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– ¿Seguro que no hay nada más? -Sonó más seria de lo que pretendía-. Ayer me encontré esto y te lo he traído. -Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó la tarjeta del ramo de lirios blancos-. Se te debió caer.

Christian se quedó mirando la tarjeta.

– Quítala de mi vista.

– ¿Qué significa? -Erica miraba extrañada a aquel hombre, al que había empezado a considerar un amigo.

Él no respondió. Erica repitió, en tono más suave:

– Christian, ¿qué significa esto? Ayer reaccionaste de forma exagerada. No intentes hacerme creer que es solo porque estás cansado.

Él seguía guardando un silencio que interrumpió de pronto la voz de Sanna, que resonó desde la puerta:

– Háblale de las cartas.

Se quedó en el umbral, esperando a que su marido respondiera. Christian continuó en silencio un instante más, antes de abrir el último cajón del escritorio y sacar un pequeño fajo de cartas.

– Llevo un tiempo recibiendo cartas como estas.

Erica las cogió y las hojeó con cuidado. Folios blancos con tinta negra. Y, sin duda, la misma letra que en la tarjeta que ella le había llevado. Aunque las palabras le resultaban familiares. Expresiones diferentes, pero el tema era el mismo. Leyó en voz alta la primera misiva:

– «Ella camina a tu lado, ella te acompaña. No tienes derecho sobre tu vida, lo tiene ella.»

Erica levantó la vista claramente perpleja.

– ¿Qué quiere decir? ¿Tú entiendes algo?

– No -respondió rápido y resuelto-. No, no tengo ni idea. No conozco a nadie que quiera hacerme daño. Y tampoco sé quién es «ella». Debería haberlas tirado -dijo extendiendo la mano hacia las cartas, pero Erica no hizo amago de devolvérselas.

– Lo que deberías hacer es ir a la Policía.

Christian meneó la cabeza.

– No, seguro que es alguien que se está divirtiendo a mi costa.

– Pues esto no suena a broma. Y tampoco parece que tú pienses que tiene la menor gracia.

– Eso mismo le he dicho yo -intervino Sanna-. A mí me parece muy desagradable, y con los niños y todo. Imagínate que es algún trastornado que… -Hablaba con la mirada clavada en Christian y Erica comprendió que no era la primera vez que discutían aquel tema, pero él negó tozudo con la cabeza.

– No quiero darle tanta importancia.

– ¿Cuándo empezó todo esto exactamente?

– Fue cuando empezaste con el libro -respondió Sanna, que se ganó una mirada iracunda de su marido.

– Sí, más o menos entonces -admitió Christian-. Hace un año y medio.

– ¿Habrá alguna relación? ¿Hay en el libro alguna persona o suceso real? ¿Alguien que pudiera sentirse amenazado por lo que has escrito? -Erica miraba con firmeza a Christian, que parecía extremadamente incómodo. Era obvio que no deseaba mantener aquella conversación.

– No, es una obra de ficción -dijo, y apretó los labios-. Nadie puede sentirse aludido. Tú has leído el manuscrito. ¿A ti te parece que es autobiográfico?

– No, yo no diría eso -respondió Erica encogiéndose de hombros-. Pero sé por experiencia que uno trenza fragmentos de su realidad con lo que escribe, consciente o inconscientemente.

– Pues no, yo no -estalló Christian retirando la silla y levantándose. Erica comprendió que había llegado el momento de irse, e intentó levantarse del sillón. Pero las leyes de la física estaban en su contra y de sus esfuerzos solo resultaron resoplidos y jadeos. A Christian se le dulcificó el semblante y le tendió la mano.

– Seguro que no es más que un loco que oyó que estaba escribiendo un libro y se le llenó la cabeza de ideas raras. Nada más -añadió, ya más tranquilo.

Erica dudaba de que aquella fuera toda la verdad, pero se trataba más bien de una sensación sin fundamento. Se encaminó al coche con la esperanza de que Christian no notase que, en lugar de seis cartas, ahora solo había cinco en el cajón del escritorio. Al salir, se había guardado una en el bolso. No se explicaba cómo se había atrevido, pero si Christian no quería contárselo, tendría que investigar por su cuenta. Las cartas tenían un tono claramente amenazador y su amigo podía hallarse en peligro.

– ¿Has tenido que cancelar a alguien? -preguntó Erik olisqueando el pezón de Cecilia. Ella dejó escapar un gemido y se estiró en la cama de su apartamento. Tenía la peluquería a una cómoda distancia, en la planta baja de la casa.

– Eso quisieras tú, que empezara a cancelar clientes para hacerte hueco en mi agenda. ¿Qué te hace pensar que eres tan importante?

– No creo que haya nada más importante que esto -dijo lamiéndole el pecho. Incapaz de esperar, Cecilia lo atrajo hasta que lo tuvo encima.

Después, se quedó tumbada con la cabeza apoyada en su brazo, sintiendo el cosquilleo del vello en la mejilla.

– Me resultó un poco extraño toparme ayer con Louise. Y contigo.

– Ummm -respondió Erik con los ojos cerrados. No tenía el menor interés en hablar de su mujer, ni de su matrimonio, con su amante.

– A mí Louise me cae bien -Cecilia jugaba enredando los dedos en el vello del pecho-. Y si ella supiera…

– Ya, pero no lo sabe -la interrumpió Erik bruscamente incorporándose a medias-. Y no lo sabrá nunca.

Cecilia levantó la vista, lo miró a los ojos y él supo, por experiencia, adónde los llevaría aquella conversación.

– Tarde o temprano lo sabrá.

Erik suspiró para sus adentros. Que siempre tuvieran que andar discutiendo sobre el después y sobre el futuro… Se levantó de la cama y empezó a vestirse.

– ¿Ya te vas? -preguntó Cecilia. Se le notaba en la cara que se sentía herida, lo que irritó más aún a Erik.

– Tengo mucho trabajo -respondió él sin muchas explicaciones mientras se abotonaba la camisa. Notaba el olor a sexo en la nariz, pero ya se ducharía cuando llegase a la oficina, donde tenía una muda para ocasiones como aquella.

– O sea, que vamos a seguir así, ¿no? -Cecilia estaba medio tumbada en la cama y Erik no pudo evitar fijarse en aquel cuerpo desnudo. Los pechos apuntaban hacia arriba y tenía los pezones oscuros y otra vez duros por el fresco que hacía en la habitación. Hizo una estimación rápida. En realidad, tampoco tenía tanta prisa por volver a la oficina y no tenía nada en contra de otra ronda. Claro que ahora la cosa exigiría cierta persuasión y delicadeza sugestiva, pero la tensión que ya sentía en el cuerpo le decía que valdría la pena el esfuerzo. Se sentó en el borde de la cama, suavizó la voz y la expresión y le acarició la mejilla.

– Cecilia -le dijo, y continuó con aquel discurso que tan fácilmente le rodaba por la lengua, como en tantas otras ocasiones. Cuando ella respondió apretándose contra él, sintió los pechos a través de la camisa. Y volvió a desabotonarla.

Tras un almuerzo tardío en el restaurante Källaren, Patrik aparcó delante de aquel edificio bajo de color blanco que nunca ganaría ningún premio de arquitectura y entró en la recepción de la comisaría de Tanumshede.

– Tienes visita -dijo Annika mirándolo por encima de las gafas.

– ¿De quién?

– No lo sé, pero es una belleza. Más bien rellenita, quizá, pero me parece que te va a gustar.

– ¡¿Pero qué dices?! -exclamó Patrik desconcertado, preguntándose por qué habría empezado Annika a buscar pareja a colegas felizmente casados.

– Bueno, tú ve y mira, está en tu despacho -respondió Annika con un guiño.

Patrik se encaminó a su despacho y se detuvo en la puerta.

– ¡Hola, cariño! ¿Qué haces tú por aquí?

Erica estaba sentada delante del escritorio, hojeando distraída un ejemplar de la revista Polis.

– ¡Qué tarde llegas! -observó ella sin responder a su pregunta-. ¿Ese es todo el estrés del poder policial?

Patrik resopló por toda respuesta: sabía que a Erica le encantaba chincharle.