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Bajó hasta la orilla llena de matorrales y mimbres muy crecidos, metió con decisión el caballo en el río, lo atravesó al galope entre las salpicaduras de agua que golpeaban por debajo de la silla. Los patos que se revolcaban en el lodo huyeron lanzando sonoros cuac-cuacs.

Hotsporn azuzó al caballo, atravesó la cerca y entró en el patio de la estación. Ahora ya podía leer el letrero de la lona del furgón. Decía: «Maestro Almavera, Tatuajes Artísticos». Cada palabra del letrero estaba pintada de un color distinto y comenzaba por una letra exageradamente grande y muy adornada. Pero en la caja del carro, por encima de la rueda derecha delantera, se veía una pequeña flecha rota, pintada de púrpura.

– ¡Abajo del caballo! -escuchó a su espalda-. ¡A tierra, y presto! ¡Las manos lejos de la empuñadura!

Se acercaron y lo rodearon sin un ruido, Asse por la derecha, vestido con una chaqueta negra con hilos de plata, Falka por la izquierda, llevando puesto un juboncillo verde de ante y una boina con una pluma. Hotsporn se bajó la capucha y el pañuelo que le cubría el rostro.

– ¡Ja! -Asse bajó la espada-. Sois vos, Hotsporn. ¡Sos reconocería, pero me confundió este caballo moro!

– Vaya una yegua bonita -dijo Falka con admiración, al tiempo que se retiraba la boina sobre la oreja-. Negra y brillante como el carbón, ni un pelo claro. ¡Y cuidado que es gallarda! ¡Eh, lindeza!

– Cierto, y la encontré por menos de cien florines. -Hotsporn sonrió con desmaña-. ¿Dónde está Giselher? ¿Dentro?

Asse se lo confirmó con un ademán de cabeza. Falka, que miraba a la yegua como hechizada, le dio palmadas en el cuello.

– ¡Cuando corría por el agua -elevó hacia Hotsporn sus enormes ojos verdes- era igualita que una verdadera kelpa! ¡Si hubiera salido del mar en vez de del río no hubiera creído que no era una kelpa de verdad!

– ¿Y habéis visto alguna vez, señorita Falka, una verdadera kelpa?

– En dibujos. -La muchacha se apesadumbró de pronto-. Para qué hablar más de esto. Pasad adentro. Giselher está esperando.

Delante de una ventana que daba algo de luz había una mesa. Sobre la mesa estaba semitendida Mistle, apoyada en los codos, desnuda de cintura para abajo, sin nada más que unas medias negras. Entre sus piernas descaradamente abiertas había un individuo encogido, hombre delgado y de cabellos largos vestido con una levita gris. No podía ser otro que el maestro Almavera, artista del tatuaje, puesto que estaba ocupado precisamente en grabar en el muslo de Mistle una imagen de colores.

– Acércate, Hotsporn -pidió Giselher, al tiempo que movía un taburete de una mesa más alejada en la que estaba sentado junto con Chispas, Kayleigh y Reef. Los dos últimos, como Asse, también estaban vestidos con una piel de ternera negra que llevaba cosidas hebillas, tachuelas, cadenas v otros imaginativos adornos de plata. Algún artesano tenía que estar ganando con ello buenas sumas, pensó. Los Ratas, cuando les entraba la gana de adornarse, pagaban a los sastres, zapateros y talabarteros como un verdadero rey. Claro está que tampoco les importaba arrancarle sin más a la persona asaltada la ropa o la bisutería que les había caído en gracia.

– Por lo que veo, encontraste nuestro mensaje en las ruinas de la estación vieja -dijo Giselher arrastrando las palabras-. Ja, qué digo, si no no estarías aquí. Mas he de reconocer que has viajado con rapidez.

– Porque la yegua es muy bonita -se entrometió Falka-. ¡Y me apuesto a que también es fogosa!

– Encontré vuestro mensaje. -Hotsporn no apartó la vista de Giselher-. ¿Y qué hay del mío? ¿Llegó hasta ti?

– Llegó… -El jefe de los Ratas trastabilló-. Pero… bueno, por decirlo con pocas palabras… no había entonces mucho tiempo. Y luego nos cogimos una buena curda y hubimos de reposar un tanto. Y luego nos vino a mano otro camino…

Mocosos de mierda, pensó Hotsporn.

– Por decirlo con pocas palabras: no has cumplido el encargo.

– Pues no. Lo siento, Hotsporn. No fue posible… ¡mas la próxima vez, ya, ya! ¡Indefectiblemente!

– ¡Indefectiblemente! -confirmó Kayleigh con énfasis, aunque nadie le había pedido que confirmara nada.

Malditos mocosos irresponsables. Se emborracharon. Y luego les vino a mano otro camino. Seguro que el del sastre, a por trapos raros.

– ¿Quieres beber algo?

– Gracias, pero no.

– ¿Quizá quieras probar esto? -Giselher señaló un cofrecito de laca muy adornado que estaba entre los vasos y las damajuanas. Hotsporn supo entonces por qué en los ojos de los Ratas ardía un brillo tan extraño, por qué sus movimientos eran tan nerviosos y rápidos.

– Polvo de primera -le aseguró Giselher-. ¿No quieres tomar un pellizco?

– Gracias, pero no. -Hotsporn miró significativamente las manchas de sangre y las huellas en el aserrín que desaparecían en la habitación y que mostraban con claridad adonde había sido arrastrado el cadáver. Giselher se dio cuenta de la mirada.

– Un palurdo se quiso hacer el héroe -bufó-. Hasta que la Chispas le tuvo que dar un escarmiento.

Chispas se rió guturalmente. Enseguida se veía que estaba muy excitada por el narcótico.

– Lo escarmenté de tal modo que hasta se atoró con la sangre -se jactó-. Y al punto los otros se quedaron tranquilitos. ¡A eso se le llama terror!

Iba, como de costumbre, llena de joyas, hasta llevaba un pendiente de diamante en una aleta de la nariz. No iba vestida de cuero sino con un juboncillo de color cereza, con un diseño brocado que era ya tan famoso como para ser el último grito de la moda entre la mocedad dorada de Thurn. De la misma forma que el pañuelo de seda con el que se cubría la cabeza Giselher. Hotsporn incluso había oído hablar de muchachas que se cortaban el cabello «a la Mistle».

– Esto se llama terror -repitió Hotsporn, pensativo, todavía con la mirada dirigida hacia los rastros sangrientos del suelo-. ¿Y el jefe de estación? ¿Y su mujer? ¿Su hijo?

– No, no. -Giselher frunció el ceño-. ¿Piensas acaso que nos hemos cargado a todos? De eso nada. Los metimos pa un rato en la cámara. Ahora, como ves, la estación es nuestra.

Kayleigh se enjuagó la boca con vino haciendo un fuerte ruido, escupió al suelo. Con una pequeñísima cuchara sacó un poquito de fisstech del cofrecillo, lo espolvoreó delicadamente sobre la yema del dedo índice, que había previamente ensalivado, y se frotó el narcótico sobre las encías. Le dio el cofrecillo a Falka, la cual repitió el ritual y le pasó el fisstech a Reef. El nilfgaardiano lo rechazó, estaba ocupado en contemplar un catálogo de tatuajes de colores, y le dio la caja a Chispas. La elfa se la pasó a Giselher, sin usarla.

– ¡Terror! -gruñó, entrecerrando los ojos brillantes y respirando con fuerza por la nariz-. ¡Tenemos la estación bajo el terror! El emperador Emhyr tiene el mundo entero, nosotros sólo la chabola ésta. ¡Pero la cosa es la misma!

– ¡Ahhh, voto al infierno! -aulló Mistle desde la mesa-. ¡Ten cuidao dónde pinchas! ¡Si me haces eso otra vez te pincho yo a ti! ¡Y de tal modo que te paso de costado a costado!

Los Ratas -excepto Falka y Giselher- estallaron en risas.

– ¡Para ser guapa hay que sufrir! -gritó Chispas.

– ¡Pínchala, maestro, pínchala! -añadió Kayleigh-. ¡Ella está bien dura entre las patas!

Falka escupió una tremenda blasfemia y le lanzó un vaso. Kayleigh se inclinó, los Ratas se retorcieron de risa otra vez.

– Así pues -Hotsporn se decidió a ponerle punto y final al regocijo- mantenéis la estación bajo el terror. ¿Y para qué, si exceptuamos la satisfacción que emana del atemorizar?

– Nosotros andamos al acecho -respondió Giselher, frotándose el fisstech en las encías-. Si alguien se detiene aquí bien para cambiar el caballo, bien para descansar, pues se le despluma. Esto es más placentero que los cruces o los matojos al pie del camino. Mas como Chispa poco ha dijera, la cosa es la misma.