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Miran hacia abajo y ven un arroyo. Ya tiene varios metros de ancho de agua de deshielo. Es muy rápido. Un reno hembra se mete en el agua y nada hasta la otra orilla. Una vez en tierra, se pone a llamar a su cría. La llama una y otra vez y al final la cría se atreve a meterse en el agua. Pero la corriente es demasiado fuerte y la cría no tiene fuerzas para nadar hasta el otro lado. Ester y su madre ven cómo se la lleva la corriente. Entonces el reno hembra se vuelve a meter en el agua y alcanza nadando a su cría. Nada a su alrededor, hace fuerza con su cuerpo contra la corriente y así pueden nadar los dos juntos. La corriente es fuerte y la cabeza de la madre se mantiene justo por encima de la superficie del agua, como un grito de socorro. Cuando llegan a la orilla se pone de lado aguantando la corriente para que la cría pueda ponerse a salvo en tierra. Al final consiguen estar los dos al otro lado.

Ester y su madre se quedan mirándolos. Están tan satisfechas del valor del reno. De su fuerte sentimiento hacia su cría. Y también de la confianza de la cría que, a pesar del miedo que le tenía a la corriente, se ha tirado al agua. No hablan cuando vuelven andando a la cabaña que hay para los pastores de renos.

Ester va detrás de su madre. Intenta dar pasos largos para pisar exactamente en el mismo sitio que ha pisado su madre.

Mauri Kallis pregunta a sus invitados qué van a tomar con el café. Gerhart Sneyers quiere un coñac, Heinrich Kock y Paul Lasker lo mismo. Viktor Innitzer tomará un Calvados y el general Helmuth Stieff se decide por un buen Malta.

Mauri Kallis le dice a su mujer que se quede sentada y se hace cargo personalmente de servir las bebidas a los invitados.

– Voy a cambiar las velas -dice Ebba llevándose el candelabro a la cocina, algo irritada porque el personal contratado no ha estado atento y las velas casi están consumidas.

En el comedor hay un vigilante. Trabaja para Gerhart Sneyers. Cuando Mauri Kallis se levanta y pasa por delante de él, se da cuenta de lo discreto que es este hombre. La verdad es que Mauri no ha notado que ha estado allí durante toda la cena.

Por eso es casi cómico cuando el vigilante cae llevándose consigo hasta el suelo un tapiz del siglo xv. A Mauri le da tiempo de pensar en un chico que se desmayó en la procesión de Lucía cuando iba a tercero. En ese momento el ruido de cristales rotos le alcanza el inconsciente. A partir de ahí, aparecen dos hombres en el quicio de la puerta y el ridículo sonido de una metralleta, como si se estuvieran haciendo palomitas de maíz.

Y se apagan todas las luces. En la oscuridad se oye el desesperado grito de dolor de Paul Lasker. Y otra persona que también grita histérica y después se calla de golpe. La lluvia de balas se interrumpe y tras unos segundos aparece la luz de una linterna que busca por la sala a los que se agachan, gritan, se arrastran, intentando esconderse y escapar de aquello.

El general Helmuth Stieff ha cogido el arma del vigilante muerto y dispara a la luz. Alguien cae en el suelo y la linterna se apaga.

Está todo completamente a oscuras. Mauri se da cuenta de que está tumbado en el suelo y cuando intenta levantarse no puede. Tiene la mano mojada y la camisa también.

«Me han disparado en el estómago», piensa. Pero después se da cuenta de que se le ha caído el whisky. Como no puede ver nada, los sonidos son altos. Son las mujeres que gritan de miedo en la cocina y de nuevo el ruido de las palomitas. Luego se hace el silencio. Mauri piensa «Ebba» y después su único pensamiento es salir de allí. Salir de allí.

Oye cómo los intrusos intentan restablecer la corriente desde los contadores del recibidor pero no pasa nada. Toda Regla está a oscuras.

Paul Lasker grita sin parar. Debajo de la mesa algunos de los caballeros chocan entre sí. Es cuestión de segundos antes de que los otros vuelvan al comedor.

A Mauri le han disparado en la cadera pero se puede arrastrar con ayuda de las manos. El comedor y el salón están uno detrás de otro y, dado que el mueble bar es un anexo en madera de la chimenea del salón, sabe que se encuentra cerca de la puerta del salón. Se arrastra siguiendo el zócalo. Aquí se hubiera tomado su café y su licor. Después de unos dos metros más sus fuerzas se han acabado.

Entonces alguien, con cuidado, le pone una mano sobre la espalda. Oye que Ester le susurra al oído:

– Cállate, si quieres vivir.

El general sigue resistiendo en el comedor. Desde la puerta del recibidor entra una salva a ciegas. Ahora hay alguien en la puerta por la parte del recibidor que sujeta una linterna mientras otro dispara. Paul Lasker se queda callado. El general dispara, pero poco. No le queda mucha munición. Dentro de nada podrán entrar y acabar con todos.

Ester hace que Mauri se siente en un duro sofá del siglo xviii. En el informe de la investigación se dirá que allí dejó una mancha de sangre y se especulará sobre el escenario probable. Ester se agacha delante de él y se lo pone al hombro, como hacen los bomberos.

«Levanto -piensa-. Uno, dos y tres.»

No pesa demasiado. El salón está en fila con la biblioteca, la biblioteca a su vez está en fila con una habitación todavía por arreglar, que está llena de cosas. Allí hay una puerta que lleva al jardín. La abre y sale a grandes zancadas a la oscuridad.

Se sabe el camino. Ha corrido por allí varias veces, por el pequeño trozo de bosque hasta el viejo embarcadero, con los ojos tapados. Los árboles le han arañado la cara pero ahora se sabe la senda oscura. Sólo le hace falta poder atravesar el patio y el tramo de césped que llega hasta los árboles.

El jefe del grupo alumbra con una linterna a los hombres del comedor. El haz de luz va de una cara a otra. El general Helmuth Stieff está muerto y también Paul Lasker.

Heinrick Kock está medio tumbado contra la pared. Su mano es una garra sin vida sobre una mancha roja que crece sobre el pecho de su blanca camisa. Mira aterrorizado al hombre con la cara pintada de negro que tiene la linterna en la mano izquierda. Su respiración es corta, con rápidos jadeos.

El jefe del grupo se saca su Glock y le dispara entre los ojos. Así los otros dos supervivientes hablarán más. Oye que Viktor Innitzer grita horrorizado.

Parece como si Innitzer no estuviera herido físicamente. Está sentado junto a la pared con los brazos apretados contra el pecho.

Gerhart Sneyers está a su lado debajo de la mesa.

El jefe del grupo hace un gesto con la cabeza y uno de los hombres agarra a Sneyers de los pies y lo arrastra hasta él. Allí se queda tumbado de lado, con las rodillas un poco dobladas y las manos entre los muslos. El sudor le corre por la piel de la frente. Perlas que le caen sobre la cara. Le tiembla todo el cuerpo como de frío.

– Tu nombre -le pide el jefe del grupo en inglés.

Después se pasa al alemán.

– Ihr Name. ¿Y quiénes son los demás?

– Rot op -responde Sneyers. Cuando abre la boca para pronunciar las palabras, le sale sangre.

El jefe se inclina hacia abajo y también le dispara. Después se vuelve hacia Viktor Innitzer.

– Please, don't kill me -suplica Innitzer.

– Who are you? ¿Y quiénes son los demás?

Innitzer le dice quién es él y los nombres de los demás a medida que la luz de la linterna cae sobre sus caras muertas. El jefe del grupo tiene en la mano una pequeña grabadora e Innitzer habla lo más claro que puede, mirando angustiado hacia arriba, hacia el cabecilla.

– ¿Hay alguien de la reunión que falte? -pregunta el jefe.

– No sé… no sé… Si deja de deslumbrarme con la linterna… yo… ¡Kallis! ¡Mauri Kallis!

– ¿Nadie más?

– No.

– ¿Y dónde está Kallis?

– ¡Estaba justo ahí!