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Spence se le quedó mirando con sorpresa.

—Por las pruebas Ya le he dicho

—Sí. Las pruebas Pero dígame, Spence mío ¿eran las pruebas reales o fabricadas?

—¿Fabricadas?

—Sí. Admitiendo la premisa de que James Bentley es inocente, quedan dos posibilidades, o las pruebas se fabricaron deliberadamente, para que recayeran sobre él las sospechas, o es una simple y desgraciada víctima de las circunstancias

Spence reflexionó.

—Sí. Comprendo adónde quiere ir usted a parar.

—No hay nada que demuestre que la primera de estas posibilidades sea cierta Pero tampoco hay nada que demuestre lo contrario El dinero fue escondido fuera de la casa en un lugar fácil de encontrar. Esconderlo en su propio cuarto hubiera resultado demasiado increíble para que se lo tragara la Policía. El asesinato se cometió mientras Bentley daba un paseo, cosa que solía hacer con frecuencia ¿Adquiriría la mancha de sangre tal como contó ante el tribunal, o fue esa una prueba fabricada también? ¿Rozaría alguien con él en la oscuridad para mancharle la manga?

—Creo que eso es llevar las cosas un poco lejos, monsieur Poirot

—Quizá, quizá Pero tenemos que llevarlas lejos. Yo creo que, en este caso, tenemos que llegar tan lejos, que la imaginación no puede ver aún claramente el camino Porque, ¿comprende usted, mon cher Spence?, si mistress McGinty no es más que una asistenta corriente, entonces es el asesino quien ha de ser extraordinario. Sí, eso se infiere claramente. Es en el asesino y no en la víctima en quien yace todo el interés de este caso. No es ese el caso en la mayoría de los crímenes. Por regla general, el eje de la situación se encuentra en la personalidad del asesinado. Son los muertos silenciosos los que suelen interesarme. Sus odios, sus amores, sus actos. Y cuando uno llega a conocer de verdad a la víctima, entonces ésta habla, y los labios muertos pronuncian un nombre, el nombre que uno quiere saber.

Spence experimentaba una fuerte sensación de incomodidad.

—¡Estos extranjeros!, parecía estarse diciendo

—Pero aquí —continuó Poirot— sucede lo contrario. Aquí adivinamos la existencia de una personalidad velada, una figura aún oculta en las tinieblas. ¿Cómo murió mistress McGinty? ¿Por qué murió? La respuesta no se hallará estudiando la vida de mistress McGinty. La contestación ha de encontrarse en la personalidad del asesino. ¿Está usted de acuerdo conmigo en eso?

—Supongo que sí —respondió cautelosamente Spence.

—Alguien que deseaba, ¿qué? ¿Matar a mistress McGinty? O ¿asestarle el golpe a James Bentley?

El superintendente emitió un "¡hum!" dubitativo.

—Sí, ese es uno de los primeros puntos por decidir. ¿Quién es la verdadera víctima? ¿Contra quién iba dirigido el golpe?

Spence preguntó con incredulidad

—¿Es posible que usted crea que alguien haya sido capaz de matar a una anciana completamente inofensiva nada más que por conseguir que otro muera ahorcado como asesino?

—No se puede hacer una tortilla, dicen, sin romper huevos Así, pues, mistress McGinty puede ser el huevo, y James Bentley la tortilla. Por consiguiente, dígame ahora lo que sepa de este último.

—Muy poca cosa. El padre era médico. Murió cuando James tenía nueve años. Fue a una de las universidades menores. Le declararon inútil para el Ejército porque padecía del pecho. Estuvo empleado en uno de los ministerios durante la guerra y vivió con una de esas madres que no dejan a sol ni a sombra a sus hijos.

—Hay ciertas posibilidades en eso... más de las que se encuentran en la historia de mistress McGinty.

—¿Cree usted seriamente en lo que está sugiriendo?

—No; no creo nada aún. Pero digo que hay dos vías distintas de investigación y que hemos de decidir muy pronto cuál de ellas cabe seguir.

—¿Cómo piensa abordar la tarea, monsieur Poirot? ¿Puedo hacer yo algo? .

—En primer lugar, quisiera una entrevista con James Bentley.

—Eso puede arreglarse. Me pondré al habla con sus abogados.

—Después de eso, y sujeto, claro está, al resultado, si es que lo hay... y tengo muy pocas esperanzas de que lo haya... iré a Broadhinny. Allí, y con ayuda de sus notas, recorreré lo más aprisa posible el mismo terreno que ha cubierto usted antes que yo.

—Por si algo se me ha escapado —dijo Spence con una sonrisa.

—Por si acaso, prefiero yo decir, veo alguna circunstancia de manera distinta a aquella en que usted la vio. Las reacciones varían según el individuo. Y la experiencia de los hombres también. El parecido de un acaudalado financiero con un fabricante de jabón a quien había conocido en Liege tuvo, en cierta ocasión, resultados muy satisfactorios. Pero no es necesario hablar de eso ahora. Lo que yo quisiera hacer es eliminar una u otra de las vías que mencioné hace unos instantes. Y eliminar la de mistress McGinty, vía número uno, resultará evidentemente más rápido y fácil que meterse por la vía número dos. ¿Dónde puedo alojarme en Broadhinny? ¿Hay algún hotel relativamente cómodo?

—El de Los Tres Patos, pero no proporciona alojamiento. Tiene La Oveja, en Cullavon, a cinco kilómetros de distancia. y hay una especie de hospedería en el propio Broadhinny. No es, en realidad, una hospedería, sino una simple y decrépita casa rural cuyos propietarios, una pareja muy joven, admiten huéspedes. No creo —agregó, dubitativo, Spence— que sea muy cómoda.

Hércules Poirot cerró los ojos con angustia.

—Si sufro, sufro —anunció—. Ha de ser así. Ya está bien.

—No sé con qué identidad irá usted allí —continuó Spence, mirando con duda a Poirot—. Puede pasarse por cantor de ópera. Que ha perdido la voz. y que necesita reposo. Quizá eso sirva.

—Iré —afirmó Hércules con majestuoso tono— con la identidad del propio Hércules Poirot.

Spence escuchó estas palabras con los labios contraídos.

—¿Lo cree aconsejable?

—¡Yo creo que es esencial! Sí, esencial. Considere, cher ami, que luchamos contra el tiempo. ¿Qué sabemos? Nada. Por tanto, nuestra esperanza, nuestra mejor esperanza, es que me presente allí fingiendo saber mucho. Yo soy Hércules Poirot. Y yo, Hércules Poirot, no estoy satisfecho del fallo en el caso McGinty. Yo, Hércules Poirot, tengo una fuerte sospecha de lo que ocurrió en realidad. Hay una circunstancia que nadie más que yo ha sabido apreciar en su justo valor. ¿Comprende?

—¿Y luego?

—Y luego, habiendo lanzado la especie, observo las reacciones. Porque debe haberlas; forzosamente ha de haberlas.

El superintendente Spence miró con inquietud al hombrecillo.

—Escuche, monsieur Poirot —le dijo—. No meta usted demasiado las narices. No quiero que le suceda nada.

—Pero si algo me sucediese, quedaría demostrado, fuera de toda duda, que tenía usted razón, ¿no es cierto?

—No quiero que quede demostrado de una manera violenta.

Capítulo IV

Hércules Poirot miró con gran disgusto por el cuarto en que se hallaba. Era una habitación de majestuosas proporciones, pero ahí acababa su atractivo. Hizo una mueca elocuente al pasar el dedo por encima de una estantería. Como había supuesto, ¡polvo! Se sentó cuidadosamente en un desvencijado sofá, y los muelles rotos cedieron bajo su peso con deprimente facilidad. Los dos sillones descoloridos eran, y ya lo sabía, poco mejores. Un perro grande, de aspecto feroz, que a Poirot se le antojó sarnoso, gruñó echado en el cuarto asiento, una silla relativamente cómoda.

La estancia era espaciosa. El papel de las paredes descolorido. Colgaban de estas, de cualquier manera, grabados de acero de asuntos desagradables y dos o tres pinturas al óleo, buenas. Las fundas de los sillones estaban tan sucias como descoloridas; la alfombra, llena de agujeros, jamás había tenido un dibujo bonito. Se veían figurillas y antigüedades esparcidas sin orden ni concierto por el cuarto. Las mesas se bamboleaban peligrosamente por falta de ruedecillas en las patas. Una de las ventanas estaba abierta, y no había poder humano, al parecer, capaz de volver a cerrarla. La puerta, momentáneamente cerrada, no era fácil que permaneciera así mucho rato. El picaporte no enganchaba bien y cada ráfaga de aire la abría, inundando la habitación de fríos remolinos.