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Mientras hacía cola para llegar hasta los novios, el doctor Quinteros tuvo que festejar una docena de chistes contra el gobierno que le contaron los hermanos Febre, dos mellizos tan idénticos que, se decía, ni sus propias mujeres los diferenciaban. Era tal el gentío que el salón parecía a punto de desplomarse; muchas personas habían permanecido en los jardines, esperando turno para entrar. Un enjambre de mozos circulaba ofreciendo champaña. Se oían risas, bromas, brindis y todo el mundo decía que la novia estaba lindísima. Cuando el doctor Quinteros pudo al fin llegar hasta ella, vio que Elianita seguía compuesta y lozana pese al calor y la apretura. "Mil años de felicidad, flaquita", le dijo, abrazándola, y ella le contó al oído: "Charito me llamó esta mañana desde Roma para felicitarme, y también hablé con la tía Mercedes. ¡Qué amorosas, de llamarme!". El Pelirrojo Antúnez, sudando, colorado como un camarón, chisporroteaba de felicidad: "¿Ahora también tendré que decirle tío, don Alberto?". "Claro, sobrino, lo palmeó el doctor Quinteros, y tendrás que tutearme."

Salió medio asfixiado del estrado de los novios y, entre flashes de fotógrafos, roces, saludos, pudo llegar al jardín. Allí la condensación humana era menor y se podía respirar. Tomó una copa y se vio envuelto, en una ronda de médicos amigos, en interminables bromas que tenían como tema el viaje de su mujer: Mercedes no volvería, se quedaría con algún franchute, en los extremos de la frente comenzaban ya a brotarle unos cuernitos. El doctor Quinteros, mientras les llevaba la cuerda, pensó -recordando el Gimnasio- que hoy le tocaba estar en la berlina. A ratos veía, por sobre un mar de cabezas, a Richard, al otro extremo del salón, en medio de muchachos y muchachas que reían: serio y fruncido, vaciaba las copas de champaña como agua. "Tal vez le apena que Elianita se case con Antúnez, pensó; también él hubiera querido alguien más brillante para su hermana." Pero no, lo probable es que estuviera atravesando una de esas crisis de transición. Y el doctor Quinteros recordó cómo él también, a la edad de Richard, había pasado un período difícil, dudando entre la medicina y la ingeniería aeronáutica. (Su padre lo había convencido con un argumento de peso: en el Perú, como ingeniero aeronáutico no hubiera tenido otra salida que dedicarse a las cometas o el aeromodelismo.) Tal vez Roberto, siempre tan absorbido en sus negocios, no estaba en condiciones de aconsejar a Richard. Y el doctor Quinteros, en uno de esos arranques que le habían ganado el aprecio general, decidió que, un día de éstos, con toda la delicadeza del caso, invitaría a su sobrino y sutilmente exploraría la manera de ayudarlo.

La casa de Roberto y Margarita estaba en la avenida Santa Cruz, a pocas cuadras de la Iglesia de Santa María, y, al término de la recepción en la Parroquia, los invitados al almuerzo desfilaron bajo los árboles y el sol de San isidro, hacia el caserón de ladrillos rojos y techos de madera, rodeado de césped, de flores, de verjas, y primorosamente decorado para la fiesta. Al doctor Quinteros le bastó llegar a la puerta para comprender que la celebración iba a superar sus propias predicciones y que asistiría a un acontecimiento que los cronistas sociales llamarían 'soberbio'.

A lo largo y a lo ancho del jardín se habían puesto mesas y sombrillas, y, al fondo, junto a las perreras, un enorme toldo protegía una mesa de níveo mantel, que corría a lo largo de la pared, erizada de fuentes con entremeses multicolores. El bar estaba junto al estanque de agallados peces japoneses y se veían tantas copas, botellas, cocteleras, jarras de refrescos, como para quitar la sed a un ejército. Mozos de chaquetilla blanca y muchachas de cofia y delantal recibían a los invitados abrumándolos desde la misma puerta de calle con piscosauers, algarrobinas, vodkas con maracuyá, vasos de whisky, gin o copas de champaña, y palitos de queso, papitas con ají, guindas rellenas de tocino, camarones arrebosados, volovanes y todos los bocaditos concebidos por la inventiva limeña para abrir el apetito. En el interior, enormes canastas y ramos de rosas, nardos, gladiolos, alelíes, claveles, apoyados contra las paredes, dispuestos a lo largo de las escaleras o sobre los alféizares y los muebles, refrescaban el ambiente. El parquet estaba encerado, las cortinas lavadas, las porcelanas y la platería relucientes y el doctor Quinteros sonrió imaginando que hasta los huacos de las vitrinas habían sido lustrados. En el vestíbulo había también un buffet, y en el comedor se explayaban los dulces -mazapanes, queso helado, suspiros, huevos chimbos, yemas, coquitos, nueces con almíbar- alrededor de la impresionante torta de bodas, una construcción de tules y columnas, cremosa y arrogante, que arrancaba trinos de admiración a las señoras. Pero lo que concitaba la curiosidad femenina, sobre todo, eran los regalos, en el segundo piso; se había formado una cola tan larga para verlos que el doctor Quinteros decidió rápidamente no hacerla, pese a que le hubiera gustado saber cómo lucía en el conjunto su pulsera.

Después de curiosear un poco por todas partes -estrechando manos, recibiendo y prodigando abrazos- retornó al jardín y fue a sentarse bajo una sombrilla, a degustar con calma su segunda copa del día. Todo estaba muy bien, Margarita y Roberto sabían hacer las cosas en grande. Y aunque no le parecía excesivamente fina la idea de la orquesta -habían retirado las alfombras, la mesita y el aparador con los marfiles para que las parejas tuvieran donde bailar- disculpó esa inelegancia como una concesión a las nuevas generaciones, pues, ya se sabía, para la juventud fiesta sin baile no era fiesta. Comenzaban a servir el pavo y el vino y ahora Elianita, de pie en el segundo peldaño de la entrada, estaba arrojando su bouquet de novia que decenas de compañeras de colegio y del barrio esperaban con las manos en alto. El doctor Quinteros divisó en un rincón del jardín a la vieja Venancia, el ama de Elianita desde la cuna: la anciana, conmovida hasta el alma, se limpiaba los ojos con el ruedo de su delantal.

Su paladar no alcanzó a distinguir la marca del vino pero supo inmediatamente que era extranjero, acaso español o chileno y tampoco descartó -dentro de las locuras del día- que fuera francés. El pavo estaba tierno, el puré era una mantequilla, y había una ensalada de coles y pasas que, pese a sus principios en materia de dieta, no pudo dejar de repetir. Saboreaba una segunda copa de vino y empezaba a sentir una agradable somnolencia cuando vio venir a Richard hacia él. Balanceaba una copa de whisky en la mano; tenía los ojos vidriosos y la voz cambiante:

– ¿Hay algo más estúpido que una fiesta de matrimonio, tío? -murmuró, haciendo un ademán despectivo hacia todo lo que los rodeaba y dejándose caer en la silla de al lado. La corbata se le había corrido, una manchita fresca afeaba la solapa de su terno gris, y en sus ojos, además de vestigios de licor, había empozada una oceánica rabia.