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A veces deseaba que hubiese muerto delante de ella. De un ataque al corazón o atropellado por un coche. Cualquier cosa, con tal de saber y poder ocuparse de los detalles prácticos del entierro, el testamento y todo lo que había que atender cuando alguien moría. Entonces quizá el dolor habría empezado torturando y ardiendo para luego palidecer, dejando tan solo un sentimiento de añoranza mezclada con recuerdos preciosos.

Ahora, en cambio, no tenía nada. Todo era como un inmenso espacio vacío. Magnus había desaparecido y no había nada con lo que mitigar el dolor y ningún modo de seguir adelante. Ni siquiera era capaz de trabajar e ignoraba cuánto tiempo seguiría de baja.

Miró la tarta. El glaseado era un desastre. Resultaba imposible leer nada en los pegotes irregulares que cubrían el mazapán, y fue como si aquello le absorbiera los últimos restos de energía. Apoyó la espalda en la puerta del frigorífico y comprendió que el llanto surgía de dentro, de todas partes, que quería salir.

– Mamá, no llores. -Cia notó una mano en el hombro. Era la mano de Magnus. No, la de Ludvig. Cia meneó la cabeza. La realidad se le escapaba de las manos y ella quería dejarla ir y perderse en la oscuridad que sabía la aguardaba. Una oscuridad cálida y agradable que la envolvería para siempre si ella se lo permitía. Pero a través de las lágrimas vio los ojos castaños y el pelo rubio de Ludvig, y supo que no podía rendirse.

– La tarta -sollozó haciendo amago de incorporarse. Ludvig le ayudó y cogió cariñosamente el tubo de glaseado que su madre tenía en la mano.

– Ya lo hago yo, mamá. Tú ve y échate un rato que yo termino la tarta.

Luego le acarició la mejilla: tenía trece años, pero ya no era un niño. Ahora era su padre, era Magnus, la roca de Cia. Sabía que no debía cargarlo con tal responsabilidad, que aún era pequeño. Pero no tenía fuerzas para hacer otra cosa que, llena de gratitud, intercambiar con él los papeles.

Se secó las lágrimas con la manga del jersey mientras Ludvig sacaba un cuchillo, y, con mucho cuidado, retiraba los pegotes de la tarta de cumpleaños. Lo último que vio Cia antes de salir de la cocina fue a su hijo que, concentrado, trataba de formar la primera letra de su nombre. La ele de Ludvig.

– Tú eres mi hijo precioso, ¿lo sabes? -dijo su madre peinándolo despacio. Él asintió sin más. Sí, claro que lo sabía. Él era el hijo precioso de mamá. Ella se lo había repetido una y otra vez desde que se fue con ellos a casa, y nunca se cansaba de oírlo. A veces pensaba en el pasado. En la oscuridad, la soledad. Pero le bastaba con mirar un instante la hermosa figura de la que ahora era su madre para que todo se esfumara, desapareciera, se desvaneciera. Como si nunca hubiera existido.

Estaba recién bañado y su madre lo había envuelto en el albornoz verde de flores amarillas.

– ¿Qué quiere mi niño? ¿Un poco de helado?

– Lo estás malcriando -se oyó la voz de su padre desde el umbral.

– ¿Y qué hay de malo en malcriarlo? -preguntó su madre.

Él se acurrucó en el albornoz y se puso la capucha para esconderse del tono duro de aquellas palabras que rebotaron contra los azulejos; de lo negro, que emergía de nuevo a la superficie.

– Lo único que digo es que no le haces ningún favor consintiéndoselo todo.

– ¿Insinúas que no sé cómo educar a nuestro hijo? -Los ojos de su madre se volvieron oscuros, abismales. Se diría que quisiera destruir a su padre solo con la mirada. Y, como de costumbre, aquella ira casi derretía el enojo del padre. Cuando ella se levantó para acercarse, él pareció encoger. Se hizo un ovillo. Un padre pequeño y gris.

– Sí, tú sabrás lo que haces, seguramente -murmuró antes de marcharse con la mirada clavada en el suelo. Luego, el sonido al ponerse los zapatos y la puerta, que cerró despacio. Su padre iba a dar un paseo, una vez más.

– No le haremos caso -le susurró su madre al oído enterrado en la capucha verde-. Somos tú y yo y nos queremos. Solo tú y yo.

Él se apretó como un cachorro contra aquel pecho cálido y se dejó consolar.

– Solo tú y yo -repitió él también con un susurro.

– ¡Que no! ¡No quiero! -Maja liberaba gran parte de su escaso vocabulario aquella mañana de viernes mientras Patrik hacía intentos desesperados por dejarla en la guardería, en brazos de Ewa. La pequeña se aferraba chillando a su pernera, hasta que tuvo que despegarle los dedos uno a uno. Se le rompía el corazón al ver que se la llevaban llorando con los brazos extendidos hacia él. Aún le resonaba en la cabeza aquel lacrimoso «¡papá»! cuando se dirigía al coche. Se quedó un buen rato sentado mirando por la ventanilla, con la llave en la mano. Así llevaban dos meses y, seguramente, era una más de las formas que Maja tenía de protestar por el embarazo de Erica.

Era él quien tenía que encarar aquello todas las mañanas. Porque él mismo se había ofrecido. A Erica le resultaba demasiado trabajoso vestir y desvestir a Maja, y lo de agacharse a atarle los zapatos era un imposible. De modo que no quedaba otra alternativa. Pero era agotador. Y comenzaba mucho antes de que llegaran a la guardería. Desde el momento en que iba a vestirla, Maja se le colgaba y enredaba, y lo avergonzaba mucho admitirlo pero, en algunas ocasiones, se desesperaba tanto y la agarraba con tanta brusquedad que Maja gritaba a pleno pulmón. Después, Patrik se sentía como el peor padre del mundo.

Se frotó los ojos con gesto cansado, respiró hondo y puso el coche en marcha. Pero en lugar de poner rumbo a Tanumshede, tuvo el impulso de girar hacia las casas que había detrás del barrio de Kullen. Aparcó ante la casa de la familia Kjellner y se dirigió indeciso hacia la puerta. En realidad, debería haberles avisado de su visita, pero ya que estaba allí… Levantó la mano y golpeó con el puño la puerta de madera pintada de blanco, de la que aún colgaba la corona navideña. Nadie había caído en la cuenta de quitarla o de cambiarla.

Del interior de la casa no se oía nada, así que Patrik llamó una vez más. Tal vez no hubiera nadie, pero entonces oyó unos pasos y Cia le abrió la puerta. Se le tensó el cuerpo entero al verlo y Patrik se apresuró a negar con la cabeza.

– No, no vengo por eso -dijo. Ambos sabían a qué se refería. A Cia se le hundieron los hombros. Se apartó y lo invitó a pasar.

Patrik se quitó los zapatos y colgó la cazadora en una de las pocas perchas que no estaba cargada de abrigos de adolescentes.

– Solo venía a veros y a charlar un rato -explicó, aunque enseguida se sintió inseguro de cómo abordar aquel asunto, basado en especulaciones suyas.

Cia asintió y se dirigió a la cocina, que estaba a la derecha del recibidor. Patrik la siguió. Había estado allí antes, en unas cuantas ocasiones. Los días que sucedieron a la desaparición de Magnus, se reunieron allí, en torno a la mesa de pino, a repasar todos los detalles una y otra vez. Le hizo preguntas sobre temas que deberían ser siempre privados, pero que dejaron de serlo en el instante en que Magnus Kjellner salió por la puerta para nunca más volver.

La casa parecía la misma. Agradable y normal, un tanto desordenada, salpicada aquí y allá de indicios de la presencia adolescente. Pero la última vez que estuvo allí con Cia, aún quedaba un ápice de esperanza. Ahora, en cambio, la resignación lo ahogaba todo. También a Cia.