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– Pero hoy, desde el alba, no nos ha caído más que éste -se introdujo Reef, señalando al maestro Almavera, que estaba casi del todo escondido entre los muslos abiertos de Mistle-. En pelotas, como todo buen artista, no había na de lo que aflojarle, así que le aflojamos de su arte. Echad un vistazo a cuan imaginativos son sus dibujos.

Se desnudó el antebrazo y mostró el tatuaje, una mujer desnuda que movía las nalgas cuando apretaba el puño. Kayleigh también hizo su alarde: alrededor de una mano, por encima de un brazalete de pinchos, se retorcía una serpiente verde con las fauces abiertas y una lengua bífida escarlata.

– Cosa de gusto -dijo Hotsporn con indiferencia-. Y que ayuda mucho para identificar los cadáveres. Mas en lo de aflojar mal habéis salido, mis queridos Ratas. Tendréis que pagar al artista por su arte. No os pude apercibir antes: desde hace siete días, desde el primero de septiembre, la señal es una flecha púrpura rota. Él tiene una así pintada en su carro.

Reef maldijo por lo bajo, Kayleigh sonrió. Giselher agitó las manos impasible.

– Qué se le va a hacer. Si hay que hacerlo, se le pagará por sus agujas y sus pinturas. ¿Dices que una flecha púrpura? Lo recordaremos. Si hasta mañana apareciera todavía por aquí otro con esa señal, no sufrirá daño alguno.

– ¿Tenéis pensado estar aquí hasta mañana? -Hotsporn se asombró con un tanto de exageración-. Eso es poco razonable, Ratas. ¡Arriesgado e inseguro!

– ¿Lo qué?

– Arriesgado e inseguro.

Giselher se encogió de hombros, Chispas bufó y un moco fue a parar al suelo. Reef, Kayleigh y Falka miraron al mercader como si éste les acabara de asegurar que el sol se había caído al río y había que sacarlo con rapidez antes de que lo pellizcaran los cangrejos. Hotsporn comprendió que acababa de apelar a la razón de unos mocosos locos. Que advertía del peligro y el riesgo a unos fanfarrones llenos de loca audacia para los que este concepto era completamente ajeno.

– Os están persiguiendo, Ratas.

– ¿Y qué?

Hotsporn suspiró.

Mistle interrumpió la discusión acercándose a ellos sin hacer el esfuerzo de vestirse. Puso un pie en un banco y moviendo las caderas mostró por doquier la obra del maestro Almavera: una rosa punzada sobre un tallito con dos hojas, situada en el muslo, junto a la ingle.

– ¿Eh? -preguntó, poniendo los brazos en jarras. Sus brazaletes, que alcanzaban casi hasta los codos, relucieron con luz de diamante-. ¿Qué decís?

– ¡Una preciosidad! -bufó Kayleigh, recogiéndose los cabellos. Hotsporn advirtió que el Rata llevaba pendientes que perforaban los pabellones de las orejas. No cabía duda de que estos pendientes, lo mismo que el cuero trenzado de metal, iban a estar de moda dentro de poco entre la mocedad dorada de Thurn y en todo Geso.

– Ahora te toca a ti, Falka -dijo Mistle-. ¿Qué te vas a hacer tatuar?

Falka le tocó el muslo, se inclinó y contempló el tatuaje. De cerca. Mistle frotó con cariño sus cabellos cenicientos. Falka risoteó y comenzó a desnudarse sin ceremonia alguna.

– Quiero la misma rosa que tú -afirmó-. En el mismo sitio que tú, cariño.

– ¡Pero cuidao que hay ratones en tu casa, Vysogota! -Ciri interrumpió la narración, miraba al suelo, donde en el círculo de la luz que arrojaba el candil se estaba celebrando una verdadera convención de ratones. Se podía uno imaginar lo que estaría pasando más allá del círculo de oscuridad-. Te vendría bien un gato. O mejor, dos gatos.

– Los roedores -gorgojeó el ermitaño- se meten en la casa porque se acerca el invierno. Y yo tenía un gato. Pero se fue, el malvado, se perdió.

– Seguro que se lo comió un zorro o una marta.

– Tú no has visto qué gato era, Ciri. Si se lo zampó algo, entonces sólo pudo ser un dragón. Nada más pequeño.

– ¿Tan grande era? Ja, qué pena. Él no les hubiera dejado a estos ratones pasearse por mi cama. Una pena.

– Una pena. Pero yo pienso que volverá. Los gatos siempre vuelven.

– Echa leña al fuego. Tengo frío.

– Frío. Las noches son ahora frías del copón… Y todavía no estamos ni siquiera a mitad de octubre… Sigue contando, Ciri.

Durante un instante, Ciri se mantuvo quieta, contemplando el hogar. El fuego se reavivó sobre la madera nueva, crepitó, bufó, lanzó sobre el rostro desfigurado de la muchacha destellos dorados y ágiles sombras.

– Cuenta.

El maestro Almavera pinchó con la aguja y Ciri sintió cómo las lágrimas le surgían por el rabillo de los ojos. Aunque se había anestesiado precavidamente a base de vino y polvos blancos, el dolor era insoportable. Apretó los dientes para no gemir. Pero no gimió, por supuesto, fingió que no prestaba atención a la aguja y que despreciaba el dolor. Intentó hacer como que tomaba parte en la conversación que los Ratas mantenían con Hotsporn, individuo que quería mostrar que era mercader pero que en realidad, mención aparte del hecho de que vivía de los mercaderes, no tenía nada en común con el mercadeo.

– Negras nubes se ciernen sobre vuestras cabezas -dijo Hotsporn, recorriendo con sus ojos oscuros los rostros de los Ratas-. No basta con que os persiga el prefecto de Amarillo, no es poco que los Varnhagenos, no es poco que el barón Casadei…

– ¿Ése? -Giselher enarcó las cejas-. Entiendo lo del prefecto y los Varnhagenos, pero, ¿por qué está mosqueado el tal Casadei con nosotros?

– El lobo se cubrió con una piel de oveja -Hotsporn se rió- y se puso a balar todo triste, bee, bee, nadie me quiere, nadie me entiende, en cuanto que aparezco me tiran piedras, «sus-sus», me gritan, pero, ¿qué es esto, qué es esta injusticia y este dolor? La hija de la baronesa Casadei, queridos Ratas, después de la aventura junto al río Aguzanieves, sigue desmayándose y padeciendo de fiebre hasta el mismo día de hoy…

– Aaah -se acordó Giselher-. ¿Una carreta con cuatro tordos? ¿Ésa era la doncella?

– Ésa. Ahora, como dije, enferma, se despierta por las noches gritando, evoca al señor Kayleigh… Pero en especial a doña Falka. Y cierto broche, recuerdo de su difunta madre, broche el cual doña Falka le arrancara con violencia de su vestido. A todo ello, pronunciando palabras diversas mientras lo hacía.

– ¡Pero no se trata de eso! -gritó Ciri desde la mesa, aprovechando la ocasión para expulsar su dolor junto con el grito-. ¡Le mostramos a la baronesa desprecio y vilipendio cuando la dejamos escapar a boqueras! ¡Había que haber follado bien a la señoritinga!

– Ciertamente. -Ciri sintió la mirada de Hotsporn sobre sus muslos desnudos-. Grande fue de hecho el deshonor de no follársela. No hay que asombrarse pues de que Casadei, resentido, mandara enviar una hueste armada y pusiera precio a vuestras cabezas. También juró en público que todos vais a colgar cabeza abajo de los matacanes de las murallas de su castillo. También anunció que por arrebatarla el mencionado broche, le sacaría la piel a la señorita Falka. A tiras.

Ciri blasfemó y los Ratas se rieron con loca risa. Chispas estornudó y se le escaparon unos mocos tremendos: el fisstech le afectaba a la mucosa.

– Nosotros a los perseguidores éstos los despreciamos -anunció, al tiempo que se limpiaba las narices, los labios, la barbilla y la mesa con la bufanda-. ¡El prefecto, el barón, los Varnhagenos! ¡Nos perseguirán pero no nos cogerán! ¡Nosotros somos los Ratas! ¡Después de lo de Velda hicimos tres zigzags y ahora los tontos ésos andan a rebusco de un rastro frío. Antes de que se enteren andarán ya demasiado lejos como pa volver.

– ¡Y que vuelvan! -dijo fogoso Asse, el cual había abandonado la guardia hacía algún tiempo, una guardia en la que nadie le había sustituido ni pensaba hacerlo-. ¡Nos los apiolamos y eso es todo!.