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– Beba esto -dijo en el mismo tono que usaría con un niño enfermo-. Y después tómese su tiempo y explíqueme qué ha sucedido.

Sophie Millstein asintió, sujetó el vaso con ambas manos y bebió un buen sorbo del espumoso líquido marrón. Luego se apretó el vaso contra la frente. Simon Winter vio que los ojos se le humedecían.

– Me matará y yo no quiero morir -dijo de nuevo.

– Señora Millstein, por favor, ¿quién?

La anciana se estremeció y susurró en alemán:

– Der Schattenmann.

– ¿Quién? ¿Es el nombre de alguien?

Ella le miró con desesperación.

– Nadie sabe su nombre, señor Winter. Al menos nadie que esté con vida.

– Pero quién…

– Era un fantasma.

– No comprendo…

– Un demonio.

– ¿Quién?

– Era malvado, señor Winter, lo más malvado que se pueda imaginar. Y ahora está aquí. No lo creíamos, pero estábamos equivocados. El señor Stein nos previno, pero no le conocíamos, así que ¿cómo podíamos creerle? -Se estremeció visiblemente-. Soy vieja. Soy vieja, pero no quiero morir -susurró.

Él tomó su mano.

– Por favor, señora Millstein, tiene que explicarse. Cuénteme quién es esta persona de la que habla y por qué está usted tan asustada.

La anciana bebió otro trago de té helado y dejó el vaso en la mesilla. Asintió lentamente, intentando recuperar la compostura. Se llevó de nuevo la mano a la frente y se acarició las cejas suavemente como si quisiera librarse de unos recuerdos terribles; luego se secó las lágrimas. Inspiró profundamente y lo miró. Él observó cómo su mano bajaba hasta su garganta y por un instante acariciaba con los dedos el collar que lucía. La joya era singular: una fina cadena de oro con la inicial de su nombre. Pero lo que distinguía aparentemente aquel colgante de los del mismo tipo que solían llevar las adolescentes era la presencia de un par de pequeños diamantes en cada extremo de la S de Sophie. Simon sabía que su difunto esposo había echado mano a los ahorros de su modesta pensión y le había regalado el collar por su cumpleaños, antes de que su corazón fallase. Igual que el anillo de boda que llevaba en su dedo, la anciana no se lo quitaba nunca.

– Es una historia muy difícil de explicar, señor Winter. Sucedió hace tanto tiempo que a veces me parece un sueño. Pero no fue un sueño, señor Winter, sino una pesadilla. Hace cincuenta años.

– Adelante, señora Millstein.

– En 1942, señor Winter, mi familia (mamá, papá, mi hermano Hansi y yo) estaba aún en Berlín. Escondidos…

– Prosiga.

– Era una vida tan terrible, señor Winter… Nunca había un momento, ni un segundo, ni siquiera el tiempo entre dos latidos de corazón, en que pudiésemos sentirnos a salvo. La comida escaseaba, siempre teníamos frío y cada mañana, al despertar, lo primero que pensábamos era que tal vez había sido la última noche que pasábamos juntos. A cada segundo que transcurría el riesgo parecía aumentar. Un vecino podría sentir curiosidad. Un policía podría pedirte tu documentación. ¿Y si subías a un tranvía y veías a alguien que te reconociese de antes de la guerra, antes de las estrellas amarillas? Tal vez dirías alguna palabra, harías algo, cualquier detalle. Un gesto, un tono de voz, algo que te mostrase ligeramente nervioso, algo que podría traicionarte. No hay gente más suspicaz en el mundo que los alemanes, señor Winter. Yo debería saberlo. En un tiempo fui una de ellos. Era lo único que bastaba, sólo una mínima vacilación, tal vez una mirada asustada, algo que indicase que estabas fuera de lugar. Y entonces sería el fin. En 1943 lo supimos, señor Winter. Me refiero a que tal vez no lo sabíamos todo pero lo sabíamos. La captura significaba la muerte, así de simple. Algunas veces por la noche solía echarme en la cama, incapaz de dormir, rezando para que algún bombardero británico dejase caer su carga directamente sobre nosotros y así podríamos partir todos juntos y acabar con el miedo. Yo temblaba, rezando por morir, y mi hermano Hansi venía y me cogía la mano hasta que me dormía. Él era fuerte y hábil. Cuando no teníamos nada que comer, encontraba patatas. Cuando no sabíamos adónde ir, buscaba un nuevo piso o un sótano en alguna parte donde no hacían preguntas y así podíamos pasar una semana más, aún juntos, aún sobreviviendo.

– ¿Qué le sucedió a…?

– Murió. Todos murieron. -Sophie Millstein respiró hondo-. Él asesinó a todos. Nos encontró y todos murieron.

Él empezó a formular otra pregunta, pero ella alzó una temblorosa mano.

– Deje que termine, señor Winter, mientras aún me queden fuerzas. Había muchísimas cosas a las que temer pero lo peor eran los cazadores.

– ¿Cazadores?

– Judíos como nosotros, señor Winter. Judíos que trabajaban para la Gestapo. Había un edificio en Iranische Strasse, uno de esos horribles edificios de piedra gris que tanto gustan a los alemanes. Lo llamaban la Oficina de Investigación Judía. Allí era donde él trabajaba, donde todos ellos trabajaban. Su libertad dependía de que nos cazasen.

– Y este hombre que cree haber visto hoy…

– Algunos eran famosos, señor Winter. Rolf Isaaksohn era joven y arrogante, y la hermosa Stella Kubler, rubia, bella y con aspecto de doncella nórdica. Entregó a su propio marido. También había otros. Se quitaban sus estrellas y se movían por la ciudad, observando como aves de presa.

– El hombre de hoy…

– Der Schattenmann. Era nuestra principal pesadilla. Se decía que podía distinguirte entre una multitud, como si fuese capaz de distinguir algún brillo en tu piel, alguna mirada en tus ojos. Tal vez era nuestra forma de andar, o el olor que desprendíamos. No lo sabíamos. Lo único que sabíamos era que si él te encontraba, la muerte llamaría a tu puerta. La gente decía que estaría en la oscuridad cuando fueran a por ti y seguiría allí oculto cuando, entre las brumas matutinas, te hiciesen subir al tren de Auschwitz. Pero tú no lo sabrías, porque nadie había visto su rostro ni nadie sabía su nombre. Si veías su cara, se decía que te llevaban a los sótanos de Alexanderplatz, donde siempre era de noche, y nadie salía jamás de esos sótanos, señor Winter. Y él estaría allí, viéndote morir, de manera que los últimos ojos que verías en este mundo serían los suyos. Él era el peor. El peor con diferencia, porque se decía que disfrutaba con lo que hacía y porque era el mejor haciéndolo…

– Y hoy…

– Está aquí, en Miami Beach. Y esto no es posible, señor Winter. Tiene que ser imposible y aun así lo creo. Estoy convencida de que hoy le he visto.

– Pero…

– Fueron sólo unos segundos. Había una puerta abierta y nos estaban trasladando por las oficinas, porque había que hacer papeleo. ¡Papeleo! Los alemanes incluso hacían papeleo cuando iban a matarte. Cuando el oficinista de la Gestapo terminó con nosotros, selló los documentos y nos llevaron abajo, a las celdas, para esperar el transporte, pero pude echar un vistazo a un despacho durante una milésima de segundo, señor Winter, y él estaba allí, entre dos oficiales con aquellos horribles uniformes negros. Se estaban riendo de alguna broma y supe que era él. Llevaba el sombrero calado pero alzó la vista, me vio, gritó algo y entonces cerraron la puerta de un portazo. Yo creí que seguramente iban a dejarme en el sótano, pero sin embargo me metieron en un tren aquel mismo día. Supongo que pensó que yo moriría en el campo. Yo era muy menuda, tenía dieciséis años pero apenas abultaba más que una niña, y aun así los sorprendí a todos, señor Winter, porque sobreviví.

La anciana hizo una pausa, tomando aliento deprisa.

– No quería morir. No entonces y tampoco ahora. No aún.

Sophie Millstein era una mujer minúscula, apenas de metro cincuenta, incluso con las alzas que llevaba en sus zapatos ortopédicos, y ligeramente regordeta. Se veía muy pequeña al lado de Simon Winter, que a pesar de su edad aún medía más de metro noventa. Llevaba su blanco pelo recogido en un moño, que se añadía a su estatura, provocando un efecto que rozaba el ridículo, especialmente cuando salía de su apartamento vestida con coloridos pantalones pirata de poliéster y blusas floreadas, arrastrando su carrito de la compra camino de la tienda de comestibles. Simon Winter la conocía de saludarse con la cabeza y eludir las conversaciones demasiado prolongadas que invariablemente se centraban en alguna queja sobre la ciudad, el calor, los adolescentes y la música a todo volumen, sobre su hijo que no la llamaba con la suficiente frecuencia, sobre hacerse viejo, sobre sobrevivir a su marido, todo lo cual él prefería evitar. Pero si su actitud hacia la anciana hasta ese momento había sido la de una cortesía distante, el temor que ahora inundaba sus ojos le arrastró a algo completamente distinto.