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»E1 emperador hizo uso de su derecho de gracia, pero fui condenado al destierro bajo amenaza de pena de muerte inmediata en caso de regreso a las tierras imperiales.

«Entonces me enojé con el mundo entero, con los reinos, imperios y universidades, con los disidentes, funcionarios, juristas. Con los colegas y amigos que, al toque de una varita mágica, dejaron de serlo. Con mi segunda esposa que, de forma parecida a la primera, entendió que los problemas del marido son motivo suficiente de divorcio. Con mis hijos, que me abandonaron. Me convertí en ermitaño. Aquí, en Ebbing, en los pantanos de Pereplut. Tomé la sede en herencia de un eremita que me fue dado conocer en cierta ocasión. La mala suerte quiso que Nilfgaard se anexionara Ebbing y sin comérmelo ni bebérmelo me encontré de nuevo en el imperio. No tengo ya ni fuerzas ni ganas de vagabundear más, por eso tengo que esconderme. Las decisiones imperiales no prescriben, ni siquiera cuando el emperador que las realizara haya muerto hace mucho y el emperador actual no tenga motivos para tener buenos recuerdos de aquél ni para compartir sus opiniones. La sentencia de muerte sigue en vigor. Tal es la ley y la costumbre en Nilfgaard. Las condenas de traición de estado no prescriben ni son afectadas por las amnistías que cada emperador anuncia tras su coronación. Después de subir al trono el nuevo emperador amnistía a todos aquéllos a los que su antecesor había condenado… excepto a quienes son culpables de traición de estado. No tiene importancia quién gobierne en Nilfgaard: si se llega a saber que estoy vivo y violando mi condena de destierro al vivir en territorio imperial, mi cabeza caerá en el cadalso.

»Así que, como ves, Ciri, estamos en una situación totalmente idéntica.

– ¿Qué es la ética? Lo sabía, pero se me ha olvidado.

– La ciencia de la moralidad. De las reglas del comportamiento habitual, noble, benévolo y honrado. De las alturas del bien a las que eleva el alma la moralidad y la rectitud humana. Y de los abismos del mal a los que hace caer la maldad y la inmoralidad…

– ¡Las alturas del bien! -bufó-. ¡Rectitud! ¡Moralidad! No me hagas reír, porque se me abre la cicatriz de la jeta. Tuviste suerte de que no te persiguieran, de que no enviaran tras de ti a los cazadores de recompensas como ese… Bonhart. Verías lo que son los abismos del mal. ¿Ética? Esa ética tuya no vale una mierda, Vysogota de Corvo. ¡No son los malvados ni los inmorales los que se hunden en el abismo, no! ¡Oh, no! Son los malos, pero decididos, quienes arrojan al fondo a los que son decentes, honrados y nobles, pero torpes, vacilantes y llenos de escrúpulos.

– Gracias por tus enseñanzas -ironizó-. Créeme, aunque vivas un siglo, nunca es demasiado tarde para aprender algo. Cierto, siempre es provechoso escuchar a personas maduras, de mundo y con experiencia.

– Ríete, ríete -agitó ella la cabeza-. Mientras puedas. Porque ahora es mi turno. Ahora te entretendré con un relato. Te contaré qué es lo que me pasó. Y cuando termine, veremos si sigues teniendo ganas de bromear.

Si aquel día después de caer la noche alguien se hubiera deslizado furtivamente hasta aquella cabaña perdida entre los cenagales, con su hundido tejado de bálago, si alguien hubiera mirado a través de las rendijas de los postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de barba blanca escuchando con atención el relato de una muchacha de cabellos cenicientos que estaba sentada en un tronco junto a la chimenea. Habría visto que la muchacha hablaba despacio, como si le fuera difícil encontrar las palabras, que se frotaba nerviosa la mejilla deformada por una cicatriz horrible, que sembraba con largos momentos de silencio la narración de sus vicisitudes. Una historia sobre las enseñanzas recibidas que resultaron ser todas falsas y engañosas. Sobre las promesas que se le hicieran y que no habían sido mantenidas. Una historia acerca de un destino en el que se le había hecho creer y que la había traicionado vilmente y despojado de su herencia. Acerca de cómo cada vez, cuando ya comenzaba a creer, caían sobre ella las ofensas, el dolor, la injusticia y la humillación. Acerca de cómo aquéllos en los que confiaba y a los que amaba la habían traicionado, no habían acudido en su ayuda cuando sufría, cuando la amenazaban la vergüenza, el tormento y la muerte. Una historia sobre los ideales a que le habían recomendado mantenerse fiel y que la habían fallado, traicionado y abandonado precisamente cuando los necesitaba, demostrando cuan poco valor tenían. Acerca de cómo había por fin encontrado ayuda y amistad -y amor- entre quienes en apariencia no cabía buscar ni ayuda ni amistad. Por no mencionar el amor.

Pero nadie pudo haber visto aquello ni mucho menos haberlo oído. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla, en unos cenagales donde nadie se atrevía a adentrarse.

Capítulo segundo

Al llegar a la edad de madurez, la joven muchacha comienza a intentar penetrar en campos de la vida que antes le estaban vedados, lo cual, en los cuentos de hadas, se simboliza mediante la entrada en una torre enigmática y la búsqueda en ella de una habitación oculta. La muchacha sube hasta la cima de la torre, caminando por una escalera retorcida: las escaleras en los sueños son símbolos de vivencias eróticas. La habitación prohibida, un pequeño cuarto cerrado con llave, simboliza la vagina. El acto de girar la llave en la cerradura es un símbolo del acto sexual.

Bruno Bettelheim, The Uses of Enchantment:

the Meaning and Importance of Fairy Tales

El viento del oeste arrastró la tormenta nocturna.

Un cielo de color negro violáceo se resquebrajó a lo largo de una línea de relámpagos que estallaron con el estampido de un agudo trueno. Una lluvia repentina golpeó el polvo del camino con gotas tan densas como el aceite, resonó en las tejas, deshizo la suciedad en las hojas de las ventanas. Pero un fuerte viento expulsó con rapidez el chubasco, ahuyentó la tormenta allá lejos, al otro lado de un horizonte que ardía a causa de los relámpagos.

Y entonces los perros comenzaron a ladrar furiosamente. Redoblaron los cascos de los caballos, rechinaron las armas. Una algarabía y unos silbidos salvajes les pusieron los cabellos de punta a los aldeanos, les llenó de pánico, les hizo cerrar a cal y canto puertas y ventanas. Los dedos sudorosos se apretaron sobre los mangos de las hachas, sobre las astas de los biernos. Se apretaban con fuerza. Pero con impotencia.

Terror, el terror está cruzando la aldea. ¿Perseguidos o perseguidores? ¿Enloquecidos y violentos a causa de la rabia o a causa del miedo? ¿Pasarán de largo sin detener los caballos? ¿O se iluminará la noche dentro de unos instantes con el fuego de los tejados ardiendo?

Silencio, silencio, niños…

Mamá, ¿es que son demonios? ¿Es la Persecución Salvaje? ¿Monstruos del infierno? ¡Mamá, mamá!

Silencio, silencio, niños. No son demonios, no son diablos… Peor.

Son seres humanos.

Los perros aullaban. Soplaba la ventisca. Los caballos relinchaban, los cascos se estrellaban contra el suelo.

Una partida de locos cabalgaba a través de la aldea y de la noche.

Hotsporn llegó a la cima, detuvo el caballo y le dio la vuelta. Era precavido y cauteloso, no le gustaba el riesgo, sobre todo porque la atención no costaba nada. No se apresuró a bajar al río, a la estación de postas. Primero prefería mirar bien.

Delante de la estación no había caballos ni tiros de animales, no había más que un furgón que llevaba un par de muías enjaezadas. En la lona había un letrero que Hotsporn no podía leer desde tan lejos. Pero no olía a peligro. Hotsporn era capaz de oler el peligro. Era un profesional.