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No había perros en los alrededores, pero Ish no podía dejar allí el cuerpo. Al fin y al cabo había conocido al señor Barlow, y había hablado con él. Aunque no sabía cómo o dónde enterrarlo. Sacó unas mantas de una tienda, y envolvió el cuerpo cuidadosamente. Luego lo llevó al auto y cerró las ventanillas. Sería un mausoleo hermético y duradero.

Las oraciones fúnebres parecían fuera de lugar. Pero al observar desde afuera el rollo de mantas, pensó que el señor Barlow había sido sin duda un buen hombre, que no había podido sobrevivir al derrumbe del mundo. Se sacó entonces el sombrero y se quedó así unos instantes…

Ahora, como en la antigüedad, cuando la caída de un poderoso monarca alegraba a los pueblos sometidos, se regocijan los abetos, y entonan los cedros: «Has caído y el hacha no amenaza ya nuestra existencia». Y los ciervos, zorros y codornices cantan: «Eres ahora como nosotros. ¿Es éste el hombre que estremeció la tierra?»

(«La tumba ha devorado tu soberbia, y la música de tus violas; los gusanos se mueven bajo tu cuerpo, y te cubren. »)

No, nadie dice estas palabras, nadie las piensa, y el libro de Isaías se confunde con el polvo. El gamo, sin saber por qué, se atreve a salir de la espesura; los zorros juegan junto a la fuente seca de la Plaza; la codorniz empolla sus huevos en las hierbas altas, cerca del reloj de sol.

Hacia el fin del día, después de dar un largo rodeo para evitar un lugar nauseabundo donde se amontonaban los cadáveres, Ish volvió a la casa de San Lupo.

Había aprendido mucho. El Gran Desastre —así llamaba ahora a la epidemia— no había despoblado enteramente el mundo. No había por qué comprometer el futuro uniéndose a cualquiera. Era preferible buscar y elegir. Por otra parte, todos los que había encontrado hasta ahora estaban en los límites de la locura.

Se le ocurrió una nueva idea, que podía expresarse con una nueva fórmula: el Golpe de Gracia. La mayoría de los que habían escapado al Gran Desastre caerían víctimas de algún mal que habían evitado hasta entonces. Muchos se matarían bebiendo. Se habían cometido, sospechaba, algunos asesinatos, y habían abundado, seguramente, los suicidas. Algunos hombres que habían arrastrado en otro tiempo una existencia normal, como el viejo, no podrían sobreponerse y enloquecerían. Muchos heridos y enfermos morirían por falta de cuidados. De acuerdo con una ley biológica, toda especie debe contar con un número mínimo de representantes. Por debajo de ese número está irremediablemente condenada.

¿La humanidad sobrevivirá? Punto capital, que podía animar a Ish. De acuerdo con los resultados de la jornada, las esperanzas eran pocas. ¿Y quién puede desear que sobreviva una humanidad de fantoches?

Había empezado la mañana como un verdadero Robinsón Crusoe, dispuesto a aceptar al primer Viernes. Terminaba el día pensando que se resignaría a la soledad si no encontraba un amigo aceptable. Sólo una mujer parecía haber deseado su compañía, y había habido allí una amenaza de traición y muerte. Si Ish hubiese eliminado al hombre, habría encontrado en ella una mera compañía física. En cuanto a la adolescente, hubiera debido recurrir a un lazo o una trampa de osos. Y probablemente, como el viejo, ella había perdido la razón.

No, el Gran Desastre no había dejado con vida a los mejores, y las pruebas que habían soportado los sobrevivientes no habían acrecentado sus virtudes.

Se preparó una cena, y comió, sin apetito. Luego intentó leer, pero las palabras tenían tan poco sabor como la comida. Pensaba aún en el señor Barlow y los demás. De un modo o de otro, cada uno a su manera, todos los que había visto aquel día estaban derrumbándose. ¿Y él mismo? ¿Conservaba todas sus facultades? Tomó lápiz y papel y escribió una lista de cualidades que podían permitirle seguir viviendo, y aún ser feliz donde los otros habían fracasado.

1) Voluntad de vivir. Deseo de ver lo que será la tierra sin el hombre. Geógrafo.

2) Amor a la soledad. Poco hablador.

3) Haberse extirpado el apéndice.

4) Habilidad manual. Pero mal mecánico. Vida al aire libre.

5) No haber visto morir a la familia y los otros.

Se interrumpió con los ojos fijos en la última línea. Esperaba que fuese cierto.

Reflexionó unos minutos. Podía añadir otras cualidades a la lista. Su educación, que le permitía adaptarse a las nuevas circunstancias. Le gustaba leer, y podía así distraerse y olvidar. No era además un lector común. Podía investigar en los libros y buscar allí los medios de reconstruir el mundo.

Con los dedos crispados sobre el lápiz, pensó si podría anotar que no era supersticioso. Podía ser importante. Si no, presa como el viejo de un abyecto terror, llegaría a pensar quizá que el desastre era obra de la ira de Dios, que había arrasado a su pueblo con una peste, como antes con el diluvio. Y él, aunque no tenía aún mujer e hijos, sería un nuevo Noé, encargado de repoblar el mundo desierto. Pero divagaciones semejantes llevaban a la locura. Sí, si un hombre se cree mensajero de Dios no está lejos de creerse Dios mismo, y de enloquecer.

No, pensó Ish. Pase lo que pase, nunca me creeré un dios. No seré nunca un dios.

Abandonándose así al curso de sus pensamientos, comprobó, no sin sorpresa, que la perspectiva de una vida solitaria no dejaba de darle una sensación de seguridad, y aun de euforia. Las relaciones sociales habían sido en el pasado una de sus mayores preocupaciones. La idea de ir a un baile lo había hecho transpirar más de una vez; nunca había pertenecido a una asociación de estudiantes. En los viejos días este modo de ser era un defecto; ahora, al contrario, parecía una ventaja. Se había quedado siempre en un rincón en las reuniones sociales, entrando muy pocas veces en la conversación, contentándose con escuchar y observar objetivamente, y ahora, del mismo modo, podía soportar fácilmente el silencio, y observar como espectador el curso de las cosas. Su debilidad se había transformado en una fuerza. Como un ciego en un mundo de pronto privado de luz. En esas tinieblas donde la gente normal andaría a los tropezones, él se encontraría muy cómodo, y los otros vendrían a colgársele del brazo, implorándole que les sirviera de guía.

Sin embargo, cuando se encontró en cama, en la oscuridad, la imagen de esa vida solitaria perdió todo su encanto. Las frías manos de la niebla cruzaron la bahía y se cerraron sobre la casa de San Lupo Drive. Ish sintió otra vez aquel miedo. Acurrucado entre las mantas, con el oído atento a todos los ruidos de la noche, pensó en su soledad, y en el Golpe de Gracia, que pendía sobre él, amenazante. Lo asaltó un violento deseo de huir, con la mayor rapidez posible, de aquellos enigmáticos peligros. Invocó entonces el auxilio de la razón, y se dijo que la epidemia no podía haber devastado todo el país, que en alguna parte debía de haber quedado con vida alguna comunidad, y que él la encontraría.

3

El pánico murió con la noche, pero el miedo, tenaz, siguió alojado en el corazón de Ish. Se levantó con cuidado, y tragó aprensivamente saliva, pensando qué ocurriría si enfermaba de la garganta. Bajó lentamente las escaleras. Una cadera dislocada podía significar la muerte.

Empezó en seguida a preparar la partida, y como siempre que seguía un plan determinado, aunque no fuese un plan razonable, se sintió satisfecho y tranquilo.

Su auto era viejo. Podía elegir algún otro entre los centenares de coches abandonados. En la mayoría faltaban las llaves. Pero al fin encontró en un garaje una camioneta con llaves, que respondía a sus deseos. Encendió el motor; funcionaba perfectamente. Se preparaba a partir cuando lo asaltó una sensación de malestar. No era la pena de abandonar su viejo auto. De pronto recordó. Regresó a su coche y recogió el martillo. Lo llevó a la camioneta y lo puso en el piso, a sus pies. Luego, salió del garaje.