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- Entonces, ?vas a decirme donde encontraste ese libro? -pregunto.

- Lo haria, pero prometi a mi padre guardar el secreto -aduje.

- Ya veo. Sempere y sus misterios -dijo Barcelo-. Ya me figuro yo donde. Menuda potra has tenido, chaval. A eso le llamo yo encontrar una aguja en un campo de azucenas. A ver, ?me lo dejas ver?

Le tendi el libro, y Barcelo lo tomo en sus manos con infinita delicadeza.

- Lo has leido, supongo.

- Si, senor.

- Te envidio. Siempre me ha parecido que el momento para leer a Carax es cuando todavia se tiene el corazon joven y la mente limpia. ?Sabias que esta fue la ultima novela que escribio?

Negue en silencio.

- ?Sabes cuantos ejemplares como este hay en el mercado, Daniel?

- Miles, supongo.

- Ninguno -preciso Barcelo-. Excepto el tuyo. El resto fueron quemados.

- ?Quemados?

Barcelo se limito a ofrecer su sonrisa hermetica, pasando hojas del libro y acariciando el papel como si fuese una seda unica en el universo. La dama de blanco se volvio lentamente. Sus labios esbozaron una sonrisa timida y temblorosa. Sus ojos palpaban el vacio, pupilas blancas como el marmol. Trague saliva. Estaba ciega.

- Tu no conoces a mi sobrina Clara, ?verdad? -pregunto Barcelo.

Me limite a negar, incapaz de quitar la mirada de aquella criatura con tez de muneca de porcelana y o j os blancos, los ojos mas tristes que he visto jamas.

- En realidad, la experta en Julian Carax es Clara, por eso la he traido -dijo Barcelo.

- Es mas, pensandolo bien, creo que con vuestro permiso yo me voy a retirar a otra sala a inspeccionar este volumen mientras vosotros hablais de vuestras cosas. ?Os parece?

Le mire, atonito. El librero, pirata hasta la sepultura y ajeno a mis reservas, se limito a darme una palmadita en la espalda y partio con mi libro bajo el brazo.

- Le has impresionado, ?sabes? -dijo la voz a mi espalda.

Me volvi para descubrir la sonrisa leve de la sobrina del librero, tanteando en el vacio. Tenia la voz de cristal, transparente y tan fragil que me parecio que sus palabras se quebrarian si la interrumpia a media frase.

- Mi tio me ha dicho que te ofrecio una buena suma por el libro de Carax, pero que tu la rechazaste -anadio Clara-.Te has ganado su respeto.

- Cualquiera lo diria -suspire.

Observe que Clara ladeaba la cabeza al sonreir y que sus dedos jugueteaban con un anillo que parecia una guirnalda de zafiros.

- ?Que edad tienes? -pregunto.

- Casi once anos -respondi-. ?Y usted?

Clara rio ante mi insolente inocencia.

- Casi el doble, pero tampoco es como para que me trates de usted.

- Parece usted mas joven -apunte, intuyendo que aquello podia ser una buena salida a mi indiscrecion.

- Me fiare de ti entonces, porque yo no se que aspecto tengo -repuso, sin abandonar su sonrisa a media vela-. Pero si te parezco mas joven, razon de mas para que me trates de tu.

- Lo que usted diga, senorita Clara.

Observe detenidamente sus manos abiertas como alas sobre su regazo, su talle fragil insinuandose bajo los pliegues de alpaca, el dibujo de sus hombros, la extrema palidez de si garganta y el cierre de sus labios, que hubiera querido acariciar con la yema de los dedos. Nunca antes habia tenido la oportunidad de examinar a una mujer tan de cerca y con tanta precision sin temor a encontrarme con su mirada.

- ?Que miras? -pregunto Clara, no sin cierta malicia.

- Su tio dice que es usted una experta en Julian Carax -improvise, con la boca seca.

- Mi tio seria capaz de decir cualquier cosa con tal de pasar un rato a solas con un libro que le fascine -adujo Clara-. Pero tu debes preguntarte como alguien que esta ciego puede ser experto en libros si no los puede leer.

- No se me habia ocurrido, la verdad.

- Para tener casi once anos no mientes mal. Vigila, o acabaras como mi tio.

Temiendo meter la pata por enesima vez, me limite a permanecer sentado en silencio, contemplandola embobado.

- Anda, acercate -dijo ella.

- ?Perdon?

- Acercate sin miedo. No te voy a comer.

Me incorpore de la silla y me aproxime hasta donde Clara estaba sentada. La sobrina del librero alzo la mano derecha, buscandome a tientas. Sin saber bien como debia proceder, hice otro tanto y le ofreci mi mano. La tomo en su mano izquierda, y Clara me ofrecio en silencio su derecha. Comprendi instintivamente lo que me pedia, y la guie hasta mi rostro. Su tacto era firme y delicado a un tiempo. Sus dedos me recorrieron las mejillas y los pomulos. Permaneci inmovil, casi sin atreverme a respirar, mientras Clara leia mis facciones con sus manos. Mientras lo hacia, sonreia para si y pude advertir que sus labios se entrecerraban, como murmurando en silencio. Senti el roce de sus manos en la frente, en el pelo y en los parpados. Se detuvo sobre mis labios, dibujandolos en silencio con el indice y el anular. Los dedos le olian a canela. Trague saliva, notando que el pulso se me lanzaba a la brava y agradeciendo a la divina providencia que no hubiera testigos oculares para presenciar mi sonrojo, que hubiera bastado para prender un habano a un palmo de distancia.

3

Aquella tarde de brumas y llovizna, Clara Barcelo me robo el corazon, la respiracion y el sueno. Al amparo de la luz embrujada del Ateneo, sus manos escribieron en mi piel una maldicion que habria de perseguirme durante anos. Mientras yo la contemplaba embelesado, la sobrina del librero me explico su historia y como ella habia tropezado, tambien por casualidad, con las paginas de Julian Carax. El accidente habia tenido lugar en un pueblo de la Provenza. Su padre, abogado de prestigio vinculado al gabinete del presidente Companys, habia tenido la clarividencia de enviar a su hija y a su esposa a vivir con su hermana al otro lado de la frontera al inicio de la guerra civil. No falto quien opinase que aquello era una exageracion, que en Barcelona no iba a pasar nada y que en Espana, cuna y pinaculo de la civilizacion cristiana, la barbarie era cosa de los anarquistas, y estos, en bicicleta y con parches en los calcetines, no podian llegar muy lejos. Los pueblos no se miran nunca en el espejo, decia siempre el padre de Clara, y menos con una guerra entre las cejas. El abogado era un buen lector de la historia y sabia que el futuro se leia en las calles, las factorias y los cuarteles con mas claridad que en la prensa de la manana. Durante meses les escribio todas las semanas. Al principio lo hacia desde el bufete de la calle Diputacion, luego sin remite y, finalmente, a escondidas, desde una celda en el castillo de Montjuic donde, como a tantos, nadie le vio entrar y de donde nunca volvio a salir.

La madre de Clara leia las cartas en voz alta, disimulando mal el llanto y saltandose los parrafos que su hija intuia sin necesidad de leerlos. Mas tarde, a medianoche, Clara convencia a su prima Claudette para que le leyese de nuevo las cartas de su padre en su integridad. Asi era como Clara leia, con ojos de prestado. Nadie la vio nunca derramar una lagrima, ni cuando dejaron de recibir correspondencia del abogado ni cuando las noticias de la guerra hicieron suponer lo peor.

- Mi padre sabia desde el principio lo que iba a pasar -explico Clara-. Permanecio al lado de sus amigos porque pensaba que esa era su obligacion. Le mato la lealtad a gentes que, cuando les llego la hora, le traicionaron. Nunca te fies de nadie, Daniel, especialmente de la gente a la que admiras. Esos son los que te pegaran las peores punaladas.