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– Bueno, ¿qué te trae por aquí? -preguntó mientras se sentaba en su sitio. Se inclinó hacia delante y observó a su mujer. Una vez más, tomó conciencia de lo guapa que era. Recordó la primera vez que lo visitó en la comisaría, cuando el asesinato de su amiga Alexandra Wijkner, y pensó que, desde entonces, se había puesto más guapa todavía. A veces se le olvidaba, con el trajín de la vida cotidiana, cuando pasaban los días, uno tras otro, entre el trabajo, ir y venir de la guardería, la compra y las noches en el sofá, agotados delante del televisor. Pero de vez en cuando caía en la cuenta, con toda lucidez, de hasta qué punto el amor que sentía por ella estaba lejos de ser mediocre y cotidiano. Y ahora que la tenía allí, en el despacho, con el sol del invierno realzando el rubio de su melena y embarazada de sus dos hijos, lo sentía tan fuerte que supo que aquellos instantes durarían toda la vida.

Patrik se dio cuenta de pronto de que no había oído la respuesta de Erica y le pidió que la repitiera.

– Pues eso, te decía que he estado hablando con Christian esta mañana.

– ¿Qué tal está?

– Parecía que estaba bien, un poco afectado aún. Pero… -Guardó silencio y se mordió el labio.

– Pero ¿qué? Yo creía que había bebido un poco de más y que estaba nervioso, simplemente.

– Bueno… esa no es toda la verdad. -Con sumo cuidado, Erica sacó una bolsa de plástico y se la entregó a Patrik-. La tarjeta venía con las flores que le mandaron ayer. Y la carta es una de las seis que ha recibido este último año y medio.

Patrik miró largamente a su mujer y empezó a abrir la bolsa.

– Creo que es mejor que intentes leerlas sin sacarlas de ahí. Christian y yo ya las hemos tocado. No creo que hagan falta más huellas.

Patrik volvió a lanzarle otra mirada de reprobación, pero siguió su consejo y leyó el texto de la tarjeta y la carta a través del plástico.

– ¿A ti qué te parece? -Erica se sentó más cerca del borde de la silla, que estuvo a punto de volcar, obligándola a repartir bien el peso de nuevo.

– Bueno, suena como una amenaza, aunque no sea muy directa.

– Sí, así lo veo yo. Y, desde luego, así es como lo ve Christian, aunque intente quitarle hierro al asunto. Si hasta se niega a enseñarle las cartas a la Policía.

– O sea, que esta… -Patrik sostenía la bolsa delante de Erica.

– Vaya, parece que me la llevé sin querer. Qué torpeza la mía. -Ladeó la cabeza e intentó parecer adorable, pero su marido no se dejó convencer tan fácilmente.

– Vamos, que se la has robado a Christian, ¿no?

– Robar, lo que se dice robar… La tomé prestada por un tiempo.

– ¿Y qué quieres que haga con este material… prestado? -preguntó Patrik, aun sabiendo cuál era la respuesta.

– Pues es obvio que alguien está amenazando a Christian. Y que él tiene miedo. Hoy también me he dado cuenta. Él se lo toma de lo más en serio. No me explico por qué no quiere contárselo a la Policía, pero ¿quizá tú podrías indagar discretamente si hay algo de utilidad en la carta y en la tarjeta? -le dijo con voz suplicante. Patrik ya sabía que iba a capitular. Cuando Erica se ponía así, se volvía intratable, lo sabía por experiencia duramente adquirida.

– Vale, vale -dijo levantando las manos en son de paz-. Me rindo. Ya veré si podemos encontrar algo. Pero que sepas que no encabeza la lista de prioridades.

Erica sonrió.

– Gracias, cariño.

– Anda, vete a casa a descansar un rato -respondió Patrik, que no pudo evitar inclinarse y darle un beso.

Cuando Erica se hubo marchado, empezó a dar vueltas distraído a aquella bolsa llena de amenazas. Tenía el cerebro lento y como embotado, pero algo empezaba a moverse, pese a todo. Christian y Magnus eran amigos. ¿Podría…? Desechó la idea enseguida, pero se le imponía una y otra vez y miró la foto que tenía enfrente clavada en la pared. ¿Existiría alguna conexión?

Bertil Mellberg paseaba empujando el carrito. Leo iba sentado como siempre, feliz y contento y, de vez en cuando, le sonreía mostrándole dos dientecillos en la mandíbula inferior. Había dejado a Ernst en la comisaría, pero cuando lo llevaba consigo, el animal solía caminar tranquilo junto al carrito y vigilar que nadie amenazase a quien se había convertido en el centro de su mundo. Y, desde luego, en el centro del mundo de Mellberg.

Él jamás sospechó que pudieran abrigarse tales sentimientos por una persona. Leo conquistó su corazón nada más nacer; Mellberg fue el primero que lo cogió en brazos en la sala de partos. Bueno, la abuela de Leo no se quedaba atrás, pero el primero de la lista de las personas más importantes de su vida era aquel pilluelo.

Muy a su pesar, Mellberg se encaminó de nuevo hacia la comisaría. En realidad, Paula iba a encargarse de Leo durante el almuerzo, mientras Johanna, su pareja, hacía unos recados. Sin embargo, Paula tuvo que acudir a la casa de una mujer cuyo anterior marido estaba resuelto a matarla a palos, de modo que Mellberg se apresuró a ofrecerse como voluntario para darle un paseo al pequeño. Y ahora lo disgustaba la idea de llevarlo de vuelta. Mellberg le tenía una envidia recalcitrante a Paula, que pronto se tomaría la baja maternal. A él no le importaría lo más mínimo pasar más tiempo con Leo. Por cierto, tal vez fuese una buena idea, como buen jefe y guía, quizá debiera ofrecer a sus subordinados la oportunidad de evolucionar sin su vigilancia. Además, Leo necesitaba desde el principio un modelo masculino fuerte. Con dos madres y sin padre a la vista, Paula y Johanna deberían pensar en el bien del pequeño y procurar que tuviese la oportunidad de aprender de un hombre hecho y derecho, de un hombre de ley. Por ejemplo, de alguien como él.

Mellberg empujó la pesada puerta de la comisaría con la cadera y tiró del carrito. A Annika se le iluminó la cara al verlos, Mellberg estaba henchido de orgullo.

– Vaya, hemos estado fuera dando un buen paseo, ¿no? -dijo Annika levantándose para ayudar a Mellberg con el carrito.

– Sí, las chicas necesitaban que les echara una mano -contestó Mellberg mientras le quitaba al pequeño las diversas capas de ropa. Annika lo observaba divertida. La era de los milagros aún no había pasado a la historia.

– Ven aquí, campeón, vamos a ver si encontramos a mamá -dijo Mellberg con voz infantil y cogiendo en brazos al pequeño.

– Paula no ha vuelto todavía -advirtió Annika antes de sentarse de nuevo en su puesto.

– Vaya, qué pena, pues entonces tendrás que pasar un rato más con el vejestorio de tu abuelo -señaló Mellberg satisfecho, dirigiéndose a la cocina con Leo en brazos. Fue idea de las chicas cuando Mellberg se mudó a casa de Rita, ya hacía un par de meses: lo llamarían el abuelo Bertil. A partir de aquel momento, él aprovechaba toda ocasión para utilizar el título, habituarse a él y alegrarse de llevarlo. El abuelo Bertil.

Era el cumpleaños de Ludvig, y Cia se esforzaba por fingir que se trataba de un cumpleaños más. Trece años. Todo ese tiempo había transcurrido desde el día en que lo tuvo y se reía en el hospital ante el parecido casi ridículo entre padre e hijo. Un parecido que no había disminuido con los años, sino todo lo contrario. Y que ahora, con lo deprimida que se encontraba, hacía que le resultara casi imposible mirar a Ludvig a la cara. La combinación de aquellos ojos castaños salpicados de verde y el cabello rubio que, ya a principios de verano, se aclaraba tanto que casi se veía blanco. Ludvig tenía también la constitución física de su padre, los mismos movimientos que Magnus. Alto, desgarbado y con unos brazos que le recordaban a los de su padre cuando la abrazaba. Si hasta tenían las mismas manos…

Con pulso vacilante, Cia intentó escribir el nombre de Ludvig en la tarta Princesa. Otro punto que tenían en común: Magnus era capaz de engullir una tarta Princesa él solito y, por injusto que pudiera parecer, sin que se le notase en la barriga. Ella, en cambio, solo tenía que mirar un bollo de canela para engordar medio kilo. En cualquier caso, ahora estaba tan delgada como siempre soñó. Desde que Magnus desapareció, había perdido varios kilos sin querer. Cada bocado le crecía en la boca. Y el nudo en el estómago, desde que se despertaba hasta que se acostaba y caía en un sueño inquieto, parecía admitir solo porciones pequeñísimas de alimento. Aun así, apenas se miraba al espejo. ¿Qué importaba, si Magnus no estaba allí?