Выбрать главу

Ante el claro recordatorio de mi condición, me contuve. Tuve la sensación de que era un hombre que corría ciegamente hacia un precipicio y que en el último momento se daba cuenta de qué tenía delante.

– Lo… lo siento, mi señor. No pretendía ser impertinente. Solo es que…

No podía decírselo. Hubiese significado la muerte también para mí confesar al señor Plumas Negras, el chuacoatl, el primer ministro, el sumo sacerdote y el juez supremo de los aztecas, el segundo hombre más poderoso en el mundo, que el chico al que culpaba de matar a Luz Resplandeciente, y de muchos otros delitos, era mi hijo.

Mentí sobre los sucesos de la noche; tanto a Azucena, para evitarle el dolor de la verdad, como a mi amo, para salvar mi pellejo.

La gran embarcación donde estaba había pertenecido al hijo de Azucena, Luz Resplandeciente, el mismo joven junto a cuyo cadáver ella lloraba ahora desconsoladamente. Era un mercader, un miembro de la clase de los comerciantes viajeros conocidos como pochteca, que ganaban fortuna y renombre con largos y a menudo peligrosos viajes a tierras lejanas. Sin embargo, Luz

Resplandeciente encontró un camino más fácil hacia la riqueza. A espaldas del resto de su familia, escondió todos sus bienes en esa embarcación y la utilizó en una operación ilegal de apuestas secretas en el sagrado juego de la pelota.

Engañar y robar a su madre y a su abuelo no fueron los únicos delitos de Luz Resplandeciente. Tenía gustos depravados, particularmente relacionados con chicos. Una vez, en uno de los mercados, recogió a un chico sin hogar pero muy ingenioso, un huérfano llamado Quimatini, «Espabilado». Espabilado no tenía un lugar en la sociedad azteca. Había nacido de una breve relación ilícita que yo había tenido con una prostituta. Se crió entre los tarascos, más allá de las montañas al oeste, y volvió a México convertido en un joven. Luz Resplandeciente lo adoptó, a su manera pervertida, y el chico fingió ser el hijo de su amante mientras hacía sus recados y recogía las apuestas de sus clientes.

Uno de ellos era mi amo, el señor Plumas Negras. Luz Resplandeciente lo traicionó. Muchos otros fueron víctimas de su traición; algunos de ellos yacían ahora en la cubierta, asesinados. Mi hijo había sido su cómplice involuntario.

El señor Plumas Negras encontró finalmente a Luz Resplandeciente y a Espabilado la noche anterior; pero no sabía la verdad respecto a quiénes eran o qué habían hecho. Mi amo, mi hermano, la madre de Luz Resplandeciente, el plebeyo Manitas y yo salimos en su busca y cruzamos el lago en dos canoas. Sin embargo, la de mi amo y Azucena acabó embarrancada en la costa; el barquero se dejó dominar por el miedo y escapó. Solo quedamos León y yo para enfrentarnos a los dos hombres. Nosotros éramos los únicos que sabíamos que el hijo de Azucena era el hombre que había traicionado a mi amo, y que el joven que tenía a su lado, que virtualmente se había convertido en su prisionero, era mi hijo.

Mi hermano tuvo que matar a Luz Resplandeciente. Dejamos libre a Espabilado, y cuando mi amo, Azucena y Manitas se unieron finalmente a nosotros, les mentimos. Les hicimos creer que el hijo de Azucena había sido prisionero de otro hombre y que era él quien lo había asesinado; ese hombre y Espabilado habían escapado.

Aparentemente nos creyeron; pero incluso así, el viejo Plumas Negras no iba a dejar correr el asunto. Espabilado y su amante habían visto y oído cosas que podían poner en peligro su vida si llegaban a oídos del emperador. Además, lo habían timado. Mi amo no era de los que perdonan. Quería venganza.

Parloteaba, decía lo primero que se me pasaba por la cabeza si creía que podía ayudar a que el señor Plumas Negras se apiadara de mí.

– Quizá no te sea útil. Estoy débil, mi señor. He perdido sangre, la preciosa agua de la vida. Quizá no esté en condiciones para guiar a un grupo de captura.

Mi amo se echó a reír.

Era un sonido extraño, un prolongado y áspero cacareo que acababa con un arranque de tos seca. Luego se aclaró la garganta y en su viejo rostro apareció una sonrisa.

– Oh, no te preocupes por eso, Yaotl. ¿Crees que no podrás con el encargo? ¡Será mucho peor para ti! -Dirigió una mirada muy significativa más allá del agua hacia el templo más cercano-. Ahora mismo probablemente vales más como sacrificio a los dioses que como esclavo.

Este nuevo y brutal recordatorio de mi posición me dolió en el corazón.

– Encontrarás al chico y a su padre -añadió mi amo, implacable-. ¡No quiero excusas! ¡Si no los encuentras, será mucho peor para ti!

Mi amo no tenía idea de que me estaba diciendo que le entregara a mi propio hijo, aunque de haberlo sabido tampoco hubiese cambiado nada. Entonces intervino Manitas.

– Mi señor, lo siento, pero no puedes enviar a Yaotl tras Telpochtli y el chico.

Lo miré, atónito. El miedo me revolvió el estómago. Me pregunté qué habría visto y oído en realidad. Cayó al agua casi al principio de la lucha con Luz Resplandeciente, antes de que León y yo hubiésemos descubierto quiénes eran realmente él y Espabilado. Era imposible que lo supiera, pensé para mis adentros.

Entonces el plebeyo habló de nuevo; cuando me di cuenta de a qué se refería, tuve que hacer un gran esfuerzo para no echarme a reír de alivio.

– ¿Has olvidado qué día es hoy? -preguntó en tono lastimero.

Observé el rostro de mi amo con el rabillo del ojo. Los músculos tensos y los ojos saltones parecieron hundirse después de que su expresión pasara de la furia a una cómica perplejidad.

– Yaotl es un esclavo -le recordó el plebeyo-. Es sagrado para Tezcatlipoca. Mi señor, hoy es el día de Tezcatlipoca. Hoy no puedes darle órdenes a Yaotl, ofenderías al dios. Estamos en medio del lago, ¿qué pasará si él levanta una tormenta?

Vi el respingo de mi hermano y cómo observaba el cielo con desconfianza. Siempre había sido mucho más temeroso de los dioses que yo.

– Tiene razón, mi señor. -Miró a mi amo, que ahora tenía los ojos cerrados en un gesto de resignada exasperación-. Después de todo, viajas en una pequeña canoa abierta. No vale la pena correr el riesgo, no en un día como Uno Muerte.

De todos los dioses no había ninguno que los aztecas temieran más que a Tezcatlipoca. «El Burlador», lo llamábamos, «el Enemigo en ambas Manos». «Aquel de quien somos Esclavos». Todos estos títulos definían su carácter: indigno de confianza, caprichoso y peligroso. Sentías su influencia cada vez que tus asuntos dependían del azar. El comerciante que partía para un largo viaje con su canoa cargada hasta los topes con los mejores productos y acababa en la ladera de una montaña donde los buitres picoteaban sus despojos era una víctima del capricho de Tezcatlipoca. También lo era el señor que se sentaba en su asiento reservado en la primera fila del campo de pelota, con la apuesta colocada a sus pies, y veía con impotencia cómo una pequeña pelota de caucho volaba y rebotaba de la cadera de un jugador a otro y lo hundía en la miseria.