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– Diez minutos de warm ups para alegrar el esqueleto, Matusalén -ordenó el instructor.

Mientras saltaba a la soga junto a Richard, y sentía que un agradable calor iba apoderándose interiormente de su cuerpo, el doctor Quinteros pensaba que, después de todo, no era tan terrible tener cincuenta años si uno los llevaba así. ¿Quién, entre los amigos de su edad, podía lucir un vientre tan liso y unos músculos tan despiertos? Sin ir muy lejos, su hermano Roberto, pese a ser tres años menor, con su rolliza y abotagada apariencia y la precoz curvatura de espalda, parecía llevarle diez. Pobre Roberto, debía de estar triste con la boda de Elianita, la niña de sus ojos. Porque, claro, era una manera de perderla. También su hija Charo se casaría en cualquier momento -su enamorado, Tato Soldevilla, se recibiría dentro de poco de ingeniero- y también él, entonces, se sentiría apenado y más viejo. El doctor Quinteros saltaba a la soga sin enredarse ni alterar el ritmo, con la facilidad que da la práctica, cambiando de pie y cruzando y descruzando las manos como un gimnasta consumado. Veía, en cambio, por el espejo, que su sobrino saltaba demasiado rápido, con atolondramiento, tropezándose. Tenía los dientes apretados, brillo de sudor en la frente y guardaba los ojos cerrados como para concentrarse mejor. ¿Algún problema de faldas, tal vez?

– Basta de soguita, flojonazos -Coco, aunque estaba levantando pesas con Perico y el Negro Humilla, no los perdía de vista y les llevaba el tiempo-. Tres series de sit ups. Sobre el pucho, fósiles.

Los abdominales eran la prueba de fuerza del doctor Quinteros. Los hacía a mucha velocidad, con las manos en la nuca, en la tabla alzada a la segunda posición, aguantando la espalda a ras del suelo y casi tocando las rodillas con la frente. Entre cada serie de treinta dejaba un minuto de intervalo en que permanecía tendido, respirando hondo. Al terminar los noventa, se sentó y comprobó, satisfecho, que había sacado ventaja a Richard. Ahora sí sudaba de pies a cabeza y sentía el corazón acelerado.

– No acabo de entender por qué se casa Elianita con el Pelirrojo Antúnez -se oyó decir a sí mismo, de pronto-. ¿Qué le ha visto?

Fue un acto fallido y se arrepintió al instante, pero Richard no pareció sorprenderse. Jadeando -acababa de terminar los abdominales- le respondió con una broma:

– Dicen que el amor es ciego, tío.

– Es un excelente muchacho y seguro que la hará muy feliz -compuso las cosas el doctor Quinteros, algo cortado-. Quería decir que, entre los admiradores de tu hermana, estaban los mejores partidos de Lima. Mira que basurearlos a todos para terminar aceptando al Pelirrojo, que es un buen chico, pero tan, en fin…

– ¿Tan calzonudo, quieres decir? -lo ayudó Richard.

– Bueno, no lo hubiera dicho con esa crudeza -aspiraba y expulsaba el aire el doctor Quinteros, abriendo y cerrando los brazos-. Pero, la verdad, parece algo caído del nido. Con cualquier otra sería perfecto, pero a Elianita, tan linda, tan viva, el pobre le llora. -Se sintió incómodo con su propia franqueza-. Oye, no lo tomes a mal, sobrino.

– No te preocupes, tío -le sonrió Richard-. El Pelirrojo es buena gente y si la flaca le ha hecho caso por algo será.

– ¡Tres series de treinta side bonds, inválidos! -rugió Coco, con ochenta kilos sobre la cabeza, hinchado como un sapo-. ¡Hundiendo la panza, no botándola!

El doctor Quinteros pensó que, con la gimnasia, Richard olvidaría sus problemas, pero mientras hacía flexiones laterales, lo vio ejecutar los ejercicios con renovada furia: la cara se le descomponía de nuevo en una expresión de angustia y malhumor. Recordó que en la familia Quinteros había abundantes neuróticos y pensó que a lo mejor al hijo mayor de Roberto le había tocado en suerte mantener esa tradición entre las nuevas generaciones, y después se distrajo pensando que, después de todo, tal vez hubiera sido más prudente darse un salto a la Clínica antes del Gimnasio para echar un vistazo a la señora de los trillizos y a la operada del fibroma. Luego ya no pensó pues el esfuerzo físico lo absorbió enteramente y mientras bajaba y subía las piernas (¡Leg rises, cincuenta veces!), flexionaba el tronco (¡Trunk twist con bar, tres series, hasta botar los bofes!) hacía trabajar la espalda, el torso, los antebrazos, el cuello, obediente a las órdenes de Coco (¡Fuerza, tatarabuelo! ¡Más rápido, cadáver!) fue tan sólo un pulmón que recibía y expelía aire, una piel que escupía sudor y unos músculos que se esforzaban, cansaban y sufrían. Cuando Coco gritó ¡Tres series de quince pull-overs con mancuernas! había alcanzado su tope. Trató, sin embargo, por amor propio, de hacer cuando menos una serie con doce kilos, pero fue incapaz. Estaba exhausto. La pesa se le escapó de las manos al tercer intento y tuvo que soportar las bromas de los pesistas (¡Las momias a la tumba y las cigüeñas al jardín zoológico!, ¡Llamen a la funeraria! ¡Requiescat in pace, Amen!), y ver, con muda envidia, cómo Richard -siempre apurado, siempre furioso- completaba su rutina sin dificultad. No bastan la disciplina, la constancia, pensó el doctor Quinteros, las dietas equilibradas, la vida metódica. Eso compensaba las diferencias hasta cierto límite; pasado éste, la edad establecía distancias insalvables, muros invencibles. Más tarde, desnudo en la sauna, ciego por el sudor que le chorreaba entre las pestañas, repitió con melancolía una frase que había leído en un libro: ¡Juventud, cuyo recuerdo desespera! Al salir, vio que Richard se había unido a los pesistas y que alternaba con ellos. Coco le hizo un ademán burlón, señalándolo:

– El buen mozo ha decidido suicidarse, doctor.

Richard ni siquiera sonrió. Tenía las pesas en alto y su cara, empapada, roja, con las venas salientes, mostraba una exasperación que parecía a punto de volcarse contra ellos. Al doctor le pasó la idea de que su sobrino, de pronto, iba a aplastarles las cabezas a los cuatro con las pesas que tenía en las manos. Les hizo adiós y murmuró: "Nos vemos en la iglesia, Richard".

De vuelta en su casa, lo tranquilizó saber que la mamá de los trillizos quería jugar al bridge con unas amigas en su cuarto de la Clínica y que la operada del fibroma había preguntado si ya hoy podría comer wantanes sopados en salsa de tamarindo. Autorizó el bridge y el wantán, y, con toda calma, se puso terno azul oscuro, camisa de seda blanca y una corbata plateada que sujetó con una perla. Perfumaba su pañuelo cuando llegó carta de su mujer, a la que Charito había añadido una posdata. La habían despachado de Venecia, la ciudad catorce del Tour, y le decían: "Cuando recibas ésta habremos hecho por lo menos siete ciudades más, todas lindísimas". Estaban felices y Charito muy entusiasta con los italianos, "unos artistas de cine, papi, y no te imaginas qué piropeadores, pero no le vayas a contar a Tato, mil besos, chau".

Fue andando hasta la Iglesia de Santa María, en el Óvalo Gutiérrez. Era todavía temprano y comenzaban a llegar los invitados, Se instaló en las filas de adelante y se entretuvo observando el altar, adornado con lirios y rosas blancas, y los vitrales, que parecían mitras de prelados. Una vez más constató que esa iglesia no le gustaba nada, por su írrita combinación de yeso y ladrillos y sus pretenciosos arcos oblongos. De tanto en tanto saludaba a los conocidos con sonrisas. Claro, no podía ser menos, todo el mundo iba llegando a la iglesia: parientes remotísimos, amigos que resucitaban después de siglos, y, por supuesto, lo más graneado de la ciudad, banqueros, embajadores, industriales, políticos. Este Roberto, esta Margarita, siempre tan frívolos, pensaba el doctor Quinteros, sin acritud, lleno de benevolencia para con las debilidades de su hermano y su cuñada. Seguramente que, en el almuerzo, echarían la casa por la ventana. Se emocionó al ver entrar a la novia, en el momento en que rompían los compases de la Marcha Nupcial. Estaba realmente bellísima, en su vaporoso vestido blanco, y su carita, perfilada bajo el velo, tenía algo extraordinariamente grácil, leve, espiritual, mientras avanzaba hacia el altar, con los ojos bajos, del brazo de Roberto, quien, corpulento y augusto, disimulaba su emoción adoptando aires de dueño del mundo. El Pelirrojo Antúnez parecía menos feo, enfundado en su flamante chaqué y con la cara resplandeciente de felicidad, y hasta su madre -una inglesa desgarbada que pese a vivir un cuarto de siglo en el Perú todavía confundía las preposiciones- parecía, en su largo traje oscuro y su peinado de dos pisos, una señora atractiva. Es cierto, pensó el doctor Quinteros, el que la sigue la consigue. Porque el pobre Pelirrojo Antúnez había perseguido a Elianita desde que eran niños, y la había asediado con delicadezas y atenciones que ella recibía invariablemente con olímpico desdén. Pero él había soportado todos los desplantes y malacrianzas de Elianita, y las terribles bromas con que los chicos del barrio celebraban su resignación. Muchacho tenaz, reflexionaba el doctor Quinteros, lo había logrado, y ahí estaba ahora, pálido de emoción, deslizando el aro en el dedo anular de la muchacha más linda de Lima. La ceremonia había terminado y, en medio de una masa rumorosa, haciendo inclinaciones de cabeza a diestra y siniestra, el doctor Quinteros avanzaba hacia los salones de la iglesia cuando divisó, de pie junto a una columna, como apartándose asqueado de la gente, a Richard.