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Vigilante escuchaba inexpresivo, acordándose de sonreír. Esa clase de cumplidos significaban muy poco para él. El Congreso Mundial y sus senadores significaban aún menos. ¿Había algún androide en el Congreso? ¿Supondría alguna diferencia si lo hubiera? Sin duda, algún día el Partido para la Igualdad de los Androides conseguiría meter a algunos de los suyos en el Congreso. Tres o cuatro Alfas se sentarían en tan augusto lugar, pero los androides seguirían siendo propiedades, no personas El proceso político no inspiraba la menor confianza a Thor Vigilante.

Sus propias ideas políticas eran definitivamente cercanas al Partido Eliminacionista: en una sociedad transmat, donde los lazos nacionales eran algo obsoleto, ¿para qué tener un gobierno formal? Que los legisladores se abolieran a sí mismos. Que prevaleciera la ley natural. Pero sabía que la eliminación progresiva del Estado que predicaban los eliminacionistas nunca se haría realidad. La prueba viviente era el senador Henry Fearon. La paradoja definitiva: un miembro del partido antigobierno ocupando un cargo en el gobierno, y luchando por conservar su escaño elecciones tras elecciones. La eliminación cuesta, ¿eh, senador?

Fearon alabó extensamente la industriosidad de los androides. Vigilante se inquietó. Mientras estaban allí arriba, el trabajo no avanzaba. No se atrevía a permitir que elevaran bloques mientras había visitantes en la zona de construcción. Y tenía unas fechas que cumplir. Para su alivio, Krug ordenó pronto el descenso; al parecer, el viento creciente molestaba a Quenelle. Cuando bajaron, Vigilante guió a los visitantes al centro principal de control, invitándolos a ver cómo se hacía cargo de las operaciones. Se acomodó en el asiento de enlace. Al meter la punta roma del terminal de la computadora en el conector hembra de su antebrazo izquierdo, el androide vio cómo el labio superior de Leon Spaulding se fruncía en una mueca de… ¿de qué? ¿Desprecio, envidia, superioridad desdeñosa? Pese a todo su conocimiento de los humanos, Vigilante no podía leer con precisión aquellas miradas sombrías. Pero entonces se estableció el contacto, y los impulsos del ordenador fluyeron por el interface de su cerebro, y se olvidó de Spaulding.

Era como tener un millar de ojos. Vio todo lo que sucedía en el emplazamiento, y en muchos kilómetros en torno al emplazamiento. Estaba en comunión absoluta con la computadora, utilizaba todos sus sensores, analizadores y terminales. ¿Por qué pasar por la tediosa rutina de hablar a una computadora, cuando era posible diseñar un androide capaz de ser parte de ella?

El torrente de datos conllevaba una corriente de éxtasis.

Planos de mantenimiento. Síntesis del desarrollo del trabajo. Sistemas de coordinación de las obras. Niveles de refrigeración. Decisiones sobre el nivel de energía. La torre era un tapiz de infinitos detalles, y él era el maestro tejedor. Todo pasaba a través de él, aprobaba, rechazaba, alteraba, cancelaba. ¿Era parecido a aquello el efecto del sexo? ¿Ese cosquilleo vivaz en cada nervio, la sensación de estar expandido hasta los propios límites, de absorber una avalancha de estímulos? Vigilante habría dado cualquier cosa por saberlo. Elevó y bajó grúas, solicitó los bloques para la semana siguiente, pidió filamentos para los hombres del rayo de taquiones, planeó las comidas del día siguiente, calculó constantemente la estabilidad de la estructura, transmitió los datos de costes al departamento financiero de Krug, monitorizó la temperatura del suelo a intervalos de cincuenta centímetros hasta dos kilómetros de profundidad, transmitió docenas de mensajes telefónicos por segundo, y se felicitó a sí mismo por la destreza con que lo conseguía todo. Sabía que ningún humano podría manejar todo aquello, ni aunque los humanos tuvieran algún sistema para conectarse directamente a una computadora. Tenía las habilidades de una máquina y la versatilidad de un ser humano, así que, al margen del bastante grave asunto de su incapacidad para la reproducción era, en muchos aspectos, superior a máquinas y a humanos, y por tanto…

La flecha roja de una alarma atravesó su consciencia.

Accidente de construcción. Sangre de androide vertiéndose sobre el suelo helado.

Un giro de su mente le proporcionó un enfoque cercano. Había fallado una grúa en la cara norte y un bloque de cristal había caído desde el nivel situado a noventa metros. Yacía ligeramente inclinado, con un extremo enterrado cosa de un metro en el suelo, y el otro algo elevado sobre la superficie. Una fisura corría como una línea de hielo por su claro interior. Unas piernas sobresalían por el lado más cercano a la torre. A pocos metros, yacía un androide herido, retorciéndose desesperadamente. Tres escarabajos elevadores corrían ya hacia el lugar del accidente; un cuarto había llegado, y tenía sus púas de acero bajo el enorme bloque.

Vigilante se desconectó, temblando en un primer momento a causa del dolor que le produjo la separación del flujo de datos Sobre su cabeza, un muro pantalla mostraba claramente el accidente. Clissa Krug se había dado la vuelta, y apoyaba la cabeza contra el pecho de su marido. Manuel parecía asqueado; su padre, irritado. Los demás visitantes parecían más asombrados que conmovidos. Vigilante se descubrió a sí mismo escudriñando el rostro frío de Leon Spaulding. Spaulding era un hombre pequeño, recio, todo menos descarnado. En la curiosa claridad de su conmoción, Vigilante fue consciente de la separación entre las hebras del rígido bigote negro del ectógeno.

—Un fallo de coordinación —dijo Vigilante con sequedad—. Al parecer, la computadora interpretó erróneamente una función de tensión, y dejó caer un bloque.

—Tú estabas sobrecargando la computadora en ese momento, ¿no?—preguntó Spaulding—. A cada uno, sus culpas.

El androide no pensaba entrar en ese juego.

—Discúlpenme —dijo—. Ha habido heridos, y seguramente muertos. Tengo que irme.

Se apresuró hacia la puerta.

—…descuido imperdonable… —murmuraba Spaulding.

Vigllante salió. Mientras corría hacia el lugar del accidente, empezó a rezar.

5

—Nueva York —dijo Krug—. Al despacho superior.

Spaulding y él entraron en el cubículo. El suave brillo verde del campo transmat ascendió por la abertura del suelo, formando una cortina que dividió en dos el cubículo. El ectógeno fijó las coordenadas. Los generadores de energía ocultos del transmat, girando incesantemente sobre sus polos en algún lugar bajo el Atlántico, condensaban la fuerza theta que hacía posible el viaje transmat. Krug no se molestó en comprobar las coordenadas fijadas por Spaulding. Confiaba en su personal. Una mínima distorsión en la abscisa, y los átomos de Krug se dispersarían sin remedio al viento frío; pero entró sin titubear en el brillo verde.

No hubo ninguna sensación. Krug fue destruido. Un rayo de ondículas marcadas recorrió varios miles de kilómetros, hasta un receptor sintonizado. Y Krug fue reconstruido. El campo transmat dividía el cuerpo humano en unidades subatómicas tan rápidamente, que ningún sistema neural podía registrar el dolor; y la restauración a la vida llegaba con la misma velocidad. Entero e ileso, Krug emergió, todavía con Spaulding al lado, en el cubículo transmat de su despacho.

—Encárgate de Quenelle —dijo Krug—. Llegará al piso de abajo. Entreténla. No quiero que se me moleste al menos durante una hora.

Spaulding salió, Krug cerró los ojos.

La caída del bloque le había molestado mucho. No era el primer accidente que tenía lugar durante la construcción de la torre. Probablemente, tampoco sería el último. Hoy se habían perdido vidas. Sólo vidas androides, cierto, pero vidas al fin y al cabo. El desperdicio de vida, de energía o de tiempo le enfurecían. ¿Cómo podía elevarse la torre si los bloques caían? Si no había torre, ¿cómo enviaría a través de los cielos el mensaje de que el hombre existía, de que era algo a tener en cuenta? ¿Cómo podría formular las preguntas que debían ser formuladas?