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Con un corto gesto Mauri le indica a Ulrika que vaya con su marido. Ella se disculpa y abandona la mesa. Ebba la mira rápidamente con una sonrisa de complicidad.

– Domestic problems -explica Mauri a los comensales alrededor de la mesa.

Los caballeros sonríen. Pasa en todas partes.

– Por lo menos déjame que me cambie los zapatos -se queja Ulrika cuando Diddi se la lleva a través del patio.

Nota que la humedad va subiendo a través de sus brillantes sandalias de cintas de Jimmy Choo.

Después se echa a llorar. Le da lo mismo si Mikael Wiik, que está sentado en la veranda delantera de la casa, la oye. Diddi la lleva lejos del patio, lejos de las luces que hay en el exterior.

Llora porque Diddi está destruyendo su vida en común, pero no dice nada. No vale la pena. Ha dejado de intentarlo. Mauri lo va a despedir de las empresas del grupo. Entonces no tendrán de qué vivir, ni dónde.

«Tengo que abandonarlo», piensa. Y llora aún más porque todavía lo quiere de verdad, pero aquello no puede seguir, es imposible. ¿Y qué es lo que le pasa ahora?

– Tenemos que irnos de aquí -le dice Diddi cuando se han apartado un poco de la casa.

– Por favor, Diddi -le suplica Ulrika intentando rehacerse-. Hablaremos mañana. Vuelvo a la cena y…

– No. Es que no lo entiendes -dice cogiéndola de las muñecas-. Lo que quiero decir es que nos tenemos que ir a vivir a otro sitio. Quiero decir que nos tenemos que ir de aquí. ¡Ahora!

Ulrika ha visto a Diddi paranoico antes, pero esta vez la está asustando.

– No te lo puedo explicar -le dice con tanta desesperación que ella se echa a llorar de nuevo.

Aquella vida era tan perfecta. Ella adora Regla. Adora su bonita casa. Ella y Ebba se han hecho muy amigas. Conocen a un montón de gente agradable y hacen cosas divertidas las dos juntas. Ulrika fue la que hizo sentar la cabeza a Diddi Wattrang y Dios sabe cuántas lo intentaron antes que ella. Fue como ganar una medalla de oro en las olimpiadas. Y ahora él lo cambia todo, lo destruye todo.

Él le susurra algo junto a su pelo. La coge entre los brazos.

– Por favor, por favor -le suplica-. Confía en mí. Nos vamos de aquí ahora y dormimos en un hotel. Mañana me preguntas por qué.

Mira a su alrededor. Oscuro por todas partes pero la intranquilidad le va subiendo por el cuerpo.

– Tienes que buscar ayuda -le dice ella entre sollozos.

Él le promete que lo hará pero tiene que irse con él ahora. Deprisa. Irán a buscar al niño y después cogerán el coche y se irán de allí.

Ulrika no tiene fuerzas para oponerse. Hará lo que él dice y mañana igual se pueda hablar con él. De todas maneras la cena ya está malograda. Así además no tiene que aguantar la mirada de Mauri al volver a la cena susurrando excusas.

Diez minutos más tarde están sentados en el nuevo Hummer camino de la verja de entrada. Ulrika conduce. El principito duerme en la sillita a su lado. Se tardan dos minutos en llegar hasta la verja pero cuando Ulrika presiona el mando a distancia para las verjas exteriores, no se abren.

– Ya se han vuelto a estropear -le dice a Diddi y para el coche a unos metros de distancia.

Diddi sale fuera. Va hacia la verja. Entra en la luz de los focos del coche. Ulrika le ve la espalda y entonces cae de cabeza hacia delante.

Ulrika suspira para sí. Está tan cansada de todo esto. Está cansada de sus borracheras, de sus curdas, sus resacas y de su angustia. De su arrepentimiento, de sus miserias, de sus diarreas y estreñimientos. De sus excesos sexuales y de su impotencia. Está cansada de que se caiga, de que no pueda estar de pie. Está harta de quitarle la ropa y los zapatos. Y está cansada de todas las veces que no puede acostarse, de sus periodos de obsesión por estar despierto.

Espera a que se ponga de pie. Pero no. Entonces le invade una ira tremenda. Manda cojones. Piensa que debería pasar por encima de él. Adelante y atrás. Varias veces.

Después suspira y sale del coche. Los remordimientos de conciencia superan los malos pensamientos que acaba de tener y hacen que su voz sea dulce y considerada.

– Hola, amiguito. ¿Cómo ha ido eso?

Pero él no responde. Ulrika se intranquiliza. Da unos rápidos pasos hacia él.

– Diddi, Diddi, ¿que te pasa?

Se inclina hacia él, le pone la mano entre los omoplatos y lo zarandea un poco. Siente la mano mojada.

No lo entiende. No le da tiempo a entenderlo.

Un sonido. Un sonido o algo hace que mire hacia arriba y gire la cabeza. A contraluz ve una silueta. Antes de que le dé tiempo de levantar la mano para no quedar deslumbrada, ya está muerta.

El hombre que le ha disparado susurra en su pinganillo.

– Male and female out. Car. Engine running.

Dirige la luz de una linterna hacia el coche.

– There's an infant in the car.

Al otro lado de la línea dice el jefe del grupo:

– Mission as before: Everybody. Shut the engine and advance.

Ulrika está muerta sobre la gravilla. No necesita vivir aquello.

Y en la oscuridad Ester está junto a la ventana y piensa: «Aún no. Aún no. Aún no. ¡Ahora!»

Rebecka está tumbada sobre la nieve delante de la casa de su abuela en Kurravaara. Lleva puesto el viejo anorak de su abuela pero está abierto. Es bueno pasar frío, alivia por dentro. El cielo está negro y claro. La luna sobre ella está amarilla, como enferma. Como una cara hinchada con la piel llena de baches. Rebecka ha leído en alguna parte que el polvo de la luna apesta, que huele a pólvora vieja.

«¿Cómo se puede sentir algo así por otra persona? -piensa-. ¿Cómo puede una sentir que quiere morir porque el otro no te quiere? Si sólo es una persona.»

– Te voy a decir una cosa -le dice a su Dios-. No quiero quejarme de todo, pero dentro de poco no voy a querer seguir. No hay nadie que me ame y, por lo que parece, es difícil de soportar. En el peor de los casos, viviré sesenta años más. ¿Qué va a ser de mí si estoy sola durante sesenta años? Ya viste que me rehice un poco. Trabajo. Me levanto por las mañanas. Me gustan las gachas de avena con confitura de arándanos. Pero ahora no sé si quiero seguir con todo eso.

En ese momento oye el ruido de unas patas pisando la nieve. Al instante está Bella a su lado, corriendo a su alrededor, por encima, le pisa el estómago y le hace daño, le da un golpecillo con el hocico, controla que esté bien.

Después se pone a ladrar. Naturalmente le está pasandö el informe al amo. Rebecka intenta ponerse de pie rápidamente pero Sivving ya la ha visto. Va deprisa hacia ella.

Bella ha seguido su camino. Se da una vuelta rápida por el viejo prado levantando la nieve recién caída.

– Rebecka -la llama sin conseguir esconder la intranquilidad que siente en la voz-. ¿Qué haces?

Abre la boca para mentir. Para hacer una broma y decir que miraba las estrellas. Pero no le sale nada.

La cara no tiene fuerzas para recomponerse. El cuerpo no intenta disimular. Sacude la cabeza.

Él quiere que todo vuelva a estar bien. Claro que entiende que Sivving se intranquilice por ella. ¿Con quién va a hablar si no, ahora que Maj-Lis ya no está?

No puede más. No quiere ver ese deseo en él de que esté contenta, de que todo esté bien, de que sea feliz. No tengo fuerzas para ser feliz, quiere decir. Apenas tengo fuerzas para ser infeliz. Mantenerme de pie es mi gran proyecto.

Sivving está a punto de preguntarle si quiere ir a dar un paseo con él o ir a tomar café a su casa. Dentro de unos segundos lo dirá. Y ella tendrá que responderle que no, porque no puede. Él dejará caer la cabeza y así lo habrá hecho infeliz a él también.

– Tengo que irme -le dice-. Tengo que ir a casa de una mujer en Lombolo a llevarle una citación.

Es una mentira tan extraordinariamente rebuscada y mala que casi tiene una experiencia extracorpórea. Otra Rebecka se pone a su lado y le dice:

«¿De dónde cojones has sacado eso?»