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Yo también era una víctima del Señor del Aquí y Ahora. A pesar de ser el hijo de un plebeyo, de una familia de simples campesinos y fabricantes de papel de una de las zonas más pobres del extremo sur de Tenochtitlan, fui uno de los pocos privilegiados a los que se les había permitido estudiar para el sacerdocio; sin embargo, acabé convertido en un esclavo.

A ese chiquillo, que solo por haber nacido en un día auspicioso fue entregado al cuidado de los siniestros maestros vestidos de negro y manchados de sangre de la escuela que llamábamos la Casa de las Lágrimas, no le pareció precisamente que un dios le hubiese sonreído. Sin embargo, veinte años más tarde, el hombre en que se convirtió aquel niño sufrió terriblemente por la maldad de Tezcatlipoca, cuando por una falta menor y sin ningún sentido los hombres que habían sido sus amigos y colegas lo expulsaron de la Casa de los Sacerdotes y lo arrastraron por el fango en la orilla del lago.

Mi expulsión del sacerdocio fue solo el comienzo de mis desgracias. Al sufrimiento de saber lo que había perdido – no solo mi posición de sacerdote, reconocible por el pelo largo y el rostro pintado de negro, sino también por la rutina diaria de penitencias y ritos que habían dado significado a mi vida- se añadió la ignominia de que mi familia me recogiera y me llevara de nuevo a casa. Me toleraron, pero nunca me permitieron olvidar cuánto les había fallado: había desperdiciado una oportunidad que mis hermanos y hermanas nunca tuvieron, por no hablar de lo que le costó a mi padre pagar mi admisión en la Casa de las Lágrimas.

Busqué refugio de sus insultos y reproches en una calabaza vinatera. Esperaba que el sabor agrio del vino sagrado se llevara la amargura de mi pérdida. Sin embargo, aumentó mi humillación porque me arrestaron acusado del delito de ebriedad pública.

Tendría que haber muerto entonces. Para los sacerdotes y los nobles, la pena por ser detenido borracho sin una excusa legítima era morir a bastonazos. En ciertos aspectos la alternativa fue peor. Me perdonaron la vida, pero me afeitaron la cabeza, en la plaza delante del palacio del emperador, y en presencia de una multitud que reía y se mofaba. La forma de llevar el pelo era importante para un azteca: si lo llevaba peinado como un pilar de piedras demostraba que era un guerrero victorioso; si lo llevaba enmarañado, largo y pringoso de sangre significaba que era un sacerdote; llevar la cabeza afeitada quería decir que no eras nada, lo hacíamos con los prisioneros de guerra antes de sacrificarlos; significaba que independientemente de lo que hubiese hecho en la vida ahora solo era un cuerpo.

Pude soportarlo solo porque sabía que en cuanto me dejaran libre me emborracharía de nuevo.

Pagué la siguiente calabaza de vino, y muchas más después de aquella, con lo que me habían dado por venderme como esclavo.

La esclavitud no estaba mal. Un azteca podía venderse a sí mismo para pagar sus deudas o para proveer a su familia cuando los tiempos eran duros o, como en mi caso, para poder seguir emborrachándose. El trato tenía que formalizarse públicamente, en el mercado, en presencia de cuatro testigos. La ley permitía que el esclavo continuara libre hasta que acabara el dinero que le habían dado; luego debía entregarse a su amo y hacer su voluntad.

El amo era dueño de su tiempo pero no de su vida. Las propiedades del esclavo eran exclusivamente suyas, no de su amo. Este no tenía ningún derecho sobre su familia o sus hijos. Un esclavo no podía ser maltratado, asesinado o incluso vendido sin una buena razón; sin embargo, si le daba a su amo un buen motivo para librarse de él podía ser comprado por los sacerdotes como un sacrificio de poco valor.

Había peor suerte que la esclavitud para un hombre, mientras no tuviera dignidad. Un esclavo no podía alcanzar la gloria y enriquecerse yendo a la guerra y haciendo prisioneros, o pagar su deuda a la ciudad gracias a su trabajo en alguna gran obra pública, porque su tiempo no le pertenecía. A los ojos de mi gente, yo no contaba para nada; solo era una extensión del brazo derecho del primer ministro.

– ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó mi hermano.

Estábamos en el ancho paso elevado de Tlacopan, que conectaba la isla de México con la orilla occidental del lago.

Manitas nos había llevado a todos a la costa, en un viaje con diversas etapas hasta la pequeña ciudad de Popotla. Allí mi amo y la mujer encontraron canoas que los llevarían de vuelta a sus casas; León y yo regresaríamos a pie. En cualquier otro momento León hubiese podido alquilar una embarcación sin ningún problema, pero no llevaba dinero, y en su actual estado nadie lo hubiese tomado por el hombre distinguido y rico que era.

Ahora él y yo nos encontrábamos en medio de una abigarrada multitud. En la parte norte de la ciudad el gran mercado de Tlatelolco atraía al menos a cuarenta mil hombres, mujeres y niños todos los días: compradores y vendedores de todo, desde plumas y joyas a esclavos, materiales de construcción y excrementos humanos para abonar los campos. La mayoría de los artículos más voluminosos, como pieles, troncos y piedra de las canteras, los traían en embarcaciones, pero quedaba el suficiente tráfico corno para atascar las carreteras. León acababa de salvar un ojo tras esquivar el picotazo de un pavo vivo que colgaba del hombro de la esposa de un campesino; su mueca cuando retrocedió y vio mi involuntaria sonrisa me recordó que mi hermano no estaba acostumbrado a todo aquello.

Los orígenes de mi hermano mayor habían sido humildes como los míos, naturalmente, pero su carrera había sido bastante notable. A diferencia de mí, debía su ascenso a sus propios esfuerzos en vez de a su día de nacimiento. Como casi todos los hijos de plebeyos asistió a la Casa de los Jóvenes, donde aprendió todo lo que un hombre o una mujer debían saber para vivir como un azteca. En el caso de los chicos esto significaba una instrucción rudimentaria en canto y baile, medicina, historia y en hablar correctamente, y un avanzado e intensivo entrenamiento en preparación física, tácticas y manejo de las armas. León destacó en los estudios, y cuando se enfrentó a nuestros enemigos, alcanzó la fama y la fortuna; regresó a casa con más prisioneros distinguidos de los que podía contar, algo que le valió uno de los rangos más altos que podía conseguir un plebeyo: Atenpanecatl, «Guardián de la Orilla». Con su rango llegaron las marcas de distinción de su alto cargo: la capa de algodón amarillo con el borde de color rojo, las cintas de algodón con las que se ataba los cabellos, los pendientes y las sandalias especiales con las grandes correas que se le permitía llevar dentro de los límites de la ciudad.

– ¿Qué me hace tanta gracia? -repetí-. Todo esto. Mira a nuestro alrededor. Tezcatlipoca se ha superado a sí mismo esta vez, ¿no te parece?

La réplica de León se perdió porque estuvo a punto de caer de bruces. Alguien había tropezado con él por detrás. Era un porteador, probablemente en el último tramo de un largo viaje desde alguna de nuestras provincias tributarias. No había mirado por dónde iba, probablemente porque mantenía la cabeza agachada por culpa del fardo que llevaba a la espalda y sujeto a la frente con una cuerda. Por el débil olor a resina que desprendía adiviné que la carga era incienso de nopal.

El hombre murmuró algo que debía de ser una disculpa en su lengua; la airada réplica de mi hermano murió en su garganta. León se volvió hacia mí.

– Si tener que codearme con campesinos y bárbaros es lo que entiende Tezcatlipoca por gastar una broma, quizá puedas decirle a tu divino patrono que no me hace gracia.