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- Me fio de usted -apunte.

- Valiente bobada. Al ultimo interfecto que me vino con eso (turista yanqui el, convencido de que la fabada la habia inventado Hemingway en los San Fermines) le ven di un Fuenteovejuna firmado por Lope de Vega a boligrafo, fijate tu, asi que andate con ojo, que en este negocio de los libros no te puedes fiar ni del indice.

Anochecia cuando salimos de nuevo a la calle Canuda. Una brisa fresca peinaba la ciudad, y Barcelo se quito el gaban para ponerselo sobre los hombros a Clara. No viendo oportunidad mas idonea en ciernes, deje caer como quien no quiere la cosa que si les parecia bien, podia pasarme al dia siguiente por su domicilio a leer en voz alta algunos capitulos de La Sombra del Viento para Clara. Barcelo me miro de reojo y solto una carcajada seca a mi costa.

- Chaval, que te embalas -mascullo, aunque su tono delataba su beneplacito.

- Bueno, si no les va bien, quiza otro dia o...

- Clara tiene la palabra -dijo el librero-. En el piso ya tenemos siete gatos y dos cacatuas. No vendra de una alimana mas o menos.

- Te espero entonces manana a eso de las siete -concluyo Clara-. ?Sabes la direccion?

5

Hubo un tiempo, de nino, en que quiza por haber crecido rodeado de libros y libreros, decidi que queria ser novelista y llevar una vida de melodrama La raiz de mi ensonacion literaria, ademas de esa maravillosa simplicidad con que todo se ve a los cinco anos, era una prodigiosa pieza de artesania y precision que estaba expuesta en una tienda de plumas estilograficas en la calle de Anselmo Clave, justo detras del Gobierno Militar. El objeto de mi devocion, una suntuosa pluma negra ribeteada con sabia Dios cuantas exquisiteces y rubricas, presidia el escaparate como si se tratase de una de las joyas de la corona. El plumin, un prodigio en si mismo, era un delirio barroco de plata, oro y mil pliegues que relucia como el faro de Alejandria. Cuando mi padre me sacaba de paseo, yo no callaba hasta que me llevaba a ver la pluma. Mi padre decia que aquella debia de ser, por lo menos, la pluma de un emperador. Yo, secretamente, estaba convencido de que con semejante maravilla se podia escribir cualquier cosa, desde novelas hasta enciclopedias, e incluso cartas cuyo poder tenia que estar por encima de cualquier limitacion postal. En mi ingenuidad, creia que lo que yo pudiese escribir con aquella pluma llegaria a todas partes, incluido aquel sitio incomprensible al que mi padre decia que mi madre habia ido y del que no volvia nunca.

Un dia se nos ocurrio entrar en la tienda a preguntar por el dichoso artilugio. Resulto ser que aquella era la reina de las estilograficas, una Montblanc Meinsterstuck de serie numerada, que habia pertenecido, o eso aseguraba el encargado con solemnidad, nada menos que a Victor Hugo. De aquel plumin de oro, fuimos informados, habia brotado el manuscrito de Los miserables.

- Tal y como el Vichy Catalan brota del manantial de Caldas -atestiguo el encargado.

Segun nos dijo, la habia adquirido personalmente a un coleccionista venido de Paris y se habia asegurado de la autenticidad de la pieza.

- ?Y que precio tiene este caudal de prodigios, si no es mucho preguntar? -inquirio mi padre.

La sola mencion de la cifra le quito el color de la cara, pero yo estaba ya encandilado de remate. El encargado, tomandonos quiza por catedraticos de fisica, procedio a endosarnos un galimatias incomprensible sobre las aleaciones de metales preciosos, esmaltes del Lejano Oriente y una revolucionaria teoria sobre embolos y vasos comunicantes, todo ello parte de la ignota ciencia teutona que sostenia el trazo glorioso de aquel adalid de la tecnologia grafica. En su favor tengo que decir que, pese a que debiamos tener pinta de pelagatos, el encargado nos dejo manosear la pluma cuanto quisimos, la lleno de tinta para nosotros y me ofrecio un pergamino para que pudiese anotar mi nombre y asi iniciar mi carrera literaria a la zaga de Victor Hugo. Luego, tras darle con un pano para sacarle de nuevo el lustre, la devolvio a su trono de honor.

- Quiza otro dia -musito mi padre.

Una vez en la calle, me dijo con voz mansa que no nos podiamos permitir su precio. La libreria daba lo justo para mantenernos y enviarme a un buen colegio. La pluma Montblanc del augusto Victor Hugo tendria que esperar. Yo no dije nada, pero mi padre debio de leer la decepcion en mi rostro.

- Haremos una cosa -propuso-. Cuando ya tengas edad de empezar a escribir, volvemos y la compramos.

- ?Y si se la llevan antes?

- Esta no se la lleva nadie, creeme. Y si no, le pedimos a don Federico que nos haga una, que ese hombre tiene las manos de oro.

Don Federico era el relojero del barrio, cliente ocasional de la libreria y probablemente el hombre mas educado y cortes de todo el hemisferio occidental. Su reputacion de manitas llegaba desde el barrio de la Ribera hasta el mercader del Ninot Otra reputacion le acechaba, esta de indole menos decorosa y relativa a su predileccion erotica por efebos musculados del lumpen mas viril y a cierta aficion por vestirse de Estrellita Castro.

- ?Y si a don Federico no se le da lo de la pluma? -inquiri con divina inocencia.

Mi padre enarco una ceja, quiza temiendo que aquellos rumores maledicentes me hubiesen maleado la inocencia.

- Don Federico de todo lo que sea aleman entiende un rato y es capaz de hacer un Volkswagen, si hace falta. Ademas, habria que ver si ya existian las estilograficas en tiempos de Victor Hugo. Hay mucho vivo suelto.

A mi, el escepticismo historicista de mi padre me resbalaba. Yo creia la leyenda a pies juntillas, aunque no veia con malos ojos que don Federico me fabricase un sucedaneo. Tiempo habria para ponerse a la altura de Victor Hugo. Para mi consuelo, y tal como habia predicho mi padre, la pluma Montblanc permanecio durante anos en aquel escaparate, que visitabamos religiosamente cada sabado por la manana.

- Aun esta ahi -decia yo, maravillado.

- Te espera -decia mi padre-. Sabe que algun dia sera tuya y que escribiras una obra maestra con ella.

- Yo quiero escribir una carta. A mama. Para que no se sienta sola.

Mi padre me observo sin pestanear.

- Tu madre no esta sola, Daniel. Esta con Dios. Y con nosotros, aunque no podamos verla.

Esa misma teoria me habia expuesto en el colegio el padre Vicente, un jesuita veterano que tenia la mano rota para explicar todos los misterios del universo -desde el gramofono hasta el dolor de muelas- citando el Evangelio segun san Mateo, pero en boca de mi padre sonaba a que aquello no se lo creian ni las piedras.

- ?Y Dios para que la quiere?

- No lo se. Si algun dia le vemos, se lo preguntaremos.

Con el tiempo deseche la idea de la carta y supuse que, ya puestos, seria mas practico empezar con la obra maestra. A falta de la pluma, mi padre me presto un lapiz Staedtler del numero dos con el que garabateaba en un cuaderno. Mi historia, casualmente, giraba en torno a una prodigiosa pluma estilografica de pasmoso parecido con la de la tienda y que, ademas, estaba embrujada. Mas concretamente, la pluma estaba poseida por el alma torturada de un novelista que habia muerto de hambre y frio, y que habia sido su dueno. Al caer en manos de un aprendiz, la pluma se empenaba en plasmar en el papel la ultima obra que el autor no habia podido terminar en vida. No recuerdo de donde la copie o de donde vino, pero lo cierto es que nunca volvi a tener una idea semejante. Mis intentos de plasmarla en la pagina, sin embargo, resultaron desastrosos. Una anemia de invencion plagaba mi sintaxis y mis vuelos metaforicos me recordaban a los de los anuncios de banos efervescentes para pies que acostumbraba a leer en las paradas de los tranvias. Yo culpaba al lapiz y ansiaba la pluma que habria de convertirme en un maestro. Mi padre seguia mis accidentados progresos con una mezcla de orgullo y preocupacion.

- ?Que tal tu historia, Daniel?

- No se. Supongo que si tuviese la pluma todo seria distinto.