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Hércules Poirot contempló durante un buen rato el colorado y agitado rostro del superintendente Spence.

¡Eh bien! —dijo por fin—. ¿Qué propone usted?

Spence le miró incómodo.

—Supongo que ya adivina usted con bastante exactitud lo que voy a decir. El caso Bentley se da por liquidado. Estoy trabajando en otro asunto en estos instantes... uno de malversación. Tengo que ir a Scotland Yard esta noche. No estoy libre.

—Y yo... ¿sí?.

Spence asintió con un gesto, algo avergonzado.

—Lo ha comprendido. Dirá usted que es una frescura. Pero no se me ocurre ninguna otra solución. Hice todo lo que pude por entonces: examiné todas las posibilidades a mi alcance. Y no adelanté nada. No creo que adelantara nunca nada. Pero, ¿quién sabe?, a lo mejor no le ocurre a usted lo mismo. Usted examina las cosas, y perdone que lo diga, de una manera muy rara. Quizá sea esa la manera como hay que mirarlas en este caso. Porque si Bentley no la mató, otro tiene que haber cometido el crimen. No se dio el golpe en la nuca ella solita. Tal vez encuentre usted algo que se me haya pasado por alto. No hay razón alguna para que se tome la menor molestia en este asunto. Es el colmo de la impertinencia que se me ocurra sugerir semejante cosa siquiera. Pero ahí tiene. Vine a verle porque fue lo único que se me ocurrió. Pero si usted no desea molestarse... ¿por qué ha de buscarse quebraderos de cabeza?..

Poirot le interrumpió:

—¡Ah, pero sí que hay razones! Tengo tiempo libre... demasiado tiempo libre. Y usted me ha interesado... sí, me ha interesado mucho. Es como un reto... a mis células cerebrales. Y además le aprecio. Le veo en su jardín dentro de seis me ses, plantando, quizá, rosales. Y al plantarlos, no lo hace con la felicidad que debiera experimentar. Porque allá en el fondo de su cerebro hay una sensación desagradable... un recuerdo que intenta desterrar. Y yo no quiero que suceda eso, amigo mío. Y, por último... —Poirot se irguió en su asiento y agitó con vigor la cabeza—, hay que tener en cuenta los principios de ética. Si un hombre no ha cometido asesinato, no debe ahorcársele.

Hizo una pausa y agregó:

—Pero ¿y si después de todo resulta que la mató?

—En ese caso, quedaría tranquilo por haber adquirido el convencimiento.

—Y más ven cuatro ojos que dos. ¿verdad? Voila, todo queda decidido. Me precipito a encargarme de la investigación. No hay, eso es evidente, tiempo que perder. El rastro está frío ya. A mistress McGinty la mataron... ¿cuándo?

—El veintidós del pasado noviembre.

—Bien. Vayamos al grano entonces.

—Conservo las notas que tomé sobre el asunto, y se las daré.

—¡Magnífico! De momento, sólo necesitamos una ligera idea. Si James Bentley no mató a mistress McGinty, ¿quién lo hizo?

Spence se encogió de hombros y repuso:

—Que yo vea, no hay nadie que pudiera hacerlo.

—Pero esa contestación no la aceptamos. Y puesto que todo asesinato requiere un móvil, ¿cuál puede ser en el caso de mistress McGinty? ¿Envidia, venganza, celos, temor, dinero? Tomemos el último y más sencillo. ¿Quién sa1ía beneficiado con su muerte?

—Nadie gran cosa. Tenía doscientas libras esterlinas en la Caja de Ahorros. Su sobrina las hereda.

—Doscientas libras esterlinas no es mucho, pero en determinadas circunstancias pudiera bastar. Por tanto, consideremos a la sobrina. Le pido mil perdones, amigo mío, por seguirle las pisadas. Ya sé que usted habrá estudiado todo eso también. Pero es preciso que recorra en su compañía el terreno ya cubierto.

Spence movió afirmativamente la cabeza.

—Tuvimos en cuenta a la sobrina, claro está. Tiene treinta y ocho años. Está casada. El marido trabaja en el ramo de la construcción y del decorado: es pintor. Disfruta de buena fama, posee empleo fijo y no tiene nada de tonto... es bastante perspicaz, incluso. Ella es una joven agradable, un poco charlatana, y parecía querer a su tía. Ninguno de los dos necesitaba con urgencia doscientas libras, aunque seguramente les habrá encantado encontrarse con ellas.

—¿Y la casita? ¿La heredan también?

—No era de ella. La tenía alquilada. Como consecuencia del decreto restringiendo los alquileres, el casero no podía desahuciar a la vieja. Pero una vez muerta, no creo que hubiera podido sustituirla su sobrina. En cualquier caso, ni la muchacha ni el marido tenían el menor deseo de mudarse. Tienen una casita moderna de las que construyó el Municipio, y están muy orgullosos de su hogar —Spence suspiró—. Investigué bastante a fondo a la sobrina y a su esposo. Nos pareció la mejor pista, como comprenderá. Pero no pude descubrir nada.

Bien. Ahora hablemos de la propia mistress McGinty. Descríbamela. Y no sólo en términos físicos, por favor.

Spence sonrió.

—No quiere una descripción policíaca, ¿eh? Bueno, pues tenía sesenta y cuatro años. Viuda. El marido había estado empleado en la sección de pañería de los Almacenes Hodges, de Kilchester. Murió hace cosa de siete años. Pulmonía. Desde entonces, mistress McGinty asistía todos los días a varias casas de los alrededores. A hacer la limpieza y todo eso. Broadhinny es un pueblecillo que durante los últimos tiempos ha escogido mucha gente como residencia. Dos o tres jubilados, uno de los socios de una casa de ingeniería, un médico y gente así. Hay buen servicio de autobuses a Kilchester, y Cullenquay, que, como supongo sabrá ya, es un lugar veraniego bastante grande, se halla a doce kilómetros de distancia. Pero Broadhinny conserva su belleza rural y se encuentra a quinientos metros de la carretera de Drymouth y Kilchester.

Poirot asintió con un gesto.

—La casita de mistress McGinty era una de las pocas que forman el pueblo propiamente dicho. Hay una estafeta de Correos y una tienda, y en las otras casas viven trabajadores del campo.

—¿Y tomó un huésped?

—Sí. Antes que muriera su marido solía dar alojamiento a veraneantes; pero después tomó un solo huésped fijo. James Bentley llevaba viviendo allí algunos meses.

—Ya llegamos a James Bentley.

—La última colocación que tuvo Bentley fue en casa de un agente de fincas de Kilchester. Antes de eso vivía con su madre en Cullenquay. Estaba inválida. Él la cuidaba y salía muy poco. Luego murió y con ella, acabó la pequeña renta que recibía.

James vendió la casa y buscó trabajo. Es hombre de cultura, pero sin cualidades ni aptitudes especiales y, como ya he dicho, muy poco atractivo. No le fue fácil encontrar empleo. Por fin consiguió una plaza con Breather & Scuttle, casa de segunda categoría. No creo que se distinguiera por su eficiencia ni que destacara en ningún aspecto. Tuvieron que reducir el personal y a él le tocó marchar. No pudo encontrar otro empleo y se le acabó el dinero. Solía pagarle el alquiler del cuarto a mistress McGinty todos los meses. Ella le daba desayuno y cena, cobrándole tres libras esterlinas a la semana, precio razonable, teniéndolo todo en cuenta. Se retrasó dos me ses en el pago y casi había llegado ya al final de sus recursos. No había conseguido trabajo, y ella le estaba apremiando para que pagase lo que le debía.

—¿Y estaba él enterado de que ella tenía treinta libras esterlinas en casa? A propósito, ¿cómo es que conservaba semejante cantidad allí, teniendo cuenta corriente en la Caja de Ahorros?

—Porque no se fiaba del Gobierno. Decía que este le había sacado ya doscientas libras esterlinas y que no le sacaría más. Era su intención guardar el dinero donde lo tuviese en todo momento a su alcance. Se lo dijo a dos o tres personas. Lo tenía metido debajo de una tabla del suelo de su alcoba... lugar bastante a la vista. James Bentley confesó saber que se encontraba allí.

—¡Cuánta amabilidad! ¿Y lo sabían sobrina y marido también?

—Sí.

—Así, pues,. llegamos otra vez a la primera pregunta que le hice: ¿cómo murió mistress McGinty?