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Soltó a Gustav y cogió el móvil para ver la hora. Las cuatro y media.

Le quemaba una mejilla. Seguro que se le había quedado un poco helada la noche anterior cuando fue con Sven-Erik a llamar a las puertas, andando sobre el hielo. Pero nadie de las cabañas vecinas había visto nada. Ella y sus compañeros preguntaron en la estación turística, despertaron a los turistas esquiadores y retuvieron a los que estaban en el bar. Nadie sabía nada de la mujer. También se habían puesto en contacto con los propietarios de la cabaña donde la habían encontrado. Parecían sinceramente afectados y no reconocieron a la mujer muerta de la fotografía.

Anna-Maria pensó en un posible desarrollo de los acontecimientos. Está claro que se puede salir a hacer ejercicio sobre las huellas de una motonieve con la cara maquillada. Quizá corriera por la carretera de Noruega. Se para un coche. Es alguien a quien ella conoce. Alguien que le pregunta si quiere que la lleve. ¿Y después? ¿Se sienta en el coche y le dan un golpe en la cabeza? O siguen camino y luego se van un rato a la sauna. La violan, ella se defiende y le clavan un cuchillo.

O era un desconocido. Ella va corriendo por la carretera de Noruega. Un hombre pasa en un coche. Se da la vuelta un poco más adelante. Quizá la atropella con el coche y la sube al asiento de atrás, donde es más fácil de manejar. Y no hay nadie a la vista. La lleva hasta una cabaña…

Anna-Maria le da la vuelta a la almohada e intenta volverse a dormir.

Igual no la violaron, piensa después. Igual corría sobre las huellas de una motonieve sobre el lago. Se encontró con un loco perdido con el cuerpo lleno de drogas y un cuchillo en el bolsillo. De ésos hay por todas partes. También en los lagos. La pesadilla de todas las mujeres. Encontrarse con el hombre equivocado justo cuando le da la locura.

«¡Vale ya! -se dice a sí misma-. Nada de adelantar acontecimientos antes de saber más del tema.»

Tiene que hablar con el forense, Lars Pohjanen. Volvió de Luleå ayer por la tarde. La cuestión es si ya ha hecho algo con el cuerpo congelado.

Es una tontería seguir en la cama. Y, en realidad, ¿por qué habría de seguir durmiendo? No estaba cansada. Tenía la cabeza llena de neuronas bombeándole adrenalina que jugaban a: dibuja, adivina, corre.

Se levantó y se vistió. Estaba acostumbrada a hacerlo en la oscuridad, en silencio y con rapidez.

Eran las cinco y cinco de la mañana cuando Anna-Maria Mella aparcó su rojo Ford Escort delante del hospital. El vigilante de Securitas la dejó bajar por el pasillo subterráneo del edificio. Del techo se oía el rugido de los tubos de ventilación. No había nadie en aquel pasillo. El suelo era de linóleo y se oía el ruido de las puertas que automáticamente se abrían ante ella. Se encontró con un conserje que se desplazaba en patinete. Por lo demás, todo estaba tranquilo y en silencio.

En la sala de autopsias no había luz pero en la de fumadores estaba tumbado el jefe médico Lars Pohjanen, que dormía sobre el desgastado sofá de los años setenta, tal y como esperaba encontrarlo. Estaba tumbado de lado con la espalda hacia fuera. El delgado pecho se alzaba con un respirar fatigado, arriba y abajo.

Hacía unos años lo habían operado de cáncer de garganta. Su asistenta forense, Anna Granlund, era la que, cada vez más, se hacía cargo de su trabajo. Serraba cajas torácicas, sacaba los órganos, hacía las pruebas necesarias, volvía a poner los órganos en su sitio, cosía abdómenes, llevaba los maletines de Pohjanen, contestaba el teléfono, pasaba las llamadas más importantes, en principio las de la señora Pohjanen, mantenía la sala de autopsias fregada y ordenada, se encargaba de que la bata de él estuviera limpia entre trabajo y trabajo y pulía los informes.

Al lado del sofá estaban sus deplorables y gastados zuecos, bien puestos, uno junto a otro. Hubo un tiempo en que habían sido blancos. Anna-Maria fantaseaba con que Anna Granlund tapaba al jefe médico con la manta a cuadros de fibra sintética que él tenía encima, juntaba los zuecos al lado del sofá, le quitaba el cigarrillo de la boca y apagaba la luz antes de irse a casa.

Anna-Maria se quitó la chaqueta y se sentó en el sillón que hacía juego con el sofá.

«Treinta años de suciedad y todo bien ahumado -pensó poniéndose la chaqueta encima a modo de edredón-. Qué agradable.»

Se quedó dormida al instante.

Media hora más tarde se despertó con la tos de Pohjanen. Estaba sentado inclinado hacia delante en el borde del sofá y parecía como si medio pulmón le fuera a ir a parar a las rodillas.

Anna-Maria se sintió tonta y violenta de inmediato. Meterse así a hurtadillas y dormir en la misma sala. Era casi como si se hubiera metido en su dormitorio y se hubiera acostado en su cama.

Allí estaba él con su tos matutina mientras la de la guadaña le pasaba un brazo por los hombros. Era una cosa privada de cada uno.

«Estará de mal humor -pensó-. ¿A qué tengo que venir aquí?»

El ataque de tos de Pohjanen se acabó en un carraspeo forzado. Automáticamente la mano palpó el bolsillo del tabaco para asegurarse de que el paquete de cigarrillos estaba allí.

– ¿Qué es lo que quieres? Aún no he empezado. Estaba congelada cuando la trajeron ayer noche.

– Necesitaba un sitio para dormir -respondió Anna-Maria-. Mi casa está llena de críos que duermen de través, dan patadas y no te dejan sitio.

La fulminó con la mirada, divertido a su pesar.

– Y Robert se tira pedos durmiendo -añadió.

Él se echó a reír para ocultar que se había calmado. Luego se levantó y le hizo una señal con la cabeza indicando que podía acompañarle.

La asistenta forense acababa de llegar. Estaba en la sala de lavado vaciando el lavavajillas como si fuera un ama de casa. La diferencia era que sacaba cuchillos, tenazas, pinzas, escalpelos y recipientes de acero inoxidable en lugar de cubiertos y vajilla.

– Es una auténtica hätähousu -dijo Pohjanen a Anna Granlund señalando con un gesto a Anna-Maria-. Culo inquieto -añadió cuando vio que Anna Granlund no le entendía.

Anna Granlund le dedicó una sonrisa reprimida a Anna-Maria Mella. Ésta le caía bien, pero la gente tenía que dejar de joder y agobiar a su jefe.

– ¿Se ha descongelado?-preguntó Pohjanen.

– No del todo -respondió Anna Granlund.

– Pásate después de comer y te haré un informe preliminar -le sugirió Pohjanen a Anna-Maria Mella-. Las pruebas tardarán unas más que otras, como siempre.

– ¿No me puedes decir nada aún? -preguntó Anna-Maria intentando no parecer una hätähousu.

Pohjanen sacudió la cabeza como si se rindiera cuando se trataba de Anna-Maria.

– Pues vamos a echar un vistazo -concedió.

La mujer estaba tumbada sobre la mesa de autopsias. Anna-Maria Mella se dio cuenta de que había caído líquido del cuerpo en el desagüe bajo la mesa.

«¿Al agua potable?», pensó.

Pohjanen se dio cuenta de lo que miraba.

– Se está descongelando -informó-. Pero será difícil analizarla, eso está claro. Las membranas de las células de la musculatura explotan y se aflojan.

Señaló la caja torácica de la mujer.

– Aquí tienes un agujero de entrada -le dijo-. Se puede deducir que es lo que la mató.

– ¿De cuchillo?

– No, no. Esto es algo completamente distinto, probablemente puntiagudo.

– ¿Alguna herramienta? ¿Un punzón?

Pohjanen se encogió de hombros.

– Tendrás que esperar -le respondió-. Pero parece estar perfectamente emplazado. Puedes ver lo relativamente poco que ha sangrado en la ropa. Probablemente el corte ha ido directamente al cartílago de la caja torácica y ha seguido hasta la bolsa que envuelve el corazón y ahí te queda un corazón taponado.

– ¿Taponado?

– Algo habrás aprendido con los años. Si la sangre no ha salido del cuerpo, ¿adónde ha ido? Bueno, probablemente la bolsa que envuelve el corazón se ha llenado de sangre de manera que el corazón, al final, no ha podido latir. Es bastante rápido. La presión también baja, por eso no se sangra tanto. Además, puede ser que se haya taponado un pulmón, un litro en el pulmón y buenas noches. Por cierto, tiene que ser más largo que un punzón porque hay un agujero de salida en la espalda.