven-Erik Stålnacke.

Anna-Maria maldijo para sí misma. Necesita determinar el lugar del crimen.

– Me pregunto qué hacía aquí -comentó observando una falda que parecía cara y un par de medias de seda-. Esto no es ropa para ir a esquiar, precisamente.

Anna-Maria asintió con la cabeza e hizo un gesto hacia su compañero que significaba que se sentía defraudada.

Fred Olsson apareció detrás de ellos. Llevaba un bolso de mano. Era de piel negra con hebillas doradas.

– Estaba en el baño -aclaró-. Prada. Entre diez y quince mil.

– ¿Dentro? -preguntó Sven-Erik.

– No, es lo que cuesta.

Fred Olsson vació el contenido sobre la cama deshecha. Abrió el monedero y le mostró el carnet de conducir de Inna Wattrang a Anna-Maria.

Anna-Maria asintió con la cabeza. Claro que era ella. No había duda.

Miró el resto de cosas que había sacado del bolso. Tampones, una lima de uñas, pintalabios, gafas de sol, polvos y un montón de post-it amarillos.

– No hay ningún teléfono -constató.

Fred Olsson y Sven-Erik asintieron con un gesto. Tampoco había teléfonos en ninguna otra parte. Podía significar que el autor de los hechos era alguien a quien conocía, alguien que estaba en la agenda del móvil.

– Vamos a llevar sus cosas a la comisaría -decidió Anna-Maria-. Y vamos a precintar esto de todas maneras.

Su mirada cayó de nuevo sobre el bolso.