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Fue entonces, al levantarse bruscamente, cuando notó que la entrepierna del pantalón le pesaba. Instintivamente se llevó la mano al trasero, aunque con el guante no sintió nada. Tampoco hacía falta, bien sabía lo que era.

¿Y ahora qué?, se preguntó.

Eric la llamó de nuevo. Ella no contestó. Mientras siguiera allí arriba, quedaría oculta por la niebla. Podía bajarse los pantalones y limpiarse con nieve como buenamente pudiera, o decirle a Eric lo que le pasaba, o que le dolía la rodilla y debía regresar al pueblo. O también podía esquiar así, cuidando siempre de ir la última.

Pero no hizo nada de eso; se quedó allí quieta, invisible en medio de la niebla.

Eric la llamó por tercera vez, en voz más alta.

– Estará ya en el remonte, la muy despistada -contestó un compañero.

Se oyeron voces. Uno dijo «Vámonos» y otro «Aquí parado me congelo». Podían estar allí mismo, a pocos metros de distancia, o ya al pie del remonte. El eco engaña, rebota en las montañas, se ahoga en la nieve.

– ¡Vaya, hombre! Vamos a ver -dijo Eric.

Conteniendo las náuseas que le producía notar aquella masa viscosa resbalarle por los muslos, Alice contó despacio hasta diez, primero una vez, luego otra, y luego hasta veinte. Para entonces ya no se oía nada.

Tomó en brazos los esquíes y fue a la pista. Tardó un rato en averiguar cómo situarlos para que quedaran perpendiculares a la línea de máxima pendiente. Con aquella niebla no sabías hacia dónde estabas orientada.

Metió las botas en las fijaciones y las apretó. Se quitó las gafas empañadas y las limpió con saliva.

Podía descender sola. Poco le importaba que Eric la buscara en la cima del Fraiteve; quería quitarse cuanto antes aquellos leotardos llenos de caca. Pensó en la bajada; nunca la había hecho sola, pero estaba en el primer remonte y aquel trecho de pista lo había recorrido muchas veces.

Empezó a descender con la punta de los esquíes en cuña; así era más prudente. Además, como llevaba las piernas abiertas, se notaba la entrepierna menos emplastada. Recordó que el día anterior Eric le había dicho: «Si te veo tomar otra curva con los esquíes en cuña, te juro que te ato los tobillos.»

A Eric no le gustaba, lo sabía. Seguro que pensaba que era una cagona. Y por cierto que los hechos le daban la razón. Tampoco su padre le gustaba, porque todos los días, al acabar la clase, lo acosaba a preguntas: «¿Qué, cómo va nuestra Alice? ¿A que va mejorando, a que está hecha una campeona? ¿Y cuándo empiezan las competiciones?…» Eric lo miraba como si no lo viera y contestaba: «Sí», «No», o con prolongados «Pues…».

Alice se representaba la escena como si la contemplara sobreimpresa en el empañado cristal de las gafas. No veía más allá de la punta de los esquíes y avanzaba muy despacio; comprendía que debía girar sólo cuando topaba con nieve fresca.

Para sentirse menos sola se puso a canturrear; a ratos se llevaba la mano a la nariz y se limpiaba los mocos con el guante.

Echa el peso hacia atrás, hinca el bastón y gira. Haz fuerza en las botas. Luego échate hacia delante, ¿entiendes? Ha-cia de-lan-te, le sugerían a la vez Eric y su padre.

Por cierto, este último se pondría como una fiera, y ella tendría que inventar una excusa, contarle una mentira sin puntos flacos ni contradicciones. Porque confesarle la verdad era impensable. Le diría que fue culpa de la niebla, que estaba bajando la pista grande con los demás cuando se le voló el pase que llevaba prendido de la chaqueta… bueno, eso no, eso no le ocurre a nadie, tonto hay que ser para perder el pase. Mejor la bufanda; que se le voló la bufanda, que se detuvo a recogerla y que los demás no la esperaron. Que los llamó cien veces, pero nada, habían desaparecido en la niebla. Y por eso había bajado ella sola, a buscarlos.

¿Y por qué no has subido otra vez?, le preguntaría su padre. Eso, ¿por qué? Mejor haber perdido el pase: no había subido otra vez porque sin pase el del telesilla no le habría permitido montarse.

Satisfecha con la excusa, Alice sonrió; no tenía pega. Incluso dejó de sentirse tan sucia. Aquello ya no resbalaba. Se habrá congelado, pensó.

Pasaría el resto del día viendo la tele; se daría una ducha, se pondría ropa limpia, se calzaría sus mullidas pantuflas y se quedaría en casa bien calentita. Todo eso habría hecho si hubiera apartado los ojos de los esquíes y visto la cinta naranja que ponía «Pista cerrada». ¡La de veces que se lo decía su padre: mira por dónde vas! Si hubiera recordado que cuando hay nieve fresca no hay que echar el peso hacia delante; si Eric, días antes, le hubiera ajustado bien las fijaciones y su padre hubiese insistido más en que ella pesaba veintiocho kilos y quizá estaban demasiado apretadas.

Pero el salto tampoco fue tan grande; apenas notó que volaba y cierto vacío en el estómago, cuando ya se halló tendida boca abajo en la nieve, con las piernas al aire y los esquíes clavados bien derechos, a costa del peroné.

No sintió dolor, ni ninguna otra cosa, la verdad. Sólo notó la nieve que se le coló por la bufanda y el casco y que parecía arder al contacto con su piel.

Empezó por mover los brazos. Recordó que de pequeña, cuando amanecía nevado, su padre la llevaba bien abrigada al medio del patio, y allí, cogidos de la mano, contaban hasta tres y se dejaban caer de espaldas. Ahora haz el ángel, le decía su padre; ella movía los brazos arriba y abajo, y cuando se levantaba, la silueta impresa en el manto blanco parecía la de un ángel con las alas desplegadas.

Lo mismo hizo Alice en aquel momento, porque sí, porque quería demostrarse que seguía viva. Volvió la cabeza de lado y empezó a respirar hondo, aunque con la sensación de que el aire que inspiraba no llegaba todo lo profundo que debía. Tenía la extraña impresión de no saber en qué posición le habían quedado las piernas, la extrañísima impresión de no tener piernas.

Intentó levantarlas, pero no pudo.

Si no hubiera niebla quizá alguien podría verla desde arriba: una mancha verde en el fondo de un barranco por donde volvería a correr un arroyuelo en primavera y con los primeros calores crecerían fresas silvestres, esas fresas que se ponen dulces como caramelo y abundan tanto que en un día llenas una cesta.

Alice pidió auxilio, pero su débil vocecita se perdió en la niebla. Intentó de nuevo levantarse, o al menos girarse, pero tampoco pudo.

Su padre le había dicho un día que los que mueren congelados, instantes antes de fallecer sienten mucho calor y tratan de quitarse la ropa, y que por eso casi siempre los encuentran en paños menores. Y ella se lo había hecho en las bragas, para mayor escarnio.

También los dedos empezaron a quedársele insensibles. Se quitó un guante, echó dentro el aliento y volvió a ponérselo; y lo hizo también con el de la otra mano. Repitió varias veces la ridícula operación buscando calentarse.

Son las extremidades las que fallan, le decía siempre su padre; dedos de pies y manos, nariz, orejas… El corazón procura guardarse para sí toda la sangre y deja que lo demás se congele.

Alice se imaginó cómo sus dedos, y luego, gradualmente, también sus brazos y piernas, se ponían azules; y cómo su corazón latía cada vez más fuerte tratando de conservar el calor. Se quedaría tan tiesa que si un lobo que pasara por allí le pisaba un brazo, se lo quebraría.

Seguro que están buscándome.

¿De verdad habrá lobos?

Ya no siento los dedos.