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—Murió la noche del veintidós de noviembre. Según el forense, debió de ser entre siete y diez. Había cenado arenque y pan con mantequilla. Al parecer, solía hacerlo a eso de las seis y media. Si observó estrictamente su costumbre aquella no che, entonces, a juzgar por la digestión, la mataron a eso de las ocho y media o las nueve. James Bentley, según su propia declaración, estuvo paseando desde las siete y cuarto hasta las nueve. Salía a dar un paseo casi todas las tardes después de anochecer. Dice que regresó a eso de las nueve (tenía llavín), y se fue derecho a su cuarto. Mistress McGinty había hecho instalar lavabos en las habitaciones cuando alquilaba cuartos a los veraneantes. Bentley estuvo leyendo cosa de media hora, y luego se metió en la cama. Ni oyó ni vio nada anormal. A la mañana siguiente bajó la escalera y se asomó a la cocina; pero allí no había nadie ni se observaban muestras de que se estuviese preparando el desayuno. Dice que vaciló unos instantes y llamó luego a la puerta de la habitación de mistress McGinty, sin obtener contestación. Creyó que se le habrían pegado las sábanas; pero no se atrevió a continuar llamando. Entonces llegó el panadero, y James Bentley subió y volvió a llamar. Después de eso, como ya le dije, el panadero fue a la casa vecina y regresó con mistress Elliot, que fue quien acabó descubriendo el cadáver y sufriendo un ataque de nervios. Mistress McGinty yacía en el suelo de la sala. Le habían pegado en la nuca con algo parecido a una cuchilla de carnicero muy afilada. Murió instantáneamente. Los cajones estaban abiertos, las cosas tiradas por todas partes, la tabla del suelo de la alcoba, alzada, y el escondite vacío. Todas las ventanas estaban cerradas y no tenían los postigos sujetos por dentro. No había vestigio de que se hubieran roto o tocado desde fuera.

—Por consiguiente —dijo Poirot—, o la mató James Bentley, o fue ella misma quien

abrió la puerta a su asesino hallándose ausente su huésped, ¿no es eso?

—Justo. No se trataba de un atraco ni de un robo profesional. Ahora bien: ¿a quién pudo abrir la puerta? A uno de los vecinos, a su sobrina o al marido de esta. A eso se reduce todo. Eliminamos a los vecinos. La sobrina y su esposo se hallaban en el cine aquella noche. Es posible... nada más que posible... que uno u otro de ellos saliera del cine sin ser visto, recorriera en bicicleta cinco kilómetros, matara a la anciana, escondiese el dinero fuera de la casa y regresara al cine. Investigamos esa posibilidad, pero no pudimos descubrir nada que la confirmara. Y si de ellos se trataba ¿a qué esconder el dinero cerca de la casa de mistress McGinty? Les hubiese resultado difícil retirarlo más tarde. ¿Por qué no en cualquier otro sitio a lo largo de los cinco kilómetros de camino? No; la única razón para esconderlo donde se encontró...

Poirot se encargó de terminar rotundamente la frase diciendo:

—Era que el asesino se hallaba domiciliado en la casa y no quería esconderlo en su cuarto ni en ninguna otra parte del edificio. En otras palabras: James Bentley.

—Así es. En todas partes y en todo momento, va uno a topar con James Bentley. Por último, tenía manchas de sangre en la manga.

—¿Cómo explicó eso?

—Dijo que recordaba haber rozado el mostrador de un carnicero el día anterior. ¡Narices! No era sangre de animal.

—¿Y siguió manteniendo esa declaración?

—¡Quiá! Ante el tribunal dio una explicación distinta. Porque se le encontró un cabello pegado a la manga también... un cabello ensangrentado. Y era igual que los de mistress McGinty. Era preciso que justificara su presencia. Confesó entonces que había entrado en la habitación la noche antes al volver de su paseo. Había entrado, dijo, después de llamar, encontrándola allí muerta, en el suelo. Dice que se inclinó sobre ella y la tocó para asegurarse. Y que luego perdió la cabeza. Siempre le había afectado mucho el ver sangre. Subió a su cuarto medio desmayado Y acabó perdiendo el conocimiento allí. Por la mañana no se atrevió a confesar que sabía lo ocurrido.

—Un relato la mar de sospechoso.

—En efecto. Y, sin embargo —dijo Spence, pensativo—, bien pudiera ser verdad. No es cosa que el hombre corriente... o un jurado... pueda creer. Pero yo he conocido a gente así. No me refiero a lo del desmayo. Quiero decir a gente que, al verse enfrentada con la necesidad de obrar con responsabilidad, ha sido incapaz de hacerlo. Gente tímida. Bentley entra, digamos, y la encuentra. Sabe que debe hacer algo... llamar a la policía, ir en busca de un vecino, hacer lo que las circunstancias exigen. Y no se atreve. Piensa: "No es preciso que yo sepa una palabra del asunto. No tenía necesidad de entrar aquí esta noche. Me iré a la cama, igual que si no hubiese entrado en la sala para nada." Tras esto, claro está, se oculta el temor, el temor de que se le crea complicado en el crimen. Piensa ponerse así al margen del asunto, y lo que el muy estúpido consigue, en realidad, es meterse en él hasta la coronilla.

Spence hizo una pausa.

Puede haber sido así.

—Puede —asintió Poirot, pensativo.

—O puede haber sido la mejor explicación que se le ocurrió a su defensor. Pero no sé. La camarera del café de Kilchester, donde solía comer, dijo que siempre escogía una mesa desde la que pudiera estar mirando a la pared o a un rincón y no ver a la gente. Era de estos... un poco desequilibrados. Pero no lo bastante para ser un asesino. No sufría manía persecutoria ni nada que se le pareciera.

Spence miró, esperanzado, a Poirot. Pero este no respondió; estaba frunciendo el entrecejo.

Los dos hombres guardaron silencio un rato.

Capítulo III

Por fin salió Poirot de su abstracción con un suspiro.

Eh bien —dijo—, hemos agotado el móvil del dinero. Pasemos a otras teorías. ¿Tenía mistress McGinty algún enemigo? ¿Temía a alguien?

—No hay ninguna prueba de ello.

—¿Qué dijeron sus vecinos sobre este particular?

—No gran cosa. Quizá no quisieron nada con la Policía; pero no creo que callasen detalle alguno. Mistress McGinty era reservada, dijeron. Pero eso se considera natural. Nuestros pueblos, monsieur Poirot, no son amistosos. Los evacuados descubrieron eso durante la guerra. Mistress McGinty daba los buenos días y las buenas noches a sus vecinos, pero no intimaba con ellos.

—¿Cuánto tiempo llevaba viviendo allí?

—Cosa de dieciocho o veinte años, creo.

—Y los cuarenta años anteriores, ¿dónde estuvo?

—No es ningún misterio. Hija de un granjero de North Devon, ella y su esposo vivieron una temporada cerca de Ilfracombe, y luego se trasladaron a Kilchester. Tenían una casa al otro lado de la población, pero encontraron demasiado húmedo el lugar y se fueron a vivir a Broadhinny. El marido, al parecer, era hombre callado, pacífico, decente, delicado; no iba mucho a la taberna. Todo muy respetable y a la vista de la gente. No hay misterio alguno en su vida, nada que esconder.

—Y, sin embargo, la mataron.

—Sí. La mataron.

—¿La sobrina no sabía de nadie que estuviera resentida con su tía?

—Dice que no.

Poirot se frotó la nariz con cierta exasperación.

—Comprenderá usted, amigo mío, que resultaría mucho más fácil si mistress McGinty no fuera, como quien dice, mistress McGinty. Si fuese lo que llaman una Mujer Misterio, una mujer con pasado.

—Pues no lo era —contestó con estolidez Spence—. Era simplemente mistress McGinty, mujer más o menos educada que alquilaba habitaciones y asistía a las casas. Hay millares como ella por toda Inglaterra.

—Pero no a todas las asesinan.

—No. Eso se lo concedo.

—Por tanto, ¿por qué habrían de asesinar a mistress McGinty? La respuesta evidente no la aceptamos. ¿Qué queda? Una sobrina nebulosa e improbable. ¿Hechos? Atengámonos a los hechos. ¿Cuáles son estos? Una anciana dedicada a las faenas domésticas muere asesinada. Un joven tímido y poco atractivo es detenido Se le acusa, se le juzga y se le condena ¿Por qué detuvieron a James Bentley?